Ígur no podía dejar de admirar la firmeza de la mujer indefensa ante un invasor que podía volverse peligroso; encontró que el miedo y la indignación le otorgaban una extraña dignidad, la volvían más bella que nunca.
– Necesito saber unas cuantas cosas.
– No tengo nada que decirte -continuó, y poco a poco Ígur iba sufriendo un intenso odio hacia sí mismo, sintiéndose capaz de caer a sus pies implorando perdón y de ponerse a hacer el amor con ella de inmediato-, y puedes estar seguro de que por cada minuto que pasa mi consideración por ti cae más bajo.
– Dime solamente una cosa: qué tienes contra Fei, y cuál es tu relación con lo que está pasando.
– ¿Qué relación quieres que tenga? Te debes haber vuelto loco. ¿Por qué no te vas a dormir? -dijo Sadó en el mismo tono; las sábanas jugaban con su desnudez, y ella las estiraba hacia arriba con escasa convicción.
Ígur estaba atrapado en un círculo vicioso: el resentimiento le empujaba a insultarla, a herirla de todas la maneras posibles, pero sabía que cuanto más la hiriera, más la alejaría y, ciertamente, eso era lo último que quería, porque el animal que llevaba dentro la deseaba a su lado a todas horas; ¡y ay!, para eso se requería una labor de mansedumbre, de amor y condescendencia que él no podía dedicarle.
– ¿Por qué estás contra Fei? -dijo.
– ¿De dónde has sacado que estoy contra Fei?
Ígur veía que la conversación le llevaba a un odio sin retorno, y se precipitó con un resquemor desesperado.
– Su desaparición te favorece.
– ¡No me hagas reír! -dijo Sadó, palideciendo-. ¿Cómo me puede favorecer la desaparición de alguien a quien he superado en todo?
Ígur notó que había puesto el dedo en la llaga, y todo estaba perdido para siempre.
– Es posible, menos en una cosa: ella es la Reina de los Dos Corazones, y tú nunca llegarás a serlo.
Sadó se rió con la magnífica ferocidad del despecho sin control.
– ¡Me crees incapaz de obtener el corazón de un amante!
Ígur se hundía en el delirio criminal de que querer vencer a Sadó, o aún más, querer ser ella, era quererla.
– Al contrario, te creo capaz de comértelos todos de un bocado; es el tuyo el que no veo por ninguna parte.
Se aguantaron la mirada, e Ígur se sintió finalmente tranquilo en el centro de la desesperanza, en el fondo definitivo de la derrota, y a la vez extrañamente invencible; estuvieron así unos instantes que se les hicieron inacabables a los dos, como si quisieran asegurarse de que nada más iba a modificar el asentamiento decisivo del odio, y, sin prisas, Ígur salió.
Al atardecer, tras un día de cavilaciones en compañía de Isabel, Ígur se mantuvo a la expectativa del inicio de movimientos en el Salón central del Palacio. Hasta las ocho de la tarde la Guardia no permitió la entrada, y entonces Madame ocupó su lugar prominente habitual, especialmente interesada en que, fueran cuales fueran los acontecimientos que los asaltantes hubiesen previsto, el honor y las costumbres del Palacio se le escaparan de control en la menor proporción posible. Cuando Ígur se sumó a ella, entre el público que ya llenaba la sala en casi dos terceras partes se empezaba a distinguir caras conocidas, y el catafalco continuaba intacto y custodiado por Guardias armados.
En la mesa de la presidencia estaba el Barón Uranisor, el Comisario de Juegos Rufinus, Neder Rist y Deiri Cotom, y allí se encaminó Ígur decidido a descubrir qué se preparaba; pero su llegada coincidió con Sadó, engalanada con un vestido rojo y plateado especialmente audaz y espectacular, y fue ella quien centró la conversación.
– Siempre me ha fascinado con qué fulgor meteórico florecen las mujeres -decía Rist mirando a Sadó con un calibramiento visual de sus encantos tan descarado que Ígur no pudo evitar pensar que Fei nunca se habría quedado sin respuesta, o tal vez es que con Fei ya no se les habría ocurrido; y Sadó sonreía encantada.
– Las mujeres ya nacen aventajadas -dijo Boris- y, después, progresan de un hombre al otro; es en un momento indetectable del intervalo cuando se produce el cambio, gestado en las carencias y las exigencias burladas de la última etapa del enamoramiento anterior; todo lo que no había podido ser, todo lo que les había sido reprochado, tal vez incluso por ellas mismas, estalla, medio exorcismo medio iconoclastia, medio escarnio y medio adoración, en la mudada personalidad que acoge la nueva pasión. Es eso lo que hace -miró a Ígur como de paso- que cuando vuelves a verlas te parezcan cargadas de una energía renovadora y feroz, y te encuentres con que sin conflicto, y quizá hasta por iniciativa propia, conceden a otro lo que a ti tan reiteradamente te habían negado.
Ígur miró a Sadó, y ella no dejó de sonreír, como si la escena de la noche anterior nunca se hubiera producido.
– ¿Y los hombres, cómo progresan? -preguntó Neder Rist.
– Los hombres no progresan, sobreviven -dijo Boris, y Mongrius se sumó al grupo; cuando vio a Ígur tuvo un gesto de sorpresa, y con una señal lo llamó aparte.
– ¿Qué haces aquí? -dijo, procurando que nadie los oyera; en pocas palabras Ígur le explicó la situación, y Mongrius no lo dejó acabar-: Has caído en una trampa -miró atrás-; la Conti seguro que actúa de buena fe, pero la han utilizado para atraerte, y tampoco debía poder escoger; lo que me extraña es que no te hayas dado cuenta.
Ígur se encogió de hombros.
– Pero Fei…
– Olvídate de Fei, contigo o sin ti está perdida. -Echó una ojeada general a la Sala, que ya estaba llena a rebosar-. Tendrías que salir de aquí, pero no veo cómo.
– Si es como dices, tendría que matar a muchos para salir -dijo Ígur-. ¿Y todo eso se sabe en la Equemitía?
– ¿Cómo te crees que lo sé? -se sorprendió Mongrius-. Desde que no le has completado el Informe, Bruijma ha notificado a todas las partes interesadas que se desentiende de ti -bajó aún más la voz-, y parece ser que ahora investigan cierta conexión entre La Muta y un sector de los Astreos; hasta ahora tus errores habían pasado por alto, pero todo se hará confluir para convertirte en chivo expiatorio, ejemplo para temerarios, individualistas y aventureros… ¡El vencedor del Laberinto, corrompido sin paliativos!
– Comprendo que después del asunto del refugio me relacionen con los Astreos, pero con La Muta…
– Parece ser que Debrel te envió al cuartel general de La Muta en Bracaberbría…
– Si no hubo ninguna acción política…
– Por tu parte quizá no, pero ¿y Silamo?
Ígur se quedó desconcertado.
– ¿A Silamo lo han cogido?
Mongrius lo miró con lástima.
– Silamo está mejor situado que nunca, y te ha colgado a ti el contacto con La Muta.
Ígur se sintió en parte aliviado; será la venganza por haberle querido estafar su parte de los Protocolos de Entrada del Laberinto, pensó.
Por la puerta principal y, abriéndose paso entre el abarrotamiento, entró, precedido de un nuevo pelotón de la Guardia Imperial, un cortejo cuya posición principal ocupaba el Duque Constanz flanqueado por Sari Milana, que buscaba con la mirada entre los asistentes hasta que descubrió a Ígur y se complació con una sonrisa de provocación y deleite. La comitiva fue hasta la mesa principal, y se sentaron en el centro, en asientos dominantes; no había megafonía ni orquesta, y la naturaleza del espectáculo, por lo menos el estilo, era una incógnita. Ígur se mantenía en segundo término, a unos diez metros de la presidencia, y cuando Madame Conti se acercó a ellos, Boris la detuvo y mantuvieron una larga discusión en voz baja, de la que la expresión forzadamente distendida no podía ocultar la violencia del contenido. Entre tanto, el Duque Constanz se puso en pie y se dirigió al público, que se replegó en un silencio aceptable para escucharlo.
– Damas y Caballeros -dijo-, nobles, dignatarios, funcionarios y rentistas: es de todos conocida, y por todos querida, la naturaleza primordialmente lúdica de lo que nos complacemos en llamar los Palacios Privados de Expansión, entre los cuales por méritos propios figura en lugar destacado éste que tan brillantemente regenta nuestra insustituible amiga Isabel Conti -él y la Anfitriona intercambiaron una breve inclinación de cabeza-, y es por eso que hoy debemos felicitarnos por la inclusión en su calendario de un acto que por importancia y por significado trasciende ampliamente las dimensiones habituales de sus actividades; se trata de una conjunción en que pasión y azar tienen que jugar a partes iguales contra, o a favor, de voluntad y justicia, se trata, en definitiva, de la última esencia del Juego -en ese momento Ígur vio cómo Sadó se acercaba a Milana, e iniciaban un intercambio de gestos y palabras al oído que él encontró insoportablemente turbio-, de la esencia última de la dimensión trasponedora del espectáculo, no estrictamente de la catarsis, porque esperamos que la dimensión moral supere los límites formales de la convención escénica, y las intenciones de la mente receptiva incluyan la acción -se abrieron las puertas y entró una segunda comitiva formada por cuatro músicos, dos siringas, un octavín y un tamborilero y, sobre una litera de brazos dorados con esmaltes incrustados, con cuatro portores enmascarados, unas siamesas pelirrojas no mayores de doce años, y encaramada entre las dos, una tercera actriz, de la misma edad, de raza negra, y albina-, y con la acción, como querían los antiguos, ¡el último avatar de la justicia! -cuando la comitiva llegó al catafalco, los portores dejaron en el suelo la litera y metódicamente retiraron el raso negro que lo cubría-, ¡la última dimensión moral que con la abolición de contrarios y la separación de conjurados abrirá a la verdad los corazones que, pudiendo saber cuánto vale, no precisan preguntarse el porqué!
– ¡Y menos aún si pueden pagarlo! -contestó alguien del público.
– ¡Ciertamente! -Y bajo la tela se descubría lentamente el mecanismo de un gran potro quirúrgico en cuyo interior se apreciaba un cuerpo echado-, y ésta es su expresión final -Constanz lo señaló con energía-, ¡la última batalla de la Reina de los Dos Corazones!
Ígur dio un salto hacia adelante, la multitud soltó un chillido; el potro quirúrgico era un aparato de sección envolvente aproximadamente cuadrada, de unos dos metros de arista, y poco menos de cuatro y medio de largo, y en el centro, entre un bosque de mangueras y tubos de materiales y medidas diversas, luces verdes intermitentes, focos, ruedas, cadenas de transmisión y brazos mecánicos acabados en pinzas y jeringuillas, Fei yacía en el centro boca arriba con los brazos y las piernas estiradas, atada y pinzada, entubada y clavada; los portores, convertidos en operarios, manipulaban el aparato, y las siamesas, subidas a una pequeña plataforma encima del potro, justo sobre Fei, bailaban al sonido áspero y sincopado de la flautería; en una segunda plataforma más elevada, la negra albina iniciaba un número de contorsión. Ígur dio un paso.