Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Fue un gran poeta (lo único incorrecto en esta frase es su tiempo en pasado, ya que invariablemente la naturaleza del lenguaje pone en presente los logros de uno en él), y me considero inmensamente afortunado por haberle conocido. Pero de no haberle conocido en absoluto, seguiría existiendo la realidad de su obra. Hay que sentirse agradecido al destino por haber estado expuesto a esta realidad, por la esplendidez de estos dones, tanto más valiosos cuanto que no iban destinados a nadie en particular. Cabría llamar a esto generosidad del espíritu, salvo que el espíritu necesita un hombre para su refracción a través de él. No es el hombre el que pasa a ser sagrado debido a esta refracción: es el espíritu el que se torna humano y comprensible. Esto -y el hecho de que los hombres son finitos- basta para que uno adore a este poeta.

Cualesquiera que fueran las razones por las que atravesó el Atlántico y se hizo americano, el resultado fue que fusionó ambos idiomas del inglés y se convirtió -parafraseando uno de sus propios versos- en nuestro Horacio transatlántico. De una manera o de otra, todos los viajes que emprendió -a través de tierras, cuevas de la psique, doctrinas, credos- sirvieron no tanto para mejorar su argumentación como para expandir su dicción. Si la poesía fue alguna vez para él una cuestión de ambición, vivió lo bastante para ella como para que se convirtiera, simplemente, en un medio de existencia. De ahí su autonomía, su cordura, su equilibrio, su ironía, su desprendimiento…, en una palabra, su sabiduría. Sea lo que fuere, leerle es uno de los pocos medios (por no decir el único) disponibles para sentirse decente. Yo me pregunto, no obstante, si era éste su propósito.

Le vi por última vez en julio de 1973, en una cena en casa de Stephen Spender, en Londres. Wystan estaba sentado allí ante la mesa, con un cigarrillo en su mano derecha y un vaso en la izquierda, disertando largamente sobre el tema del salmón frío. Debido a que la silla era demasiado baja, la dueña de la casa había colocado debajo de él dos tomos maltrechos del Oxford English Dictionary. Pensé entonces que estaba viendo al único hombre que tenía derecho a utilizar aquellos volúmenes como asiento.

(1983)

FUGA DE BIZANCIO

A Véronique Schiltz

1

Teniendo en cuenta que cada observación se resiente de los rasgos personales del observador -es decir, que harto a menudo refleja su estado psicológico más bien que el de la realidad sometida a observación-, sugiero que lo que sigue sea tratado con la debida dosis de escepticismo, si no de total incredulidad. Lo único que el observador puede alegar, a guisa de justificación, es que también él posee una medida módica de realidad, inferior en amplitud quizá, pero que nada cede en calidad al sujeto sometido a escrutinio. Sin duda, cabría conseguir una semejanza de objetividad, mediante un total conocimiento de la propia persona en el momento de la observación. Yo no creo ser capaz de esto y, por otra parte, no aspiro a serlo. De todos modos, espero que algo de esto llegue a ocurrir.

2

Mi deseo de ir a Estambul nunca fue genuino. Ni siquiera estoy seguro de si esta palabra -«deseo»- debiera utilizarse aquí. Por otro lado, difícilmente cabría calificarlo de mero capricho o de anhelo subconsciente. Dejémoslo como deseo, pues, y señalemos que surgió en parte como resultado de una promesa que me hice en 1972, al abandonar mi ciudad natal, la de Leningrado, para siempre… a fin de circunnavegar el mundo deshabitado a lo largo de la latitud y a lo largo de la longitud (es decir, el meridiano de Pulkovo) en las que Leningrado está situado. Hasta el momento, la latitud ha sido más o menos atendida, pero en cuanto a la longitud la situación dista de ser satisfactoria. Estambul, sin embargo, se encuentra a tan sólo un par de grados al oeste de ese meridiano.

El antes citado motivo es sólo marginalmente más imaginativo que la razón seria -y, en realidad, primordial- acerca de la cual algo diré más adelante, o que un puñado de razones secundarias o terciarias, totalmente frívolas, de las que me ocuparé acto seguido, ya que con tales trivialidades hay que emplear aquello del ahora o nunca: (a) fue en esta ciudad donde mi poeta favorito, Constantin Cavafis, pasó tres años trascendentales al cambiar el siglo; (b) por alguna razón, siempre he pensado que allí, en viviendas, tiendas y cafés, encontraría intacta una atmósfera que en la actualidad parece haberse desvanecido por completo en cualquier otro lugar; (c) esperaba oír en Estambul, en los arrabales de la historia, aquel «crujido de un colchón turco al otro lado del mar» que yo creí discernir una noche, hace unos veinte años, en Crimea; (d) quería que alguien se me dirigiera con el título de «effendi»; (e)… Pero temo que el alfabeto no sea lo bastante largo para acomodar todas estas nociones ridículas (aunque tal vez sea mejor que a uno lo mueva precisamente una tontería como ésta, ya que con ello la decepción final resulta mucho más soportable). Por tanto, pasemos a la prometida razón «principal», aunque a muchos pueda parecerles merecedora, en el mejor de los casos, de la (f) en mi catálogo de simplezas.

Esta razón «principal» representa la cima de la fantasía. Guarda relación con el hecho de que hace varios años, mientras hablaba con un amigo mío, un bizantinista americano, se me ocurrió que la cruz que Constantino vio en sueños la víspera de su victoria sobre Maxencio -la cruz que ostentaba la leyenda «Con este signo vencerás»- no era en realidad una cruz cristiana, sino urbana, el elemento básico de cualquier asentamiento romano. Según Eusebio y otros, Constantino, inspirado por esta visión, partió inmediatamente hacia Oriente. Primero en Troya y después, tras abandonar bruscamente Troya, en Bizancio, fundó la nueva capital del Imperio Romano, es decir, la Segunda Roma. Las consecuencias de este gesto suyo fueron tan impresionantes que, tuviera yo razón o no, sentía el anhelo de ver ese lugar. Al fin y al cabo, yo había pasado treinta y dos años en lo que se conoce como la Tercera Roma, y alrededor de un año y medio en la Primera. Por consiguiente, necesitaba la Segunda, aunque sólo fuera para mi colección.

Pero vamos a tratar todo esto de una manera ordenada, hasta allí donde sea factible.

3

Llegué a Estambul, y salí de ella, por vía aérea, habiéndola aislado así en mi mente como unos virus bajo un microscopio. Si consideramos la naturaleza infecciosa de cualquier cultivo, la comparación no parece irresponsable. Al escribir esta nota en el Hotel Egeo, en el pequeño lugar llamado Sunion -en la esquina sudeste de Ática y a sesenta y cinco kilómetros de Atenas, donde había aterrizado cuatro horas antes-, me sentí como el portador de una infección específica, a pesar de las constantes inoculaciones de la «rosa clásica» del difunto Vladislav Jodasevich, a las que me he sometido durante la mayor parte de mi vida. Realmente, me siento febril a causa de lo que he visto, lo que explica una cierta incoherencia en todo lo que viene a continuación. Creo que mi famoso homónimo experimentó algo por el estilo al pugnar por interpretar los sueños del faraón… aunque una cosa es cambiar interpretaciones de signos sagrados cuando la pista está caliente (o más bien tibia) y otra, muy distinta, es hacerlo un milenio y medio más tarde.

28
{"b":"125396","o":1}