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El año escolar suele concluir a fines de mayo, cuando llegan a esta ciudad las Noches Blancas, para quedarse durante todo el mes de junio. Una noche blanca es una noche en la que el sol abandona el cielo apenas un par de horas, un fenómeno muy familiar en las latitudes septentrionales. Es la época más mágica en la ciudad, cuando se puede escribir o leer sin lámpara a las dos de la madrugada, y cuando los edificios, exentos de sombras y con sus tejados perfilados en oro, parecen piezas de frágil porcelana. Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia. El matiz rosado y transparente del cielo es tan tenue que el azul pálido de acuarela del río casi no logra reflejarlo. Y los puentes están alzados, como si las islas del delta se hubieran soltado las manos y empezado lentamente a derivar, dando vueltas en la corriente principal, hacia el Báltico. En estas noches, cuesta dormirse, porque hay demasiada luz y porque cualquier sueño será inferior a su realidad. Allí donde un hombre no proyecta sombra, como el agua.

(1979)

EL HIJO DE LA CIVILIZACIÓN

Por alguna extraña razón, la expresión «muerte de un poeta» suena siempre de manera algo más concreta que «vida de un poeta», quizá porque «vida» y «poeta», como palabras, son casi sinónimas en su positiva vaguedad, en tanto que «muerte» -incluso como palabra- es aproximadamente tan definida como la propia producción de un poeta, es decir, un poema, el rasgo principal del cual es su último verso. Sea lo que fuere una obra de arte, propende a su final, que contribuye a su forma y niega la resurrección. Después del último verso de un poema no hay nada, salvo la crítica literaria. Así pues, cuando leemos a un poeta, participamos en su muerte o en la muerte de sus obras. En el caso de Mandelstam, participamos en ambas cosas.

Una obra de arte está destinada siempre a sobrevivir a su creador. Parafraseando al filósofo, se podría decir que escribir poesía es también ejercitarse en morir. Pero dejando aparte la pura necesidad lingüística, lo que le hace escribir a uno no es tanto una preocupación por la condición perecedera de la propia carne como la urgencia imperiosa de preservar ciertas cosas del mundo de uno, de la civilización personal de uno, de la propia continuidad no semántica de uno. El arte no es una existencia mejor, sino alternativa; no es un intento de escapar a la realidad, sino lo contrario, un intento de animarla. Es un espíritu que busca carne, pero que encuentra palabras. En el caso de Mandelstam, resulta ser que las palabras pertenecen a la lengua rusa.

Posiblemente, para un espíritu, la solución no podía ser mejor: el ruso es una lengua sujeta a múltiples inflexiones, lo que quiere decir que puede ocurrir muy bien que el nombre vaya al final de la frase y que la terminación de ese nombre (o adjetivo o verbo) varíe según el género, el número y el caso. Todo esto aporta a una verbalización dada la calidad estereoscópica de la percepción en sí y (a veces) agudiza y desarrolla esta última. Lo que mejor ilustra este aspecto es el manejo que hace Mandelstam de uno de los temas principales de su poesía: el tema del tiempo.

Nada hay más extraño que aplicar un dispositivo analítico a un fenómeno sintético: por ejemplo, escribir en inglés sobre un poeta ruso. Sin embargo, en el caso de Mandelstam, tampoco sería mucho más fácil aplicar el dispositivo mencionado en ruso. La poesía es el resultado supremo de toda la lengua y analizarlo no es otra cosa que hacer difuso el foco. Esto es tanto más verdad en el caso de Mandelstam, figura extremadamente solitaria en el contexto de la poesía rusa, y lo que explica su aislamiento es precisamente la densidad de su foco. La crítica literaria es sensata únicamente cuando el crítico opera en el mismo plano tanto de la referencia lingüística como psicológica. Dada su actual situación, Mandelstam está destinado a una crítica que venga estrictamente «de abajo» en cualquiera de las dos lenguas.

La inferioridad del análisis parte de la misma noción del tema, ya sea el tema el tiempo, el amor o la muerte. La poesía es, antes que nada, un arte de referencias, alusiones, paralelos lingüísticos y figurativos. Existe una inmensa sima entre el Homo sapiens y el Homo scribens, puesto que, para el escritor, el concepto de tema aparece como resultado de combinar las técnicas y dispositivos antes mencionados, en el supuesto de que aparezca. Escribir es literalmente un proceso existencial: se sirve del pensamiento para sus propios fines y consume nociones, temas y cosas parecidas, no lo contrario. La que dicta un poema es la lengua, y la voz de la lengua es lo que conocemos con los apodos de Musa o de Inspiración. Mejor será, pues, que no hablemos del tema del tiempo en la poesía de Mandelstam, sino de la presencia del tiempo en sí, como entidad y como tema, aunque sólo sea porque el tiempo tiene su puesto dentro de un poema y es una cesura.

Porque sabemos perfectamente bien que Mandelstam, a diferencia de Goethe, en ningún momento exclama: «¡Oh, momento, detente! ¡Eres tan hermoso!», sino que trata simplemente de ampliar su cesura. Y lo que es más, no lo hace tanto por la particular belleza o ausencia de belleza de ese momento; su preocupación (y posteriormente su técnica) es totalmente diferente. Lo que el joven Mandelstam estaba tratando de transmitir en sus dos primeras recopilaciones era la sensación de una existencia sobresaturada, para lo cual escogió como medio la representación de un tiempo sobrecargado. Sirviéndose de todo el poder fonético y alusivo de las palabras, la poesía de Mandelstam expresa en este período la dilación, la sensación viscosa del paso del tiempo. Y puesto que lo consigue (como siempre), el efecto es que el lector se da cuenta de que las palabras, las letras incluso -y de manera especial las vocales-, son casi palpables vasijas de tiempo.

Por otra parte, su actitud no es la de búsqueda de los días pasados, con su escudriñamiento obsesivo para recuperar y reconsiderar el pasado. Mandelstam rara vez vuelve la vista atrás en un poema; él está totalmente en el presente, en ese mismo momento, que hace continuo y que dilata más allá de su límite natural. El pasado, ya sea personal o histórico, está en la misma etimología de las palabras. Pero, por muy antiproustiano que sea su tratamiento del tiempo, la densidad de su poesía tiene afinidades con la gran prosa del francés. En cierto modo, es la misma guerra total, el mismo ataque frontal pero, en este caso, un ataque al presente y con recursos de diferente naturaleza. Tiene una extrema importancia observar, por ejemplo, que en casi todos los casos, cuando Mandelstam trata este tema del tiempo, recurre a un verso fuertemente cesurado, que tiene resonancias del hexámetro tanto en su ritmo como en su contenido. Se trata generalmente de un pentámetro yámbico, que se desliza en el verso alejandrino, y siempre hay una paráfrasis o una referencia directa a alguna producción épica de Hornero. Este tipo de poema se desarrolla, por norma, en algún sitio próximo al mar, lo que directa o indirectamente evoca el ambiente de la Grecia antigua. Esto es así, en parte, por la consideración tradicional de la poesía rusa de que Crimea y el Mar Negro constituyen la única aproximación a mano del mundo griego, del que aquellos lugares -Táurida y Ponto Euxino- eran los arrabales. Tómense, por ejemplo, poemas como El río de miel dorada fluía tan lento…, Insomnio. Hornero. Velas hinchadasy tensas… y Hay oropéndolas en bosques y duradera longitud de vocales, donde aparecen estos versos:

…Pero la naturaleza una vez al año

se baña en la amplitud como en los metros homéricos,

igual que una cesura, bostezo del día.

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