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Durante aquellas semanas en Austria, él se ocupó de mis asuntos con la diligencia de la mejor gallina clueca. Para empezar, de manera inexplicable comenzaron a llegarme telegramas y correspondencia con la indicación «c/o W. H. Auden». Después escribió a la Academia de Poetas Americanos para solicitar que me prestara algún apoyo financiero. Así fue como obtuve mi primer dinero americano -1.000 dólares, para ser exactos-, y me duró hasta mi primer día de paga en la Universidad de Michigan. Me recomendó a su agente, me dio instrucciones acerca de a quién debía conocer y a quién evitar, me presentó amigos, me protegió de los periodistas, y explicó con tristeza que había abandonado su apartamento en St. Mark's Place… como si yo planeara instalarme en Nueva York. «Hubiera sido conveniente para usted. Aunque sólo fuera porque hay una iglesia armenia cerca de él, y la misa es mejor cuando no se entienden las palabras. ¿Usted no habla armenio, verdad?» No lo hablaba.

Después llegó de Londres -c/o W. H. Auden- una invitación para que yo participara en el Congreso «Poetry International», en el Queen Elizabeth Hall, y reservamos el mismo vuelo en la British European Airways. En este momento, surgió la oportunidad para que yo le devolviera en especie parte de mi deuda con él. Ocurrió que durante mi estancia en Viena me había tratado como amigo la familia Rasumovski (descendientes del conde Rasumovski al que están dedicados los Cuartetos de Beethoven). Olga Rasumovski, miembro de esta familia, trabajaba entonces en las líneas aéreas austríacas y, al enterarse de que W. H. Auden y yo efectuábamos el mismo vuelo hacia Londres, telefoneó a la BEA y sugirió que obsequiaran a estos dos pasajeros con el tratamiento propio de la realeza. Y así, efectivamente, fuimos tratados. Auden quedó muy complacido y yo me sentí orgulloso.

En varias ocasiones, durante este tiempo, me pidió que le llamara por su nombre de pila. Naturalmente, yo me resistí a ello, y no sólo por mi opinión sobre él como poeta, sino también a causa de la diferencia de nuestras edades, pues los rusos son terriblemente minuciosos con estas cosas. Finalmente, en Londres me dijo: «No nos entenderemos. O tú me llamas Wystan, o yo tendré que dirigirme a ti como señor Brodsky». Esta perspectiva me pareció tan grotesca que cedí. «Sí, Wystan -dije-. Lo que tú digas, Wystan.» Después, fuimos a la lectura. Se apoyó en el atril y, durante una buena media hora, llenó la sala con los versos que se sabía de memoria. Si alguna vez he deseado que el tiempo se detuviera fue entonces, en aquella sala grande y oscura de la orilla sur del Támesis. Por desgracia, no lo hizo. Aunque un año más tarde, tres meses antes de que él muriese en un hotel austriaco, volvimos a leer juntos otra vez. En la misma sala.

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Para entonces, Auden tenía casi sesenta y seis años. «Tuve que trasladarme a Oxford. Mi salud es buena, pero he de tener a alguien que me cuide.» Por lo que pude ver, al visitarle allí en enero de 1973, sólo le cuidaban las cuatro paredes del cottage del siglo XVI que le había cedido el colegio, y la sirvienta. En el comedor, los alumnos de la facultad le apartaban a empellones del bufete. Supuse que se trataba tan sólo de modales escolares ingleses, cosa propia de chicos. Sin embargo, al mirarlos no pude dejar de recordar una más de aquellas cegadoras aproximaciones de Wystan: la «trivialidad de la arena».

Esta estupidez era, simplemente, una variación sobre el tema de la sociedad que no tiene obligación alguna respecto a un poeta, en especial un poeta viejo. Es decir, la sociedad escucharía a un político de edad comparable, o incluso más viejo, pero no a un poeta. Hay toda una variedad de motivos para ello, que van desde los antropológicos hasta los sicofánticos, pero la conclusión es evidente e inevitable: la sociedad no tiene derecho a quejarse si un político la perjudica, pues, como Auden dijo en su Rimbaud:

But in that child the rhetoncian's lie

Burst like a pipe: the cold bad made a poet.

«Pero en ese muchacho la mentira del retórico / reventó como una cañería: el frío había creado un poeta.»

Y si la mentira explota así en ese «muchacho», ¿qué le ocurre en el anciano que siente el frío con mayor intensidad? Por presuntuoso que ello pueda parecer al proceder de un extranjero, el trágico logro de Auden como poeta fue, precisamente, el haber deshidratado su verso de toda clase de engaño, tanto si era el de un retórico como el de un bardo. Este tipo de cosa le aliena a uno, no sólo de los miembros de la facultad, sino también de sus propios compañeros en su actividad, ya que en cada uno de nosotros existe aquel jovenzuelo con granos en la cara y sediento de la incoherencia de la elevación.

Al tornarse crítica, esta apoteosis de los granos contemplaría la ausencia de elevación como flojedad, pereza, charlatanería, declive. No se les ocurriría a los de esta especie que un poeta ya envejecido tiene derecho a escribir peor -si es que efectivamente lo hace- y que nada hay tan desagradable como una vejez indecorosa que «descubra el amor» y los trasplantes de glándulas de mono. Entre el bullicioso y el prudente, el público siempre elegirá al primero (y no porque tal elección refleje su estructura demográfica o por el hábito «romántico» de los poetas en cuanto a morir jóvenes, sino a causa de la resistencia innata de la especie en lo tocante a pensar en la senectud, y menos en sus consecuencias). Lo triste en este aferrarse a la inmadurez es que, en sí, esta condición dista de ser permanente. ¡Ah, si lo fuera! Entonces, todo podría explicarse a través del temor de la especie a la muerte. Entonces, todas aquellas «Poesías selectas» de tantos poetas serían tan inocuas como los ciudadanos de Kirchstetten al rebautizar su «Hinterholz». Si sólo se tratara del miedo a la muerte, los lectores y en especial los críticos apreciativos deberían haber puesto fin a sus días unos tras otros. Pero esto no ocurre.

La historia real tras el hecho de que nuestra especie se aferre a la inmadurez es mucho más triste. No tiene que ver con la desgana del hombre respecto a conocer la muerte, sino con su negativa a enterarse de la vida. Y sin embargo, la inocencia es la última cosa que cabe sustentar naturalmente. Por esto los poetas -en especial aquellos que vivieron largo tiempo- deben ser leídos en su integridad, no en selecciones. El comienzo sólo tiene sentido mientras haya un final, pues, a diferencia de los escritores de ficción, los poetas nos cuentan toda la historia, y no sólo en función de sus experiencias y sentimientos reales, sino -y esto es lo más pertinente para nosotros- en función del propio lenguaje, en función de las palabras que finalmente escogen.

Un hombre de edad ya provecta, si todavía sostiene una pluma, tiene una opción entre escribir memorias o llevar un diario. Por la misma naturaleza de su oficio, los poetas son escritores de diarios. A menudo contra su propia voluntad, mantienen el camino más sincero de lo que les está ocurriendo (a) a sus almas, ya se trate de una expansión del alma o -con mayor frecuencia- de su encogimiento, y (b) a su sentido del lenguaje, pues ellos son los primeros para los cuales las palabras se tornan comprometidas o devaluadas. Nos agrade o no, estamos aquí para aprender, no sólo lo que el tiempo le hace al hombre, sino lo que el lenguaje le hace al tiempo. Y los poetas, no lo olvidemos, son aquellos «para los cuales él (el lenguaje) vive». Es esta ley la que enseña a un poeta mayor rectitud de lo que puede enseñarle cualquier credo.

Por esta razón es posible edificar mucho sobre W. H. Auden. No sólo porque murió a una edad que doblaba la de Cristo, o a causa del «principio de repetición» de Kierkegaard. Sirvió, simplemente, a una infinitud mayor de la que normalmente reconocemos, y aporta un buen testimonio respecto a su disponibilidad, y, lo que es más, hizo que se mostrara hospitalaria. Para decir lo mínimo, cada individuo debiera conocer al menos a un poeta de una cubierta a otra de libro: si no como guía a través del mundo, sí como vara de medición del lenguaje. W. H. Auden serviría muy bien en ambos aspectos, aunque sólo fuera por sus respectivas semejanzas con el infierno y el limbo.

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