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Joseph Brodsky

Menos Que Uno

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Título de la edición original: Less than One Selected Ensays

Traducción del ingles: Roser Berdagué Costa (Menos que uno, El hijo de la

En memoria de mi madre y mi padre

En memoria de Cari Ray Proffer

«Y el corazón no muere cuando uno cree que debería.»

Czeslaw Milosz, Elegía para N.N.

MENOS QUE UNO

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Puestos a hablar de fracasos, querer rememorar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia. Ambas cosas le hacen sentir a uno como el niño que quiere agarrar una pelota de baloncesto y se le escapa una y otra vez de las manos.

Recuerdo poco de mi vida y lo que recuerdo tiene escasa importancia. La mayoría de las ideas que me interesaron y que conservo en la memoria deben su significación a la época en que surgieron. Las que no recuerdo, sin duda han sido expresadas mucho mejor por otro. La biografía de un escritor radica en la tergiversación del lenguaje que emplea. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo tenía unos diez u once años se me ocurrió que la máxima de Marx que afirma que «la existencia condiciona la conciencia» sólo era verdad durante el tiempo que la conciencia tarda en dominar el arte del extrañamiento; a partir de entonces, la conciencia es independiente y tanto puede condicionar como ignorar la existencia. A esa edad, seguramente se trató de un descubrimiento, pero apenas digno de ser registrado, aparte de que es probable que hubiera sido mejor expresado por otros. ¿Importa realmente saber quién fue el primero en descifrar este cuneiforme jeroglífico mental del que la máxima «la existencia condiciona la conciencia» constituye un ejemplo perfecto?

De modo que, si escribo todo esto, no es para que conste en acta y que quede bien sentado (esta clase de «actas» precisas no existe y, de existir, son insignificantes y, por lo tanto, nadie se molestó aún en alterarlas), sino principalmente por la razón habitual que impulsa a un escritor a escribir: para dar un impulso a la lengua o para obtenerlo de ella, en la ocasión presente una lengua extranjera. Lo poco que recuerdo todavía se reduce más al evocarlo en inglés.

Por lo que se refiere al principio de mi existencia, debo confiar en mi partida de nacimiento, que declara que nací el 24 de mayo de 1940, en Leningrado, Rusia, por más que aborrezco ese nombre dado a la ciudad que hace mucho tiempo el pueblo llano apodaba simplemente «Peter», de Petersburgo, o Petrogrado. Hay un antiguo pareado que dice:

Rasca el viejo Pedro

los costados del pueblo.

En el marco de la experiencia nacional, la ciudad es definitivamente Leningrado; en el marco de la creciente vulgaridad de su contenido, cada día es más Leningrado. Por otra parte, como palabra, «Leningrado» suena tan neutra para el oído ruso como la palabra «construcción» o la palabra «salchicha». Yo prefiero llamarla «Peter», porque recuerdo esta ciudad en unos tiempos en los que no parecía «Leningrado», justo después de la guerra: fachadas grises o verde pálido, con huecos de balas y metralla; calles desiertas e interminables, con escasos transeúntes y poco tráfico; casi un semblante hambriento y, por ello, de rasgos más definidos y, si se quiere, más nobles; un semblante descarnado y duro con el abstracto resplandor de su río reflejado en los ojos de sus ventanas huecas. A un superviviente no se le puede dar el nombre de Lenin.

Aquellas magníficas fachadas picadas de viruela detrás de las cuales, entre viejos pianos, gastadas alfombras, polvorientas pinturas con gruesos marcos de bronce, restos de mobiliario (las sillas eran lo más escaso) consumido por las estufas de hierro durante el asedio…, la vida empezaba a vislumbrarse débilmente. Y me acuerdo de que, pasando ante aquellas fachadas camino de la escuela, me sentía completamente absorto al imaginar lo que pudo haber ocurrido en aquellas habitaciones en las que el papel de las paredes, avejentado, se caía a tiras. Debo decir que de esas fachadas y pórticos, clásicos, modernos, eclécticos, con sus columnas, sus pilastras y sus cabezas de yeso que representaban seres humanos o animales míticos, de sus ornamentos y de sus cariátides que sostenían los balcones, de los torsos de las hornacinas en sus entradas, aprendí más sobre la historia del mundo que más tarde en cualquier libro. Grecia, Roma, Egipto…, todos estaban allí, todos fueron desportillados por la artillería durante los bombardeos. Y del río gris, de aguas reverberantes, que discurría hacia el Báltico, con algún que otro remolcador que, en medio de él, luchaba contra la corriente, aprendí más sobre el infinito y sobre el estoicismo que en las matemáticas y en Zenón.

Todo eso tenía muy poco que ver con Lenin, al que supongo empecé a despreciar cuando yo cursaba el primer grado, no tanto por su filosofía o su práctica política, acerca de las cuales a la edad de siete años sabía bien poco, sino por sus omnipresentes imágenes, que infestaban casi todos los libros de texto, todas las paredes de las aulas, los sellos de correos, los billetes y tantas otras cosas, reproduciendo a ese hombre en diferentes edades y estadios de su vida. Había el Lenin niño, querubín de dorados rizos; había el Lenin con veintitantos y treinta y tantos años, calvo y hermético, con aquella expresión vacía en su rostro, que podía tomarse por cualquier cosa, preferiblemente por una actitud de determinación. Es el rostro que de algún modo persigue a todo ruso y le sugiere una especie de patrón para el aspecto humano porque denota una manifiesta ausencia de carácter. (Tal vez porque en ese rostro no hay nada que sea específico, sugiera tantas posibilidades.) Había después un Lenin más viejo, más calvo, con su barba en forma de cuña, su traje oscuro de tres piezas, a veces sonriendo, pero más a menudo arengando a las «masas» desde lo alto de un carro blindado o desde el podio en algún congreso del partido, con una mano extendida en el aire.

Había también variantes: Lenin con gorra de obrero y clavel en la solapa; con chaleco y sentado en su despacho, escribiendo o leyendo; sentado en un tronco, a orillas de un lago, garrapateando sus Tesis de Abril o algún otro dislate, al fresco. Finalmente, Lenin vestido con una chaqueta paramilitar, en un banco de jardín junto a Stalin, el único en sobrepasar a Lenin en cuanto a ubicuidad de imágenes impresas. Pero Stalin entonces estaba vivo, mientras que Lenin estaba muerto y, aunque sólo fuera por esto, era «bueno» porque pertenecía al pasado, es decir, estaba auspiciado por la historia y por la naturaleza, mientras que Stalin sólo estaba auspiciado por la naturaleza, o al revés.

Me parece que llegar a ignorar aquellas fotografías fue mi primera lección de desconexión, mi primer intento de extrañamiento. Habría más; de hecho, cabe considerar el resto de mi vida como una constante evitación de sus aspectos más importunos. Debo admitir que llegué muy lejos por este camino; tal vez demasiado: todo aquello que sugiriese reiteración quedaba condenado o sujeto a eliminación. Y ello incluía frases, árboles, ciertos tipos de personas, a veces incluso el dolor físico… y afectó a muchas de mis relaciones. En cierto modo, estoy en deuda con Lenin. Todo lo que se me presentara con profusión, lo veía yo como una especie de propaganda. Esta actitud, supongo, contribuyó a una terrible aceleración a través de la selva de los hechos, acompañada por la superficialidad.

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