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Oh, todos esos incontables Osmanes, Mohameds, Murads, Bajazets, Ibrahims, Selims y Solimanes dedicados a la matanza de sus predecesores, rivales, hermanos, padres y la propia prole -en el caso de Murad II, o III (¿qué puede importar?), dieciocho hermanos uno tras otro- con la regularidad del hombre que se afeita frente a un espejo. Oh, todas esas guerras ininterrumpidas, interminables: contra el infiel, contra sus propios musulmanes chiitas, para ampliar el Imperio, para vengar una afrenta, por ninguna razón en absoluto, y en defensa propia. Y… oh, aquellos jenízaros, la élite del ejército, dedicada primero al sultán y después convertida gradualmente en casta separada, pendiente tan sólo de sus propios intereses. ¡Cuan familiar resulta todo, incluidas las matanzas! ¡Todos esos turbantes y barbas, aquel uniforme para cabezas poseídas por una sola idea -la matanza despiadada- y a causa de ella, y no en absoluto debido a la proscripción islámica de reproducir cualquier cosa viviente, totalmente indistinguibles unas de otras! Y tal vez «matanza» precisamente porque todas son tan parecidas que no hay modo de detectar una baja. «Yo mato despiadadamente, luego existo.»

Y, hablando en general, en realidad ¿qué puede estar más próximo al corazón de un nómada de ayer que el principio lineal, que el movimiento a través de una superficie, en cualquier dirección? ¿No dijo uno de ellos, otro Selim, durante la conquista de Egipto, que él, como señor de Constantinopla, era el heredero del Imperio Romano y por tanto tenía derecho a todos los territorios que hubieran formado parte de él? ¿Suenan estas palabras como una justificación o suenan como una profecía, o como ambas cosas a la vez? ¿Y no sonó la misma nota, cuatrocientos años más tarde, en la voz de Ustryalov y de los eslavófilos de los últimos días de la Tercera Roma, cuya bandera escarlata, semejante a una capa de jenízaro, combinaba claramente una estrella y la media luna del Islam? ¿Y no es una cruz modificada aquel martillo?

Esas guerras milenarias, sin respiro, esos períodos interminables de interpretación escolástica del arte de la traición… ¿no podrían ser responsables del desarrollo, en esta parte del mundo, de una fusión entre ejército y estado, del concepto de la política como la continuación de la guerra por otros medios, y de las fantasmagóricas, aunque balísticamente factibles, fantasías de Konstantin Tsiolkovski, el abuelo del misil?

Un hombre con imaginación, sobre todo si es impaciente, podría sentir la aguda tentación de contestar a estas preguntas con una afirmación. Pero tal vez no convenga precipitarse, tal vez convenga hacer una pausa y darles la oportunidad de convertirse en preguntas «malditas», aunque eso pueda llevar varios siglos. Ah, estos siglos, la unidad favorita de la historia, que eximen al individuo de la necesidad de evaluar personalmente el pasado y que le otorgan la honorable categoría de víctima de la historia.

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A diferencia de la Era Glacial, las civilizaciones, cualquiera que sea su índole, se mueven de sur a norte, como para llenar el vacío creado por el glaciar en retirada. La selva tropical expulsa gradualmente a las coníferas y al bosque mixto… si no a través del follaje, por medio de la arquitectura. A veces se tiene la sensación de que el barroco, el rococó e incluso el estilo Schinkel son, simplemente, una nostalgia inconsciente de la especie por su pasado ecuatorial. Las pagodas a semejanza de he-lechos también encajan en esta idea.

En cuanto a las latitudes, sólo los nómadas se mueven a lo largo de ellas, y generalmente de este a oeste. La migración nomádica sólo tiene sentido en una zona climática distintiva. Los esquimales se deslizan dentro del Círculo Ártico, los tártaros y mongoles en los confines de la zona de la tierra negra. Las cúpulas de yurts y de iglúes, los conos de tiendas y tipis. He visto las mezquitas de Asia Central, de Samarkanda, Bujara y Jiva, auténticas perlas de la arquitectura musulmana. Como no dijo Lenin, no conozco nada mejor que el Shah-i-Zinda, sobre cuyo suelo pasé varias noches, al no tener ningún otro lugar en el que reposar mi cabeza. Tenía entonces diecinueve años, pero conservo delicados recuerdos de estas mezquitas, aunque no en absoluto por esta razón. Son obras maestras de escala y color, y atestiguan el lirismo del Islam. Su brillo, sus esmeraldas y cobaltos quedan impresos en la retina, y no menos a causa del contraste con los matices amarillos y pardos del paisaje circundante. Este contraste, este recuerdo de una alternativa colorista (por lo menos) respecto al mundo real, puede haber sido también el pretexto principal para su nacimiento. En efecto, uno advierte en ellas una idiosincrasia, una autoabsorción, un afán de logro, de perfeccionarse a sí mismas. Como lámparas en la oscuridad. Mejor: como corales en el desierto.

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En tanto que las mezquitas de Estambul son el Islam triunfante. No existe mayor contradicción que una iglesia triunfante… ni tampoco mayor carencia de gusto. San Pedro, en Roma, también padece lo mismo. ¡Pero las mezquitas de Estambul! Esos sapos enormes de piedra congelada, agazapados en el suelo, incapaces de moverse. Sólo los minaretes, parecidos, más que a cualquier otra cosa (proféticamente, por desgracia) a baterías tierra-aire… sólo ellos indican la dirección que antaño el alma estaba a punto de tomar. Sus cúpulas bajas, reminiscentes de tapaderas de cacerola o teteras de hierro, son incapaces de concebir lo que han de hacer con el cielo: preservan lo que contienen, en vez de alentar a fijar los ojos en lo alto. ¡Ah, este complejo de tienda, de desparramarse en el suelo, de namaz¡

Recortada su silueta ante el sol naciente, en las cimas de los montes, crean una impresión poderosa y la mano busca la cámara, como la del espía al descubrir una instalación militar. Hay, desde luego, algo de amenazador en ellas…, algo misterioso, sobrenatural, galáctico, totalmente hermético, como una concha. Y todo ello de un color gris sucio, como la mayoría de los edificios de Estambul, y todo ello situado contra el turquesa del Bósforo.

Y si la pluma no se apresta a reprender a sus innumerables y verdaderamente creyentes constructores por ser estéticamente necios, es porque el tono para estas construcciones acuclilladas en el suelo, semejantes a sapos y cangrejos, quedó fijado por Santa Sofía, un edificio cristiano hasta el más alto grado. Se afirma que Constantino puso los cimientos, pero fue erigido durante el reinado de Justiniano. Desde el exterior, no es posible distinguirlo de las mezquitas, o a éstas de él, ya que el destino le ha gastado una broma cruel (¿fue cruel?) a Santa Sofía. Bajo el sultán «Cualquiera que fuese su nombre redundante», nuestra Santa Sofía fue convertida en mezquita.

Como transformación, ésta no exigió grandes esfuerzos, pues todo lo que los musulmanes tuvieron que hacer fue alzar cuatro minaretes a cada lado de la catedral. Así lo hicieron, y resultó imposible diferenciar Santa Sofía de una mezquita. Es decir, el patrón arquitectónico de Bizancio fue llevado a su final lógico, ya que fue exactamente la grandeza achaparrada de este santuario cristiano lo que los constructores de Bajazet, Solimán y la Mezquita Azul, ello sin mencionar a sus descendientes menores, trataron de emular. Y no obstante, no debieran ser objeto de reproches por esto, en parte porque cuando ellos llegaron a Constantinopla era Santa Sofía lo que mayor tamaño mostraba en todo el paisaje, pero principalmente porque Santa Sofía en sí no era una creación romana. Era un producto oriental o, para ser más precisos, sasánida. Y, similarmente, tampoco tiene objeto culpar a aquel sultán comoquiera que se llamara -¿no sería Murad?- por convertir una iglesia cristiana en mezquita. Esta transformación reflejó algo que, sin otorgar gran reflexión a la cuestión, sabría tomar por una profunda indiferencia oriental ante problemas de una índole metafísica. En realidad, sin embargo, lo que hubo detrás de ello y que hoy persiste, de manera muy parecida a Santa Sofía, con sus minaretes y su decoración cristiano-musulmana en su interior, es una sensación, instilada a la vez por la historia y por el contexto árabe, de que en esta vida todo se entrelaza… de que en cierto sentido todo no es más que un dibujo en una alfombra. Pisoteada por nuestros pies.

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