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Todo esto, sin embargo, queda entre paréntesis. Más allá de los paréntesis hay los reproches dirigidos por los elegiacos a Virgilio, en un terreno ético más bien que métrico. Especialmente interesante al respecto es Ovidio, en nada inferior al autor de la Eneida en habilidades descriptivas, e infinitamente más sutil en el aspecto psicológico. En «Dido a Eneas», una de sus Heroídas-una colección de correspondencia imaginaria de heroínas propias de la poesía amorosa con sus amados, ya difuntos o bien infieles- la reina cartaginesa, al reprocharle a Eneas haberla abandonado, lo hace más o menos de la siguiente manera: «Pude haber comprendido que me dejaras porque habías resuelto regresar a tu casa, junto a los tuyos. Pero te marchas a tierras desconocidas, una nueva meta, una ciudad nueva, todavía no fundada, con el objeto, al parecer, de destrozar otro corazón.» Y así sucesivamente. Incluso insinúa que Eneas la deja embarazada y que una de las razones de que ella se suicide es el temor a la infamia. Pero esto no incumbe a la cuestión aquí tratada. Lo que aquí importa es que, a los ojos de Virgilio, Eneas es un héroe, dirigido por los dioses. A los ojos de Ovidio, es un granuja sin principios, que atribuye su modalidad de conducta -su movimiento a lo largo de una superficie plana- a la Divina Providencia. (En cuanto a la Providencia, Dido ofrece también sus explicaciones ideológicas, pero esto tiene escasa consecuencia, como también nuestra suposición, excesivamente ávida, de una postura anticívica en Ovidio.)

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La tradición alejandrina era una tradición griega: de orden (el cosmos), de proporción, de armonía, de la tautología de causa y efecto (el ciclo de Edipo), una tradición de simetría y de círculo cerrado, de retorno al origen. Y es el concepto de Virgilio respecto al movimiento lineal, su modelo lineal de existencia, lo que los elegiacos encuentran tan exasperante en él. Los griegos no debieran ser idealizados en exceso, pero no se les puede negar su principio cósmico, al informar por igual sobre los cuerpos celestiales y los utensilios de cocina.

Al parecer, Virgilio fue el primero -al menos en literatura- en aplicar el principio lineal: su héroe nunca regresa, siempre parte. Posiblemente, esto era lo corriente, y con toda probabilidad venía dictado por la expansión del Imperio, que había alcanzado una escala en la que el desplazamiento humano había llegado a ser de hecho irreversible. Precisamente por esto, la Eneida está inacabada: no debía -en realidad, no podía- ser completada. Y el principio lineal nada tiene que ver con el carácter «femenino» del helenismo o con la «masculinidad» de la cultura romana… ni con las inclinaciones sexuales del propio Virgilio. Lo importante es que el principio lineal, al detectar en sí mismo una cierta irresponsabilidad con respecto al pasado -irresponsabilidad vinculada a la idea lineal de la existencia- tiende a equilibrar esto con una proyección detallada del futuro. El resultado es una «profecía retroactiva», como las conversaciones de Anquises en la Eneida, o bien un utopismo social o la idea de la vida eterna, es decir, el cristianismo. No existe una gran diferencia entre éstas. En realidad, es su similaridad, y no la «mesiánica» Cuarta Égloga, lo que nos permite prácticamente considerar a Virgilio como el primer poeta cristiano. De haber escrito yo la Divina Comedia, hubiera situado a este romano en el Paraíso, por sus servicios sobresalientes al principio lineal, en su conclusión lógica.

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El delirio y el horror de Oriente. La polvorienta catástrofe de Asia. Verde tan sólo en la bandera del Profeta. Nada crece allí, excepto mostachos. Una parte del mundo, de ojos negros, y sin afeitar antes de sentarse a la mesa. Brasas de hogueras apagadas con orina. ¡Aquel olor! Una mezcla de tabaco hediondo, jabón y sudor, y partes inferiores ceñidas a la cintura como por otro turbante. ¿Racismo? ¿No será, sin embargo, tan sólo una forma de misantropía? Y ese polvillo ubicuo que se introduce en boca y nariz incluso en la ciudad, que priva a los ojos de la visión…, y uno llega a sentirse agradecido incluso por esto. Un hormigón ubicuo, con la textura de las cagarrutas y el color de una tumba revuelta. ¡Ah, y aquella escoria miope -Le Corbusier, Mondrian, Gropius- que mutilaron al mundo con más eficiencia que cualquier Luftwaffe! ¿Esnobismo? Sólo se trata, no obstante, de una forma de desesperación. La población local, en un estado de estupor total y matando su tiempo en míseros snacks, dirigiendo las cabezas, como en un namaz invertido, hacia la pantalla de la televisión, donde alguien, permanentemente, propina una paliza a otro. O bien juegan a los naipes, cuyos valets y nueves son la única abstracción accesible, el único medio de concentración. ¿Misantropía? ¿Desesperación? Y sin embargo, ¿qué más cabría esperar de alguien que ha sobrevivido a la apoteosis del principio lineal? ¿De un hombre que no tiene ningún lugar al que volver? ¿De un gran coprólogo y sacrófago, y posible autor de la Sadomachia ?

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Hijo de su época -es decir, el siglo IV a. C. o, mejor, d. V. (después de Virgilio)-, Constantino, hombre de acción, aunque sólo se debiera al hecho de ser el emperador, podría considerarse a sí mismo, no sólo como la encarnación, sino también como el instrumento del principio lineal de la existencia. Bizancio era para él, y no sólo en el sentido literal sino también en el simbólico, una cruz, una intersección de rutas comerciales, caminos de caravanas, etc., tanto de este a oeste como de norte a sur. Por sí solo, esto pudo haber concentrado la atención en el lugar que había dado al mundo algo que en todas las lenguas significa lo mismo: dinero.

No cabe duda de que el dinero interesaba, y mucho, a Constantino. Si éste alcanzó un nivel de grandeza, con toda la probabilidad fue en el aspecto financiero. Alumno de Diocleciano, aunque no consiguiera aprender de su tutor el arte de delegar la autoridad, no dejó de sobresalir en un arte no menos importante, ya que, para utilizar el término moderno, estabilizó la moneda. El solidus romano, introducido durante su reinado, desempeñó el papel de nuestro dólar a lo largo de más de siete siglos. En este sentido, la transferencia de capital a Bizancio era un movimiento desde el banco hacia la fábrica de moneda.

Quizás habría que tener en cuenta que la filantropía de la Iglesia cristiana en aquellos tiempos consistía, si no en una alternativa respecto a la economía estatal, sí al menos en un recurso para una parte considerable de la población, los desposeídos. En gran parte, la popularidad del cristianismo no se basaba tanto en la idea de la igualdad de las almas ante el Señor, como en los frutos tangibles -para los desposeídos- de un sistema organizado de ayuda mutua. Era, a su manera, una combinación de cupones de racionamiento y de Cruz Roja. Ni el neoplatonismo ni el culto de Isis habían organizado nada semejante. En ello, para hablar con franqueza, radicó su error. Cabe reflexionar prolongadamente acerca de lo que ocurría en el corazón y la mente de Constantino con respecto a la fe cristiana, pero como emperador no podía dejar de apreciar la efectividad organizativa y económica de esta Iglesia en particular. Además, la transferencia del capital a los lindes extremos del Imperio transforma tales lindes en el centro, como si dijéramos, e implica un espacio igualmente extenso al otro lado. Sobre el mapa, esto equivale a la India, objeto de todos los sueños imperiales que conocemos, antes y después del nacimiento de Cristo.

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