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Dieron la sesión por acabada, y lo encerraron en una celda, cuatro paredes sin un solo mueble, atado desnudo a una cama quirúrgica, con las sondas y los electrodos conectados.

Nueve días después, deshuesada el alma por la purificación diaria del vómito, el laxante y el cordón rectal, diluido el sentido del tiempo, perdido el aliento por las sondas arteriales, desengañado de la propia inteligencia y de la cohesión del espíritu, Ígur colgaba boca abajo atado de pies y piernas y con camisa de fuerza en una cámara cuadrada de techo altísimo, la cabeza a dos metros del suelo y un sistema de vientos que conferían al cuerpo una ligera curva a favor de la concavidad de la espalda y, apartando la cabeza de la pura plomada, le permitían una visión del sol aproximadamente vertical. Allí, los aparatos cuantificadores de las constantes y, después de unas horas de la más absoluta soledad, el Subcanónico y los dos Asistentes.

– Paciente Quinientos quince barra Once -anunció el Asistente de control-, una semana de tratamiento. Dioniso en apogeo. Expediente central, teopatía en primer grado.

– Paciente Quinientos quince barra Once -dijo el Subcanónico levantando la mirada hacia Ígur-, te debes estar preguntando qué sentido tiene la crueldad, y te debe rondar la memoria la transposición de esencias que hace que el torturador se torture a sí mismo; efectivamente, nadie que no sea un bárbaro o un egotítico terminal sabe que todos los cuerpos son de hecho el mismo, y no tiene ningún sentido que una mano se entretenga en hacer sufrir a un pie. Te debes preguntar, entonces, ¿por qué a mí, y de esta forma? ¡Si hay tantos más comprometidos y mucho más peligrosos! ¡Si yo no he llegado a odiar verdaderamente a nadie! ¡Y, sin embargo, qué diferente se ve todo desde donde ahora estás tú! ¿Verdad que ahora no da igual una cosa que otra? ¿Verdad que ahora ves que hay horrores peores que la conciencia de la nada que se desprende de la estadística? Ahora no crees que haya delirio intelectual que se te pueda proponer que te haga añorar un sufrimiento que te recuerde tu existencia como individuo. -Hizo una pausa y se rió-. Teópata de mierda, ahora verás. -Se dirigió a los Asistentes-: Vamos a buscar la cola de milano.

– Treinta y nueve hercios -dijo el Asistente de control.

Ígur no podía hablar, los temblores y una obnubilación tenebrosa lo ahogaban.

– Tal vez la incisión occipital fuera más rápida -dijo el otro Asistente.

– De ninguna manera -decretó el Subcanónico-, la liberación cenital de la bóveda le relanzaría la respiración ipsomórfica, perderíamos horas de trabajo.

Los dos Asistentes se entregaron a un análisis conceptual sobre el desollamiento del cráneo y la apertura cenital en media luna o en triángulo descendente, en el isomorfismo de la risa occipital que se dirige al cielo como una luna menguante al alba, y sobre las aspiraciones cerebrales (sorbencias, las llamó el Subcanónico, y los otros dos rieron con cortesía) si se trataba de un noble, o reducciones con ácido o con esencias hirviendo si el paciente era de la plebe, y la posible aplicación al caso presente.

– Cuarenta y un hercios -dijo el Subcanónico-, atención. Intenta traicionarse a sí mismo, pero no sabe cómo.

Los ojos de Ígur eran sangre pura.

– Imágenes en pantalla -anunció el Asistente de control-, cuarenta y dos hercios, hemisferio derecho en reacción.

– Dioniso se rebela -dijo riendo el Subcanónico.

Con los ojos en blanco, Ígur se encontró de repente con el Augusto del portal de su residencia de Gorhgró delante.

– Tardas más de lo que me imaginaba, Fidai -dijo.

Ahora todo está claro. Ígur es el penúltimo participante de una Fonotontina Cubierta, la inscripción fue el ingreso en la Capilla, y la resolución es la Prisión.

– Mutación -dijo el Asistente-, cuarenta y tres hercios. El condenado localiza la culpa deducida de lo que no tiene que ocultar.

Los tres reyes de Kirka, abrazados, bailaban el can-cán con sus mejores risas.

– Cuarenta y cuatro -dijo en voz baja el Subcanónico-, ¿lo ves, amigo mío? -Se dirigió a Ígur con afecto-. La verdad es una alteridad que debe buscarse, y una vez las hayas encontrado, será la referencia dominante obligada.

Con el más terrible sobresalto, Ígur asistió desde el extremo del trapecio al cuádruple mortal de Fei.

– ¡Espléndido! -dijo el Asistente.

De repente, una serie de operaciones con signos en el techo. ¿O estaban en el suelo?:

De las decisiones del Hegémono no se sabe nada. La Reforma nadie sabe en qué consiste.

Da igual = No hay nada que hacer {1}

El pueblo lo sabe todo = El pueblo no sabe nada {2}

Los pobres cada vez serán más pobres =Los ricos cada vez serán más ricos {3}

[2] = [3] {4}

[4] = [1] {5}

[5] = [1]… etc,

– Tu propia vida -prosiguió el Subcanónico- se convertirá en alteridad, ya no te reconocerás en el tiempo: te disolverás. -Se volvió al Asistente-: ¿Parámetro?

– Salir del Laberinto -respondió.

– Finalmente sabremos qué pasó.

– ¡A mi lanza -gritó con la entonación ascendente ritual el Juez de Cruiaña-, la crisálida azul Sari Milana! ¡A mi escudo, la crisálida amarilla Goiri Ennehi!

– No importa -dijo el Asistente-, hemos pasado de largo y se pierde una dirección, pero el proceso es correcto y no hay residuos atrópicos.

Ultrapasadas las agudezas del pánico, los ojos de Ígur se volvieron hacia atrás hasta mostrar ya no el blanco, sino las impostaciones nerviosas y circulatorias.

– Fantástico -dijo el Subcanónico-, el vaciado es completo. Terapia de conservación -hizo una señal a los Asistentes-, bajadlo.

Trajeron una litera de ruedas y lo depositaron suavemente boca arriba. Lo desataron y le examinaron el fondo de ojo.

– Cero coma cero tres hercios -dijo el Asistente.

– Tratamiento de recuperación -ordenó el Subcanónico con inquietud-. Después de lo que nos ha costado, no quiero perderlo.

– Histéresis. Dos hercios.

– Muy bien, aguantadlo así.

Desde las profundidades de la disolución, el paciente abrió los ojos. Una mirada neblinosa, flor dilatada, acuática más que muerta, la pupila completamente sanpaku. A una señal del Subcanónico, se lo llevaron.

Sesenta y seis días más tarde, el Paciente yacía en una silla larga ante el Canónico Mayor, el Primer Subcanónico médico y los dos Asistentes. Las intubaciones y los sensores lo mantenían conectado al Cuantificador.

– Paciente Quinientos quince barra Once -dijo el Subcanónico-, Sabes cuáles son las tres incomplitudes del interno: No me acuerdo, no comprendo, no me reconozco. ¿Las tienes presentes?

– No -dijo el Paciente.

– Eso nos conduce a un conflicto inesperado -ironizó el Asistente de control-. De ahí se deduce que se acuerda, que comprende, que se reconoce.

El Canónico rió.

– Caballero Neblí, escuchad con atención -dijo, y el Paciente no hizo ningún gesto.

– ¿Lo veis? -dijo el Subcanónico-. Creo que podemos proseguir. Paciente, has sido objeto de una esmerada operación de dardanismo intelectual; entraste con una fuerte pasión egótica, y se ha transformado en pasión claudicadora, más tarde sencillamente aceptadora. Te has dado cuenta de que el camino del amor a tus médicos, del amor a nosotros como vía de pasión autoinculpadora era, como dice el Excelentísimo Anmnesor del Imperio, la única salida posible. ¡Qué lejana ahora de ti la cruz del exilio a la que aspiraba a hacer diana un pretendido éxtasis desegoador! ¡Qué lejana aquella máxima!: 'Lo que se resuelve, no queda resuelto; lo que no se resuelve, queda resuelto.' Empujado por una necesidad más fuerte que cualquier necesidad cuantificable en términos de conocimiento, por el reconocimiento de la naturaleza del Emperador, buscaste con empeño a alguien a quien traicionar, hasta que, agotadas todas las posibilidades, acabaste por volverte en contra tuya: ¿cómo es posible traicionarse a sí mismo? Y ahí topaste con el último vacío, porque cuando algo cambia en tu esencia profunda, y ello no ocurre más que por efecto del tiempo o bien por un hecho excepcionalmente pesado, se diluye en imposturas el sentido de las anteriores traiciones, algunas dejan de serlo, y aparecen otras nuevas, insospechadas. La libertad de elección de un color sobre el mapa de las realidades cuantificables del Imperio es privilegio de los que no pretenden a cada paso cuestionarlas y sacarlas de contexto, de aquellos que de la pretensión de ir más allá de las definiciones se conforman con hacer un ejercicio de la inteligencia, sin aspirar a convertirlo en un modelo moral de vida, en una palabra, de los que, como ahora nosotros, actúan en este terreno tal y como se espera de ellos, y no es necesario exigir sentimientos ni cambio absolutos, lo que, y no me corresponde emitir un juicio de valor, hemos tenido que hacer contigo. ¡Lástima que tengas el recuerdo diluido! -Sonrió con entusiasmo-, ¡No tendrías que dejar nunca de tener presente cómo has traicionado, con qué recta entrega se han invertido odio y amor en tu interior hasta volverse innecesarios, hasta desaparecer, cómo beneficio ha sido destrucción y destrucción beneficio, cómo anhelo de venganza se ha convertido en piedad paternal, cómo piedades de todo tipo han mutado en vómitos de desprecio!

– Tan sólo nos queda una cosa por saber -dijo el Canónico-. ¿Qué pasó al Final del Laberinto? ¿Por qué matasteis al Magisterpraedi Hydene?

– ¿Quién es el Magisterpraedi Hydene? -preguntó el Paciente con voz temblorosa.

– Podemos reforzar la mecánica de regeneración y después volver a empezar -sugirió el Subcanónico.

El Canónico levantó las cejas.

– No creo que resultase. Caballero -se dirigió al Paciente con una sonrisa-, nadie sale de aquí tal y como ha entrado, y vos no seréis una excepción. Probablemente no recordaréis el juicio, pero una comisión interapotropaica os ha prescrito tratamiento en esta misma habitación, por un periodo que os será comunicado más adelante, y una vez cumplido seréis devuelto a la vida del Imperio, en espera de la reintegración definitiva.

– Paciente Quinientos quince barra Once, ¿estáis de acuerdo? -preguntó el Subcanónico.

– Sí -respondió el preso.

– Muy bien. De momento hemos cumplido los objetivos.

Sesenta y seis meses más tarde, el Paciente recibe la visita del Canónico Mayor.

– Paciente Quinientos quince barra Once -le anuncia-, estoy aquí para resolver una cuestión de identidad fiscal.

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