– No te muevas -dijo Mongrius apretándole el brazo, pero el otro ni lo oyó.
Milana tenía una mano en el escote de Sadó, y miraba a Ígur riendo; Constanz estaba pendiente del público, la Conti y Boris habían desaparecido, Rist y Cotom estaban en primera fila, y Rufinus tomó la batuta del espectáculo.
– Vean señores, el canto del diálogo -señaló a las siamesas, que recién despojadas de capas negras, llevaban tan sólo máscaras en forma de alas egipcíacas, igual que el cabezal de la litera, una dorada y la otra verde esmeralda, y unidas por la pelvis, alternaban rítmicamente la postura erguida de una con la voltereta de la otra; más arriba, la contorsionista albina se desabrochaba los botones con los dientes y se desataba los nudos con la lengua, hasta que, desnuda por completo, exhibía una profusión de cánulas y múltiples conexiones entre sus orificios-, el fuego de Eligia y la oscuridad frondosa de Dulita, señores, Jónea y Dairi en la vida real -pero los ojos de Ígur permanecían clavados en el cuerpo inmóvil de Fei, y Mongrius apenas lo podía retener-, y más allá de Eligía y Dulita, el plano de la igualdad y la espada de la distinción, y la confusión que posibilita el placer de todo despiece, señores, ¡el triunfo de la razón! -Y dos operarios treparon a la segunda plataforma para conectar cánulas y agujas a los brazaletes quirúrgicos de las muñecas y los tobillos de la contorsionista, quien aguantándose con las manos y con la cabeza entre las piernas, aspiraba un puro por la vagina y expelía el humo por el ano, mientras las siamesas se contorsionaban mutuamente hasta formar una estudiada bola de carne de brazos y piernas, mucosas en primer término.
– Suéltame -dijo Ígur a Mongrius.
– No te muevas ni un milímetro -dijo el otro-. ¿No ves que todos están pendientes de ti?
– ¡La mangosta y la serpiente parecerían más iguales que Jónea y Dairi si pudieran traspasar las apariencias! -proclamaba el Comisario de Juegos, y los ojos de Ígur estaban clavados en el cuerpo yaciente en X de Fei, llena de drogas y de insomnio, en aquella carne iridiscente de palidez y de tensas transparencias mórbidas, casi sin sangre, cuajo nacarado de succiones subcutáneas, gelatina lila helada y brillante-. Vean señores cómo el odio no es más que presencia, y la separación no será nada más que el paso del tiempo -indiferente a las miradas del Duque, de Milana y de Rist y Cotom, Ígur continuaba pendiente de Fei, de aquellos pezones, ya del morado oscuro de la exanguación final, atravesados por una sola aguja transversal que la mantenía tirante y colgada, de los enormes enemas por la vagina y por el ano que rítmicamente extraían humores sanguinolentos y hasta algún sedimento de viscera que, aspirados, ascendían por los tubos de goma trasparente hasta la contorsionista, del anillo craneal con conexiones hipodérmicas ortopédicas de oído, de carótida, de nariz y boca, los ojos sustituidos por grandiosos mecanismos por los que transitaban monstruosas translucideces amarillentas, la cabeza hacia atrás, objeto de sobrecogedoras modificaciones, el cabello desaparecido tras el hierro y el desollamiento, la boca con todo el horror de la tensión del primer plano, dientes y encías adorados por la luz, confundidos piel y metal, prótesis y gangrena confundidas, confundida la respiración con los efectos de dispositivos de trastorno-. ¡Vean la furia individuadora del mecanismo perceptivo, vean cómo tan sólo el camino de la sangre lleva a la propiedad, y sin propiedad no hay individuo, véanlo, señores! -y Sadó se abrazaba a Milana, y con la risa de la pasión y la indiferencia, ajena al espectáculo le besaba el cuello mientras Ígur, varado en caprichos del pensamiento ('la cortesana se ha convertido en heroína cuando la dama ha resultado ser una cortesana'), se debatía por deducir el mecanismo de los sensores del potro quirúrgico en las pantallas hexagonales de cuarzo líquido en ojos de mosca, del estilete al extremo de una masa de tres toneladas que colgaba del techo justo sobre el sexo de Fei, que en ese momento se mostraba hipodérmicamente abierto en estrella, de la cuchilla semicircular que le apuntaba al cuello, los zumbidos y las intermitencias de los pilotos de luz roja, y cuando la contorsionista se introducía en boca, nariz, ano y vagina telescopios brillantes de tamaño increíble, y los humos y los sueros aspirados por uno, a chorro los proyectaba por los otros ('¡está llena de canales!', chilló alguien del público), el Comisario elevó el tono de voz-: Vean, señores, la ascensión de los humores, el prodigioso control de diafragmas y esfínteres, la sublime llegada de la sangre a las estrellas -y la contorsionista, con una potente aspiración abdominal, extrajo de los drenajes del potro de Fei humores mezclados hasra colmar los propios circuitos, y un mecanismo de válvulas la cerró herméticamente cuando toda ella, venas, estómago y pulmones, estaba llena al máximo-, vean el desenlace de Eligía y Dulita, la manifestación del acuerdo de la fuerza -y Jónea se sacó una daga minúscula de la máscara y le asestó tres puñaladas al corazón de Dairi, que se estremeció como una hoja; la sangre brotaba por la plataforma hasta el cuerpo de Fei, y el iluminador se centró en ella.
– Por piedad, no te muevas -dijo Mongrius, viendo que Ígur, de pie entre el público, iba a intervenir-; ¿no ves que esta vez no te lo perdonarán?
Uno de los Guardias subió al escenario con una espada larga y fina y, encaramado al potro quirúrgico, de un solo tajo separó a las siamesas, que cayeron una a cada lado de la plataforma.
– ¡Pasión de despedida! -dijo el Comisario con los brazos en evocación y la mirada hacia lo alto-, ¡benevolencia del adiós, piedad ejemplar del silencio! -Cerró ojos y puños y crispó la voz-: ¡Misericordiosa cúspide de la sangre'!
La contorsionista efectuó una extrema presión expelidora a la vez que el potro continuaba bombeando humores a su interior, ya pura congestión, ya pura roja brillantez de henchimiento, hasta que el cuerpo estalló y roció todo con los líquidos y los colores y olores que llevaba dentro, propios y ajenos, intestinos y visceras esparcidas entre un público sorbedor, y tan sólo una parte del esqueleto de huesos y conductos, en postura irreconocible, quedó de ella en la plataforma; el Guardia mantenía la espada en presentación sobre el pecho de Fei.
– ¡Deteneos! -gritó Ígur, y la Sala quedó pendiente de él-. No sé que esta dama haya dispuesto de la oportunidad que hasta en las horas difíciles el Imperio reconoce a los acusados.
El Duque Constanz tomó la palabra.
– Suponiendo que no haya sido así, entiendo que estáis dispuesto darle tal oportunidad.
Se oyó alguna risa remota; Madame Conti ocupó de nuevo una posición preeminente.
– ¡Está dispuesto! -dijo riendo alguien amparado en la oscuridad del público.
El aire se había impregnado de olores carniceros y perfumes feromonados.
– No lo hagas -suplicó Mongrius, pero Ígur ya no distinguía arrogancia y desesperación entre sus impulsos, ya el recuerdo del asalto al refugio Astreo le había enturbiado el último reducto de prudencia, y se mantuvo inmóvil, estacadas en el último extremo del odio las efusiones de frivolidad sublime y delirio de Sadó y Milana.
– De acuerdo -dijo Constanz, sin mirar cómo los porteadores operarios se llevaban los cuerpos aún sutilmente convulsos de Jónia y Dairi con indolencia echaban serrín sobre la sangre, y sobre el serrín, confeti y lentejuelas-, haremos un Juego de juicio.
– ¡La Ruleta de Atalanta! -rugía la turba aplaudiendo al unísono-, ¡a ras a sangre!
El Duque ordenó silencio con los brazos abiertos, y miró a Ígur.
– Diría que hay un deseo general de ver en acción al héroe enloquecido que enamora a adolescentes furiosas -Ígur sabía que entre el público había agitadores con consignas, y que a buen seguro la escena ya estaba preparada-, de manera que ya que no tenéis inconveniente, cederemos la palabra al señor Comisario de Juegos, quien explicará las condiciones del asalto.
Madame Conti no se perdía detalle, Boris y Rist brindaban rodeados de cortesanas selectivamente desnudas, los músicos retomaban la melodía sincopada, la Guardia doblaba la vigilancia, Rufmus se adelantó.
– Que la pasión que tan noblemente ha exhibido -dijo- sea el instrumento del paladín de la dama; os situaréis capicuado ante su cabeza -hubo un chillido general de excitación, y a un gesto del Comisario reinó un silencio absoluto, segado tan sólo por la refrigeración y los circunloquios mecánicos del potro quirúrgico-; se os concederán tres minutos para conseguir la erección, y tal y como prescriben las normas, el sensor en la garganta de la condenada determinará el momento exacto -señaló una pantalla-; aquí mediréis vuestras fuerzas, porque es donde aparecerá la Ruleta de Atalanta, en forma de círculo dividido en ocho porciones, con una señal luminosa que las recorrerá a velocidad constante; la duración del paso por cada sector será de dos segundos exactos, y le salvaréis la vida a la condenada si la irrumación se produce cuando la señal cruce el sector número 1, marcado en verde -las últimas salpicaduras de bilis goteaban todavía por las plataformas y los aparatos hasta la palestra-; si se produce en cualquiera de los otros siete, ¡la cuchilla la decapitará inmediatamente!
– ¡Afina, Ígur, que ahora eres tú el Guardián! -gritaron desde el público.
– ¡Eso, guarda bien la puerta! -gritó otro.
– Cuidado -prosiguió Rufínus-, a fin, no de aumentar vuestro interés por la ceremonia, porque imaginar tal cosa del Invencible sería una ofensa que cualquiera sabe hasta qué punto está alejada de nuestras intenciones, sino de darle, ¿como diríamos?, una dimensión más personal, el corte se efectuará a ras del mentón y con una inclinación tal que también segará vuestro miembro -el chillido colectivo renació, y el Comisario, desbordado, tuvo que esperar a que amainase-, y no os hagáis la ilusión de retroceder en el último instante, porque el potro ortopédico, ligado a vuestro cuerpo y conectado con un sensor de impulsos nerviosos, lo impedirá impulsándoos hacia adelante la pelvis en el momento adecuado.
El horror putrefacto era una fetidez negra tan real que Ígur no quería identificarla.
– ¡No le ha gustado! -gritó alguien.
– ¡Que se ponga el Anillo de Meleagro! -reclamó algún otro, perdido entre los asistentes.
– ¡Que salga la cola del pavo real! -gritó un tercero.
– ¿El Caballero se considera en un callejón sin salida morfológico? -dijo Rufínus.
– No hay problema -dijo Constanz, y recitó-: «Tiene en la mano el instrumento que no utilizará…»