En último análisis, el rápido crecimiento de la ciudad y de su esplendor debería ser atribuido en primer lugar a la presencia ubicua del agua. Los veinte kilómetros del Neva ramificándose en pleno centro de la ciudad, con sus veinticinco canales serpenteantes, grandes y pequeños, proporcionan a esta ciudad tal cantidad de espejos que el narcisismo resulta inevitable. Reflejada a cada segundo por miles de palmos cuadrados de amalgama de plata líquida, es como si la ciudad fuese filmada constantemente por su río, que descarga su caudal en el golfo de Finlandia, el cual, en un día soleado, parece un depósito de estas imágenes cegadoras. No es extraño que a veces esta ciudad dé la impresión de ser egoísta, preocupada tan sólo por su propio aspecto. Es verdad que en tales lugares se presta más atención a las fachadas que a las caras, pero la piedra es incapaz de procrear. La inagotable y enloquecedora multiplicación de todas estas pilastras, columnatas y pórticos sugiere la naturaleza de este narcisismo urbano, sugiere la posibilidad de que, al menos en el mundo inanimado, el agua puede ser considerada como una forma condensada del tiempo.
Pero tal vez más que en sus canales y ríos, esta extremadamente «premeditada ciudad», como la calificó Dostoievski, se ha visto reflejada en la literatura de Rusia, pues el agua sólo puede hablar de superficies, y además superficies expuestas. La descripción del interior, tanto real como mental, de la ciudad, de su impacto en las gentes y en su mundo interno, se convirtió en el tema principal de la literatura rusa casi desde el día de la fundación de esta urbe. Técnicamente hablando, la literatura rusa nació en ella, a orillas del Neva. Si, como suele decirse, todos los escritores rusos «salieron de El capote de Gogol», vale la pena recordar que este capote fue arrebatado de los hombros de aquel pobre funcionario nada menos que en San Petersburgo, muy al principio del siglo XIX. El tono, sin embargo, fue fijado por El jinete de bronce de Pushkin, cuyo protagonista, un escribiente de cualquier departamento, después de perder a su amada en una inundación, acusa a la estatua ecuestre del emperador de negligencia (no hay diques) y enloquece cuando ve al enfurecido Pedro, jinete en su caballo, saltar del pedestal y lanzarse en su persecución para aplastarlo bajo sus cascos, por insolente. (Esto podría ser, desde luego, un simple cuento sobre la rebelión de un hombrecillo contra el poder arbitrario, o acerca de la manía persecutoria, subconsciente contra superego, y así sucesivamente, de no ser por la magnificencia de los versos, los mejores nunca escritos en alabanza de esta ciudad, con la excepción de los de Osip Mandelstam, que fue literalmente estigmatizado en el territorio del imperio un siglo después de que Pushkin muriera en un duelo.)
Sea como fuere, a principios del siglo XIX San Petersburgo era ya la capital de las letras rusas, hecho que bien poco tenía que ver con la presencia allí de la corte. Al fin y al cabo, la corte se alojó en Moscú durante siglos y, a pesar de ello, casi nada salió de allí. El motivo de esta súbita explosión de poder creativo fue, también, y sobre todo, geográfico. En el contexto de la vida rusa en aquellos tiempos, la aparición de San Petersburgo fue similar al descubrimiento del Nuevo Mundo, pues ofreció a los pensadores de la época una oportunidad para mirarse a sí mismos y a la nación como si lo hicieran desde el exterior. En otras palabras, esta ciudad les brindó la posibilidad de objetivar el país. La noción de que la crítica es más válida cuando es efectuada desde fuera todavía hoy goza de considerable popularidad. Entonces, realzada por el carácter utópico alternativo -al menos visualmente- de la ciudad, instiló en aquellos que eran los primeros en tomar la pluma el sentimiento de la casi incuestionable autoridad de sus manifestaciones. Si es cierto que cada escritor debe distanciarse de su experiencia para ser capaz de comentarla, entonces la ciudad, al prestar este servicio alienante, les ahorró el viaje.
Procedentes de la nobleza, de familias terratenientes o del clero, todos estos escritores pertenecían, utilizando una estratificación económica, a la clase media, la clase que es casi la única responsable de la existencia de literatura en cualquier parte. Con dos o tres excepciones, todos ellos vivían de la pluma, es decir, con la suficiente estrechez para comprender, sin exégesis ni perplejidad, el malestar de los peor dotados, así como el esplendor de los que ocupaban la cima. Estos últimos no atraían su atención de una manera tan importante, aunque sólo fuera porque las posibilidades de ascender eran mucho más reducidas. Por consiguiente, disponemos de un retrato muy completo, casi estereoscópico, del San Petersburgo interior, real, ya que es el pobre el que constituye la parte principal de la realidad; el hombrecillo es casi universal. Además, cuanto más perfecto su entorno inmediato, más discordante e incongruente resulta él. Nada tiene de extraño que todos ellos -los oficiales retirados, las viudas empobrecidas, los funcionarios esquilmados, los periodistas hambrientos, los oficinistas humillados, los estudiantes tuberculosos y tantos otros-, vistos ante el impecable y utópico telón de fondo de los pórticos clasicistas, excitaran la imaginación de los escritores e inundaran los primerísimos capítulos de la prosa rusa.
Tal era la frecuencia con la que estos personajes aparecían sobre el papel y tal era el número de personas que los situaban allí, tal era su dominio sobre su material y tal era el propio material -palabras-, que al poco tiempo algo extraño empezó a ocurrir en la ciudad. El proceso de reconocer estas reflexiones incurablemente semánticas, llenas de juicios morales, convirtióse en un proceso de identificación con ellas. Tal como a menudo le ocurre a un hombre frente al espejo, la ciudad empezó a caer en la dependencia respecto a la imagen tridimensional proporcionada por la literatura. No se trataba de que los ajustes que ésta introducía no fueran suficientes -que no lo eran- sino de que, con la inseguridad innata de todo narcisista, la ciudad comenzaba a mirar con una intensidad cada vez mayor a ese espejo que los escritores rusos transportaban -parafraseando a Stendhal- a través de las calles, patios interiores y míseros apartamentos de su población. En ocasiones, lo reflejado trataba incluso de corregir o simplemente romper el reflejo, lo cual era tanto más fácil de realizar cuanto que casi todos los autores residían en la ciudad. A mediados del siglo XIX, estas dos cosas se fusionaron, pues la literatura rusa captaba la realidad hasta el punto de que hoy, cuando uno piensa en San Petersburgo, no le es posible distinguir la ficción de la realidad, lo que no deja de ser bastante raro para un lugar que sólo cuenta doscientos setenta y seis años de antigüedad. El guía enseñará hoy el edificio de la Tercera Sección de la policía, donde Dostoievski fue juzgado, así como la casa donde su personaje Raskolnikov mató con un hacha a aquella vieja usurera.
El papel de la literatura del siglo XIX en la configuración de la imagen de la ciudad fue tanto más crucial porque éste fue el siglo en que los palacios y embajadas de San Petersburgo pasaron a convertirse en el centro burocrático, político, financiero, militar y finalmente industrial de Rusia. La arquitectura empezó a perder su perfecto -hasta el punto de ser absurdo- carácter abstracto y empeoró con cada nuevo edificio. Esto fue dictado tanto por el viraje hacia el funcionalismo (que no es sino un nombre noble para la consecución de beneficios) como por la degradación estética general. Con la excepción de Catalina la Grande, los sucesores de Pedro poca visión tuvieron y, por otra parte, no compartieron la de éste. Cada uno de ellos trató de promulgar su versión de Europa, y lo hizo a conciencia, pero en el siglo XIX Europa no merecía ser imitada. De un reinado a otro, el declive era cada vez más evidente y la única cosa que salvaba la faz a las nuevas aventuras era la necesidad de ajustarlas a las de los grandes predecesores. Hoy, desde luego, incluso el estilo cuartelero de la época de Nicolás I podría penetrar en un acogedor corazón de esteta, puesto que refleja acertadamente el espíritu del tiempo, pero en resumidas cuentas esta ejecución rusa del ideal militar prusiano de sociedad, junto con los engorrosos edificios de apartamentos estrujados entre los conjuntos clásicos, produce más bien un efecto desalentador. Vinieron después los pasteles nupciales y las carrozas funerarias victorianas, y en el último cuarto de siglo esa ciudad que había comenzado como un salto desde la historia hacia el futuro empezó a adquirir, en algunas partes, el aspecto de un burgués corriente de la Europa septentrional.