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Había sobrevivido trece meses a su mujer. De los setenta y ocho años de vida de ella y de los ochenta de él, yo únicamente había vivido treinta y dos con ellos. Apenas sabía nada de sus primeras relaciones, de cómo se conocieron, ni siquiera sé en qué año se casaron. Tampoco sé nada de los once o doce años que vivieron sin mí. Como no lo sabré nunca, mejor será que imagine que la rutina fue la de siempre, que quizá incluso estuvieran mejor sin mí, tanto en el aspecto económico como porque se habían librado de la preocupación de mis continuas detenciones.

Pero no pude ayudarles durante la vejez ni estuve a su lado en la hora de su muerte. Y no lo digo tanto por un sentido de culpabilidad como por ese deseo ególatra del niño que lo empuja a seguir a sus padres a través de todos los estadios de su vida, puesto que todo niño, de un modo u otro, repite los pasos de sus padres. Podría argumentarlo diciendo que, después de todo, si uno quiere aprender de sus padres cómo será su futuro, cómo va a envejecer, también uno quiere aprender de ellos la última lección: cómo hay que morir. Pese a que uno no lo quiera, sabe que aprende de ellos, aunque sea inconscientemente. «¿También yo seré así cuando sea viejo? ¿Será hereditario ese problema cardíaco (o de otro tipo)?»

No sé ni sabré nunca cómo estuvieron mis padres durante los últimos años de su vida, ni cuántas veces sintieron miedo, ni cuántas veces se sintieron al borde de la muerte, ni si se sentían postergados, ni si esperaban que volviéramos a reunimos los tres algún día.

– Hijo -me decía mi madre por teléfono-, la única cosa que le pido a la vida es volver a verte. Es lo único que me mantiene.

Y al cabo de un minuto:

– ¿Qué estabas haciendo hace cinco minutos, antes de llamar?

– Lavaba los platos.

– ¡Ah, eso está muy bien! Es una cosa muy buena eso de lavar platos. A veces es sumamente terapéutico.

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Nuestra habitación y media formaba parte de una enorme edificación, la tercera parte de un bloque en cuanto a longitud, situada en la zona norte de un edificio de seis pisos que estaba enfrente de tres calles y de una plaza cuadrada. El edificio era uno de esos tremendos pasteles del estilo llamado morisco que en el norte de Europa marcaron el cambio de siglo. Construido en 1903, año del nacimiento de mi padre, constituyó la sensación arquitectónica del San Petersburgo de la época y en cierta ocasión Ajmatova me dijo que sus padres la habían llevado a ver aquella maravilla montada en un cochecito. Por su parte oeste, situada frente a una de las avenidas más famosas de la literatura rusa, la Perspectiva Liteini, Alexander Blok tuvo un apartamento en un momento determinado de su vida. En cuanto a nuestro edificio, vivía en él la pareja que dominó la escena literaria de la Rusia prerrevolucionaria, así como el ambiente intelectual de los emigrantes rusos en el París de años después, durante los decenios de los años veinte y treinta: Dmitri Mereykovski y Zinaida Gippius. Fue desde el balcón de nuestra habitación y media que Zinka, igual que una larva, lanzó sus denuestos a los marineros revolucionarios.

Después de la Revolución, de acuerdo con la política de «condensar» a la burguesía, el edificio fue dividido en apartamentos, siendo adjudicada una habitación por familia. Se levantaron tabiques entre las habitaciones, que en los primeros tiempos eran de contraplacado. Más adelante, con el paso de los años, tablones, ladrillos y estuco elevaron estas divisorias a la categoría de norma arquitectónica. Si hay un aspecto infinito en el espacio, no es su expansión sino su reducción, aunque sólo sea porque la reducción del espacio, por extraño que parezca, es siempre más coherente, está mejor estructurada y tiene más nombres: celda, armario, tumba. Las ampliaciones tienen únicamente un gesto amplio.

En la U.R.S.S., el espacio vital mínimo por persona es de nueve metros cuadrados. Nosotros habríamos debido considerarnos afortunados porque, debido a la singularidad de la parte que nos correspondía en el edificio, nos tocaron un total de cuarenta metros para los tres. Este exceso tenía algo que ver con el hecho de haber conseguido aquella vivienda porque mis padres habían cedido las dos habitaciones que ocupaban en diferentes partes de la ciudad, donde vivían antes de casarse. Ese concepto del intercambio -o, mejor dicho, del cambalache, dada la finalidad del intercambio- es algo que no hay manera de hacer entender a los extranjeros, a las personas forasteras. Las leyes de la propiedad son un arcano en todo el mundo, pero las hay que son más arcano que otras, especialmente cuando la propiedad corresponde al estado. El dinero no entra para nada en el asunto, por ejemplo, ya que en un estado totalitario los grupos de renta no presentan gran variedad; dicho en otras palabras, todo el mundo es tan pobre como su vecino. Uno no compra la vivienda; a lo más, tiene derecho a la superficie equivalente a la que poseía con anterioridad. Si se trata de dos personas que deciden vivir juntas, tienen derecho al equivalente de la suma de las superficies respectivas de sus residencias anteriores. Los funcionarios de la oficina de la propiedad son los que deciden qué superficie ocupará uno. El soborno no sirve de nada, debido a que la jerarquía de esos funcionarios es, a su vez, terriblemente arcana y el impulso inicial que los mueve es darle a uno el mínimo. El cambalache dura años, durante los cuales el único aliado es la fatiga, es decir, se puede abrigar la esperanza de fatigarlos negándose uno a trasladarse a un lugar cuantitativamente inferior al que ocupaba previamente. Aparte de la pura aritmética, lo que interviene en su decisión es una gran variedad de premisas, no articuladas nunca en leyes, con respecto a la edad de uno, a su nacionalidad, a su raza, a su ocupación, a la edad y sexo de su hijo, a sus orígenes sociales y territoriales, por no hablar además de la impresión personal que uno pueda causar, etc. Sólo los funcionarios saben lo que hay disponible, sólo ellos arbitran la equivalencia y pueden ceder o sustraer unos cuantos metros cuadrados del sitio que se les antoje. ¡Y vaya diferencia la que pueden determinar esos pocos metros cuadrados! En ellos se puede instalar una librería o, mejor aún, un escritorio.

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Dejando aparte el exceso de trece metros cuadrados, éramos terriblemente afortunados porque el apartamento comunitario al que nos habíamos trasladado era muy pequeño. Esto quiere decir que la parte del edificio que le correspondía contenía seis habitaciones, distribuidas de tal forma que sólo daban cabida a cuatro familias y sólo estaban ocupadas por once personas, incluidos nosotros. En un apartamento comunitario, es fácil que los ocupantes alcancen la cifra de cien personas, si bien por término medio el número de habitantes está comprendido entre veinticinco y cincuenta. El nuestro era casi minúsculo.

Por supuesto que debíamos compartir un retrete, un cuarto de baño y una cocina, pero la cocina era muy espaciosa y el retrete muy decente y confortable. En cuanto al cuarto de baño, los hábitos higiénicos de los rusos son tales que permiten que once personas puedan servirse del cuarto de baño o lavar su colada básica sin apretujones de ningún tipo. El cuarto de baño estaba situado en los dos pasillos que conectaban las habitaciones con la cocina y todos nos conocíamos de memoria la ropa interior del vecino.

Los ocupantes eran buenos vecinos, tanto en el aspecto de individuos como porque todos trabajaban y estaban ausentes durante la mayor parte de la jornada. Salvo uno, no eran informadores de la policía, lo que era un buen porcentaje tratándose de un apartamento comunitario. La persona a la que me refiero, que era una mujer regordeta y desprovista de cintura, cirujana de una policlínica cercana, también estaba dispuesta a dar un consejo de carácter médico si la ocasión se terciaba, de guardarle la tanda a uno en la cola para conseguir algún alimento escaso o de echar de vez en cuando una mirada a la sopa que hervía en el fuego. ¿Cómo dice aquel verso en The Star-Splitter de Frost? ¿«Ser social quiere decir perdonar»?

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