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No obstante, al final, el neoplatonismo triunfó en el arte, ¿no es así? Sabemos de dónde proceden nuestros iconos, y lo mismo sabemos acerca de nuestras iglesias con sus cúpulas en forma de cebolla. También sabemos que nada es más fácil para un estado que adaptar a sus propios fines la máxima de Plotino según la cual la tarea de un artista debe ser la interpretación de ideas antes que la imitación de la naturaleza. Y hablando de ideas, en qué difiere el difunto M. Suslov, o quienquiera que sea el que rebañe hoy el plato ideológico, del Gran Mufti? ¿Qué distingue al Secretario General del Padisha, o incluso del Emperador? ¿Y quién nombra al Patriarca, al Gran Visir, al Mufti o al Califa? ¿Qué distingue al Politburó del Gran Diván? ¿Y acaso no hay un solo paso desde un diván a una otomana?

¿No es ahora mi remo natal un Imperio Otomano… en extensión, en poderío militar, en su amenaza para el mundo occidental? ¿No nos encontramos ahora ante las murallas de Viena? ¿Y no es su amenaza tanto mayor por el hecho de proceder de la orientalizada, hasta el punto de ser irreconocible -¡no, reconocible!- cristiandad? ¿No es mayor por el hecho de ser más seductora? ¿Y qué oímos en aquel aullido del difunto Milyukov bajo la cúpula de la efímera Duma: «¡Los Dar-danelos serán nuestros!», un eco de Catón? ¿La nostalgia de un cristiano por sus santos lugares? ¿O todavía la voz de Bajazet, Tamerlán, Selim o Mohamed? Y llegados a este punto, si estamos citando e interpretando, ¿qué discernimos en aquel falsete de Konstantin Leontiev, el falsete que atravesó el aire precisamente en Estambul, donde él prestaba sus servicios en la embajada zarista: «Rusia debe gobernar desvergonzadamente»? ¿Qué oímos en esa pútrida y profética exclamación? ¿El espíritu de la época? ¿El espíritu de la nación? ¿O el espíritu del lugar?

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Dios nos libre de profundizar más en el diccionario turco-ruso. Tomemos la palabra «qay», que significa «té» en ambos idiomas, cualquiera que sea su origen. En Turquía, el té es maravilloso -mejor que el café- y, como lustrarse los zapatos, apenas cuesta nada en cualquier divisa conocida. Es fuerte, del color de un ladrillo transparente, pero no tiene excesivos efectos estimulantes porque lo sirven en un bardak, un vaso de cincuenta centímetros cúbicos, no más. De todas las cosas que encontré en esta mezcla de Astracán y Stalinabad, es el mejor artículo. El té… y la visión de la muralla de Constantino, que yo no hubiera visto de no haber tenido la suerte de topar con un taxista granuja que, en vez de ir directamente a Topkapi, describió una vuelta alrededor de toda la ciudad.

Cabe juzgar la seriedad de las intenciones del constructor por la longitud y la anchura de la muralla y la calidad de la obra de mampostería. Constantino era pues extremadamente concienzudo, ya que las ruinas donde cabe encontrar gitanos, cabras y adolescentes que comercian con sus partes más delicadas podrían resistir, todavía hoy, a cualquier ejército, en caso de una guerra de posiciones. En cambio, si se otorga a las civilizaciones un carácter vegetativo -en otras palabras, ideológico-, la construcción de la muralla fue pura pérdida de tiempo. Contra el antiindividualismo, para decir lo mínimo, contra el espíritu de relativismo y obediencia, ni muralla ni mar ofrecen protección.

Cuando llegué finalmente a Topkapi y, tras haber examinado buena parte de su contenido -predominantemente los caftanes de los sultanes, que corresponden lingüística y visualmente al guardarropía de los gobernantes moscovitas-, me encaminé hacia el objetivo de mi peregrinación, el serrallo, y fui acogido, tristemente, en la puerta de este establecimiento, el más importante del mundo, por un letrero en turco y en inglés: cerrado por restauración. «¡Oh, si al menos fuera verdad!», exclamé para mis adentros, tratando de dominar mi desilusión.

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La calidad de la realidad siempre induce a buscar un culpable…, para ser más preciso, un chivo expiatorio, cuyos rebaños pastan en los campos mentales de la historia. Sin embargo, hijo de geógrafo, yo creo que Urania es más vieja que Clio; entre las hijas de Mnemosina, pienso que ella es la más vieja. Por lo tanto, nacido junto al Báltico, en el lugar considerado como una ventana hacia Europa, siempre sentí algo así como un interés investido por esta ventana hacia Asia con la que compartíamos un meridiano. Con motivos tal vez menos que suficientes, nos considerábamos como europeos, y por el mismo rasero yo pensaba en los habitantes de Constantinopla como asiáticos. De estos dos supuestos, sólo el primero demostró ser discutible. Debería admitir, quizá, que Oriente y Occidente corresponderían vagamente en mi cabeza al pasado y al futuro.

A menos que uno haya nacido junto al agua -y en el borde de un imperio por añadidura-, rara vez le inquieta esta clase de distinción. Entre todas las personas, alguien como yo debía ser el primero en contemplar a Constantino como el portador de Occidente a Oriente, como alguien a la par con Pedro el Grande: tal como es considerado por la propia Iglesia. Si me hubiera quedado más tiempo en aquel meridiano, lo habría hecho. Sin embargo, no lo hice, ni lo hago.

Para mí, el esfuerzo de Constantino no es sino un episodio en el impulso general de Oriente hacia el oeste, impulso no motivado por la atracción de una parte del mundo respecto a otra, ni por el deseo del pasado de absorber el futuro… aunque a veces y en algunos lugares, y Estambul es uno de ellos, parezca ser así. Esta atracción, me temo, es magnética, evolutiva; tiene que ver, presumiblemente, con la dirección en la que este planeta gira sobre su eje. Adquiere las formas de una fascinación por un credo, de invasiones nómadas, guerras, migración y la circulación del dinero. El puente de Galata no fue el primero construido sobre el Bósforo, como aseguraría su guía turística; el primero fue construido por Darío. Un nómada siempre cabalga hacia la puesta de sol.

O bien nada. El estrecho tiene un kilómetro y medio de anchura, y lo que pudo hacer una «vaca rubia» al huir de las iras de la esposa de Júpiter, seguramente pudo haberlo resuelto también el moreno hijo de las estepas. O Leandro, enfermo de amor, o lord Byron, harto de amor, chapoteando a través de los Dardanelos. ¡El Bósforo! Una más que usada faja de agua, la única prenda de ropa que es propiedad de Urania, por más que Clio se esfuerce en ponérsela. Permanece arrugada y, especialmente en los días grises, nadie diría que ha sido manchada por la historia. Su corriente superficial se lava ante Constantinopla al norte…, y tal vez por esto a aquel mar lo llaman Negro. Después se remueve hasta el fondo y, en forma de una profunda corriente, escapa de nuevo hasta el Mármara-el Mar de Mármol-, presumiblemente para blanquearse. El resultado neto es ese color verde botella polvoriento: el color del propio tiempo. El hijo del Báltico no puede dejar de reconocerlo, no puede librarse de la vieja sensación de que esta sustancia ondulante, nunca inmóvil, chapaleante, es en sí misma el tiempo o lo que el tiempo parecería ser si fuera condensado o fotografiado. Esto es, piensa, lo que separa Europa y Asia. Y el patriota que hay en él desea que el tramo fuese más ancho.

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