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En general, estaba enamorado del espacio, y del mar en particular. Quería que Rusia poseyera una marina de guerra, y con sus propias manos ese «zar carpintero», como le llamaban sus contemporáneos, construyó su primera embarcación (que hoy se exhibe en el Museo de la Marina), empleando los conocimientos que había adquirido mientras trabajaba en los astilleros holandeses y británicos. Por consiguiente, su visión de esta ciudad era bastante particular. El quería que fuese un puerto para la marina rusa, una fortaleza contra los suecos, que durante siglos habían asediado esas costas, y el baluarte septentrional de su nación. Al propio tiempo, pensaba en que esta ciudad llegara a convertirse en el centro espiritual de la nueva Rusia: el centro de la razón, de las ciencias, de la educación y de los conocimientos. Para él, éstos eran los elementos de la visión y los objetivos conscientes, no los productos secundarios del impulso militar de las épocas subsiguientes.

Cuando un visionario es al mismo tiempo emperador, actúa de una manera implacable. Los métodos a los que recurrió Pedro I, para llevar a cabo su proyecto, podrían definirse, en el mejor de los casos, como un reclutamiento obligatorio. Aplicó impuestos a todo y a todos con tal de obligar a sus súbditos a luchar con la tierra. Durante el reinado de Pedro, un súbdito de la corona rusa tenía una opción más que limitada entre incorporarse al ejército o ser enviado a construir San Petersburgo, y es difícil decir cuál de las dos alternativas era peor. Decenas de millares de hombres encontraron un final anónimo en las marismas del delta del Neva, cuyas islas gozaban de una reputación similar a la de un gulag actual. Con la excepción de que, en el siglo XVIII, uno sabía lo que estaba construyendo y tenía además la posibilidad de recibir al final los últimos sacramentos y tener una cruz de madera sobre su tumba.

Quizá Pedro no tuviera otra manera de asegurar la ejecución de su proyecto. Con la excepción de las guerras, hasta su reinado Rusia apenas había conocido la centralización y nunca había actuado como una entidad todopoderosa. La coerción universal ejercida por el futuro Jinete de Bronce para completar su proyecto unió a la nación por primera vez y originó el totalitarismo ruso, cuyos frutos no saben mejor de lo que sabían sus semillas. La masa había invitado a una solución masiva, y ni por su educación ni por la propia historia de Rusia estaba Pedro preparado para otra cosa. Trataba al pueblo exactamente como trataba a la tierra donde se alzaría su futura capital. Carpintero y navegante, este gobernante reglamentador utilizó un solo instrumento para diseñar su ciudad: una regla. El espacio que se extendía ante él era totalmente plano, horizontal, y no le faltaban razones para tratarlo como un mapa, donde una línea recta basta. Si algo se curva en esta ciudad, ello no se debe a una planificación específica, sino a que él era un dibujante torpe cuyo dedo se escapaba a veces del borde de la regla, y el lápiz seguía este desliz. Y lo mismo hacían sus aterrorizados subordinados.

En realidad, la ciudad descansa sobre los huesos de sus constructores, tanto como sobre los pilares de madera que éstos clavaron en el suelo. Lo mismo ocurre, hasta cierto punto, en gran parte del Viejo Mundo, pero la historia sabe poner a buen recaudo los recuerdos desagradables. Ocurre que San Petersburgo es demasiado joven para albergar mitologías, y cada vez que se produce un desastre natural o premeditado, cabe detectar entre la multitud una cara pálida, algo demacrada, carente de edad y con unos ojos hundidos, blancos y de mirada fija, y oír en un murmullo: «¡Os digo que este lugar está maldito!». Uno se estremece, pero momentos después, al tratar de echar otra ojeada al que ha hablado, el rostro ha desaparecido. En vano los ojos recorren el lento curso de las multitudes y el tráfico que fluye trabajosamente a su lado, pues nada se ve, excepto los indiferentes transeúntes y, a través del velo oblicuo de la lluvia, los rasgos magníficos de los grandes edificios imperiales. La geometría de las perspectivas arquitectónicas de esta ciudad es perfecta para perder las cosas definitivamente.

Pero, en conjunto, el sentimiento de una naturaleza que regrese un día para reclamar su propiedad usurpada, cedida una vez ante el asalto humano, tiene aquí su lógica. Procede del largo historial de inundaciones que han asolado esta ciudad, de la proximidad física, palpable, de la ciudad respecto al mar. Aunque el trastorno nunca llegue más allá de un Neva que se desprende de su granítica camisa de fuerza, la mera visión de aquellos enormes y plomizos nubarrones que, procedentes del Báltico, se abalanzan sobre la ciudad, hace que sus habitantes tiemblen con unas ansiedades que, por otra parte, siempre están presentes. A veces, sobre todo a fines del otoño, este clima, con sus vientos húmedos, sus lluvias a cántaros y el Neva que desborda su cauce, dura semanas. Aunque nada cambie, el mero factor tiempo obliga a pensar que la situación está empeorando. En tales días, uno recuerda que no hay diques alrededor de la ciudad y que uno se encuentra literalmente rodeado por esa quinta columna de canales y tributarios; que uno vive prácticamente en una isla, una de las 101 existentes; que uno vio en aquella película -¿o fue en un sueño?- aquella ola gigantesca que…, un largo etcétera, y entonces uno pone la radio para oír la siguiente previsión meteorológica. Y ésta suele ser positiva y optimista.

Pero el motivo principal de este sentimiento es el propio mar. Curiosamente, pese a todo el poderío naval amasado hoy por Rusia, la idea del mar todavía le resulta más bien extraña a la población en general. Tanto el folklore como la propaganda oficial tratan este tema de un modo romántico, vago aunque positivo. Para la persona corriente, el mar se asocia sobre todo con el Mar Negro, las vacaciones, el sur, centros turísticos, y tal vez palmeras. Los epítetos más frecuentes que se encuentran en canciones y poemas son «amplio», «azul» y «bello». A veces se oye un «alborotado», pero esto no afecta al resto del contexto. Las nociones de libertad, de espacio abierto, de largarse de aquí, son instintivamente suprimidas y por consiguiente afloran en las formas inversas de miedo al agua y miedo a ahogarse. En este aspecto por sí solo, la ciudad situada en el delta del Neva es un reto para la psique nacional y con justicia lleva el nombre de «extranjera en su patria», que le adjudicó Nikolai Gogol. Si no un extranjero, sí por lo menos un marino. En cierto modo, Pedro I consiguió su objetivo, pues esta ciudad se convirtió en un puerto, y no sólo en el aspecto literal, sino también metafísicamente. No hay ningún otro lugar en Rusia donde los pensamientos se alejen tan libremente de la realidad, y con la aparición de San Petersburgo se inició la existencia de la literatura rusa.

Por cierto que pueda ser que Pedro planeara tener una nueva Amsterdam, el resultado tiene tan poco en común con esta ciudad holandesa como pueda tenerlo su ex homónima a orillas del Hudson. Pero lo que, en la última, escaló las alturas, en la primera se extendió horizontalmente, aunque el programa fuera el mismo. Y es que, por sí sola, la anchura del río exigía una escala arquitectónica diferente.

En las épocas posteriores a la de Pedro se empezaron a construir, no edificios separados, sino conjuntos arquitectónicos completos o, para ser más precisos, paisajes arquitectónicos. Intacta hasta entonces en lo referente a estilos de arquitectura europeos, Rusia abrió las compuertas y el barroco y el clasicismo irrumpieron e inundaron las calles y los terraplenes de San Petersburgo. Se alzaron, parecidos a tubos de órgano, bosques de altas columnas que flanquearon ad infinitum las fachadas de los palacios en un triunfo euclidiano de kilómetros de longitud. Durante la segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX, esta ciudad se convirtió en un auténtico safari para los mejores arquitectos, escultores y decoradores italianos y franceses. Al adquirir su aspecto imperial, la ciudad se mostró escrupulosa hasta en el último detalle, y el revestimiento de granito de ríos y canales, y las elaboradas características de cada voluta en sus verjas de hierro forjado, hablan por sí mismos. Lo mismo cabe decir acerca de la decoración de los aposentos interiores en los palacios y las residencias campestres de la familia del zar y de la nobleza, una decoración cuya variedad y exquisitez lindan en la obscenidad. Y no obstante, tomaran lo que tomasen los arquitectos como patrón en su trabajo -Versalles, Fontainebleau, etcétera-, el resultado siempre era inconfundiblemente ruso, porque lo que dictaba al constructor lo que poner en otra ala, y con qué estilo debía hacerse, era más la superabundancia de espacio que la voluntad caprichosa de su cliente, a menudo ignorante pero inmensamente rico. Cuando se contempla el panorama del Neva abriéndose desde el bastión Trubetzkoy en la fortaleza de Pedro y Pablo, la Gran Cascada junto al golfo de Finlandia, se tiene la extraña sensación de que no es Rusia tratando de ponerse a la altura de la civilización europea lo que allí hace acto de presencia, sino una proyección ampliada de ésta a través de una linterna mágica y sobre una enorme pantalla de espacio y aguas.

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