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¡Polvo! ¡Esa sustancia extraña, que se proyecta contra el rostro! Merece atención y no se la debería ocultar detrás de la palabra «polvo». ¿Es tan sólo suciedad en movimiento, incapaz de encontrar su propio lugar, pero que constituye la quintaesencia de esta parte del mundo? ¿O es la tierra que pugna por alzarse en el aire, desprendiéndose de sí misma, como la mente del cuerpo, como el cuerpo que se ablanda bajo el calor? La lluvia delata la naturaleza de su sustancia cuando regueros pardos o negruzcos de ella serpentean bajo los pies, pisoteados entre las piedras y deslizándose a lo largo de las arterias ondulantes de ese kulak primitivo y, con todo, incapaces de acumularse lo bastante como para formar charcos, debido a las salpicaduras de las ruedas incontables, numéricamente superiores a las caras de los habitantes, que arrastran esta sustancia, al son de las estridentes bocinas, a través de los puentes hacia Asia, Anatolia y Jonia, hasta Trebisonda y Esmirna.

Como en todo el Oriente, hay aquí gran número de limpiabotas de todas las edades, con sus exquisitas cajas revestidas de latón que contienen su equipo de cremas para el calzado en redondas cajitas metálicas con tapas en forma de cúpula. Como pequeñas mezquitas sin los minaretes. La ubicuidad de la profesión la explica la suciedad, ese polvo que cubre un zapato reluciente, que sólo cinco minutos antes parecía reflejar todo el universo, con un polvillo gris e impenetrable. Como todos los limpiabotas, esos hombres son grandes filósofos. Por esta razón, no es tan importante que uno sepa el turco.

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¿Quién en estos días examina realmente mapas, estudia niveles y calcula distancias? Nadie, excepto tal vez los que disfrutan de unas vacaciones o los conductores de vehículos. Desde la invención de la llave de contacto, ni siquiera los militares lo hacen ya. ¿Quién escribe cartas para relatar las vistas que ha contemplado y analizar los sentimientos que le han invadido mientras lo hacía? ¿Y quién lee tales cartas? Después de nosotros, no quedará nada merecedor del nombre de correspondencia. Incluso los jóvenes, al parecer poseedores de tiempo en abundancia, se las arreglan con postales. Personas de mi edad suelen recurrir a aquéllas ya sea en un momento de desesperación en algún lugar extraño o bien tan sólo para matar el tiempo. Y sin embargo hay lugares cuyo examen sobre un mapa hace que por un breve momento uno se sienta semejante a la Providencia.

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Hay lugares en que la historia es insoslayable, como un accidente en la carretera, lugares donde la geografía provoca la historia. Tal es Estambul, alias Constantinopla, alias Bizancio. Un semáforo estropeado, con los tres colores brillando al mismo tiempo. No rojo-ámbar-verde, sino blanco-ámbar-marrón. También, desde luego, azul, por el agua, por el Bósforo-Mármara-Dardanelos, que separa Europa de Asia…, pero ¿los separa? ¡Ah, todas esas fronteras naturales, esos estrechos y Urales nuestros! Qué poco han significado nunca para ejércitos o culturas, y todavía menos para no-culturas… aunque para los nómadas bien pueden haber representado, en realidad, un poquitín más que para los príncipes inspirados por el principio lineal y justificados de antemano por una arrebatadora visión del futuro.

¿Acaso no triunfó la cristiandad precisamente porque proporcionaba un fin que justificaba los medios, porque temporalmente -es decir, durante toda la vida de una persona- la absolvía de responsabilidad? ¿Porque el paso siguiente, cualquier paso, cualquier dirección, se tornaba lógico? ¿No era-la cristiandad, al menos en el sentido espiritual- un eco antropológico de una existencia nómada, su metástasis en la psicología del hombre, el colonizador? O, mejor todavía, ¿no coincidió simplemente con unas necesidades puramente imperiales? Por sí sola, la paga apenas podía bastar para poner en marcha a un legionario (el significado de cuya carrera radicaba precisamente en una bonificación por un servicio prolongado, la desmovilización y la adquisición de unas tierras de cultivo). Había de tener, además, una inspiración, pues de lo contrario las legiones se transformaban en aquel lobo al que sólo Tiberio podía contener agarrándolo por las orejas.

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Una consecuencia rara vez puede contemplar su causa con algo semejante a la aprobación. Todavía menos puede sospechar la causa de cualquier cosa. Las relaciones entre efecto y causa carecen, en general, del elemento racional, analítico. Como norma, son tautológicas y, en el mejor de los casos, muestran el entusiasmo incoherente que a la segunda le inspira el primero.

No debería olvidarse, por lo tanto, que el sistema de creencia llamado cristianismo procedió del este y, por la misma razón, no debiera olvidarse que una de las ideas que se apoderaron de Constantino después de la victoria sobre Maxencio y la visión de la cruz, fue el deseo de acercarse más, al menos físicamente, a la fuente de esa victoria y de esa visión: a Oriente. No tengo una noción clara acerca de lo que estaba ocurriendo en Judea en esa época, pero es obvio, como mínimo, que si Constantino se hubiera encaminado hacia allí, por vía terrestre, se habría encontrado con numerosos obstáculos. En cualquier caso, fundar una capital allende los mares habría sido una contradicción respecto al simple sentido común. Asimismo, no debería descartarse un desagrado respecto a los judíos, muy posible por parte de Constantino.

¿Verdad que hay algo divertido, e incluso un tanto alarmante, en la idea de que Oriente es, en realidad, el centro metafísico de la humanidad? El cristianismo había sido tan sólo una en el considerable número de sectas en el seno del Imperio…, aunque, desde luego, la más activa. En el reinado de Constantino, el Imperio Romano, debido en especial a su inmenso tamaño, había sido una auténtica feria o bazar de creencias. Sin embargo, con la excepción de los coptos y del culto de Isis, la fuente de todos los sistemas de creencia en oferta era, de hecho, Oriente.

Occidente no ofrecía nada. Esencialmente, Occidente era un cliente. Tratemos pues a Occidente con ternura, precisamente por su carencia en esta clase de inventiva, que ha pagado tan cara, incluyendo en lo pagado los reproches de racionalidad excesiva que todavía seguimos oyendo. ¿No es así como un vendedor infla el precio de sus artículos? Y adonde irá cuando sus cofres estén rebosantes?

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Si los elegiacos romanos reflejaban en cierto modo las opiniones de su público, cabría suponer que en el reinado de Constantino -o sea cuatro siglos después de los elegiacos- argumentos como «La madre patria está en peligro» o «Pax Romana» habían perdido su hechizo y su vigor. Y si las aserciones de Eusebio son correctas, resulta que Constantino fue ni más ni menos que el primer cruzado. No debe perderse de vista el hecho de que la Roma de Constantino ya no era la Roma de Augusto, ni siquiera la de los Antoninos. Hablando en términos generales, ya no era la Roma antigua: era la Roma cristiana. Lo que Constantino llevó a Bizancio ya no denotaba una cultura clásica: era ya la cultura de una nueva época, forjada en el concepto del monoteísmo, que ahora relegaba el politeísmo -es decir, su propio pasado, con todo su espíritu de la ley, y tantas cosas- a la categoría de una idolatría. Esto, ciertamente, era ya un progreso.

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