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Un poema es el resultado de una cierta necesidad: es inevitable, al igual que lo es su forma. Según dice la viuda del poeta, Nadeyda Mandelstam, en su Mozart y Salieri (obra obligada para todo aquél que se interese por la psicología de la creatividad), «la necesidad no es una coacción ni es la maldición del determinismo, sino que es un vínculo entre épocas, siempre que la antorcha heredada de los antepasados no sea pisoteada». Las necesidades, por supuesto, no pueden ser reproducidas como un eco, pero la indiferencia de un traductor ante formas que están iluminadas y consagradas por el tiempo no es otra cosa que pisotear aquella antorcha. La única cosa de bueno que tienen las teorías presentadas para justificar esta práctica es que sus autores quedan compensados manifestando sus opiniones en letra impresa.

Como si fuera consciente de la fragilidad y perfidia de las facultades y sentidos del hombre, el poema apunta a la memoria humana. A este fin, utiliza una forma que es esencialmente un procedimiento mnemotécnico, permitiendo que el cerebro de un individuo retenga una palabra -y simplificando la labor de retenerla- cuando se ha renunciado a todo el resto. La memoria suele ser lo que resiste hasta el final, como si tratara de batir una marca de permanencia. Puede ocurrir, pues, que un poema sea lo último en abandonar los babeantes labios de un moribundo. Nadie esperaría de un inglés nativo que, en un momento así, musitara los versos de un poeta ruso, pero si lo que murmurara fuera algo escrito por Auden o Yeats o Frost, se encontraría más próximo a los originales de Mandelstam que los traductores actuales.

Dicho en otras palabras, el mundo de habla inglesa todavía no ha oído esa voz nerviosa, pura, aguda, empapada de amor, de terror, de memoria, de cultura, de fe… una voz que acaso tiemble como la llama de una cerilla azotada por el viento, pero que es decididamente inextinguible. La voz que permanece cuando se ha ido quien la tuvo. Uno siente la tentación de decir que fue un Orfeo moderno: enviado al infierno, jamás volvió, mientras su viuda huyó a través de la sexta parte de la superficie de la tierra, aferrada a su cacerola con las canciones de él en su interior memorizándolas por la noche por si las Furias las encontraban tras una orden de registro. Éstas son nuestras metamorfosis, nuestros mitos.

(1977)

NADEYDA MANDELSTAM (1899-1980).

UNA NECROLÓGICA

De los ochenta y un años de su vida, Nadeyda Mandelstam pasó diecinueve como esposa del poeta ruso más grande de este siglo, Osip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. Los demás son infancia y juventud. En los círculos eruditos, y de manera especial en los literarios, ser la viuda de un gran hombre es algo que basta para conferir una identidad. Esto es así especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen produjo viudas de escritores con tal eficiencia que a mediados de los años sesenta las había en número suficiente para poder organizar un sindicato.

«Nadia es una viuda con suerte», solía decir Anna Ajmatova, refiriéndose al reconocimiento universal que en aquellos tiempos se tributaba a Osip Mandelstam. El objeto de esta observación era, lógicamente, su colega poeta y, tuviera o no razón, ésta era también la opinión del mundo exterior. Cuando este reconocimiento comenzó a hacerse patente, la señora Mandelstam tenía ya sesenta y tantos años, su salud era sumamente precaria y sus medios de subsistencia escasos. Por otra parte, pese a la universalidad del reconocimiento a que hacíamos referencia, no participaba de él la legendaria «sexta parte del planeta», es decir, la propia Rusia. Detrás de aquella viuda había ya dos decenios de viudedad, de francas privaciones, la Gran Guerra (que obliteraba cualquier pérdida personal) y el temor diario de ser encerrada en la cárcel por los agentes de la Seguridad Estatal como esposa de un enemigo del pueblo. Dejando aparte la muerte, cualquier cosa que pudiera seguir sólo podía significar la suspensión temporal de la pena.

Yo la conocí precisamente entonces, en el invierno de 1962, en la ciudad de Pskov, a la que me había trasladado con un par de amigos para echar una ojeada a las iglesias locales (en mi opinión, las más bellas del imperio). Habiéndose enterado de nuestras intenciones de viajar a aquella ciudad, Anna Ajmatova me sugirió que visitara a Nadeyda Mandelstam, que era profesora de inglés en el instituto pedagógico local, y nos dio varios libros para ella. Aquélla fue la primera vez que oí su nombre, puesto que no sabía siquiera que existiese.

Vivía en un pequeño apartamento comunitario compuesto de dos habitaciones. La primera habitación estaba ocupada por una mujer cuyo nombre, por una ironía del destino, era Nietsvetaeva (literalmente: No-Tsvetaeva), la segunda era la de la señora Mandelstam. La habitación tenía ocho metros cuadrados de superficie, las dimensiones de un cuarto de baño americano de tipo corriente. La mayor parte del espacio estaba ocupada por una cama doble de hierro fundido y, además, había dos sillas de mimbre, un armario ropero con un pequeño espejo y una mesilla de noche destinada a múltiples usos, sobre la que había platos con restos de la cena y, junto a los platos, un libro en rústica abierto de El erizo y la zorra, de Isaiah Berlin. La presencia de aquel libro de tapas rojas en aquella minúscula celda y el hecho de que no lo escondiera debajo de la almohada al oír el timbre de la puerta, significaba precisamente esto: el comienzo de la suspensión temporal de la pena.

Resultó ser que el libro le había sido enviado por Anna Ajmatova, que, por espacio de casi medio siglo, fue la mejor amiga de los Mandelstam: primeramente de los dos, más adelante sólo de Nadeyda. Ajmatova, viuda por dos veces (su primer marido, el poeta Nikolai Gumiliov, fue fusilado en 1921 por la Cheka, nombre de soltera de la KGB; el segundo, el historiador del arte Nikolai Punin, que murió en un campo de concentración perteneciente a la misma institución), ayudó a Nadeyda Mandelstam en todo lo que pudo y, durante los años de guerra, salvó literalmente su vida, raptando a Nadeyda y llevándosela a Tashkent, donde habían sido evacuados algunos escritores, y compartiendo con ella sus raciones diarias. Pese a que sus dos maridos habían sido eliminados por el régimen y a que su hijo estuvo dieciocho años languideciendo en campos de concentración, Ajmatova estaba en una situación algo mejor que Nadeyda Mandelstam, aunque sólo fuera por el hecho de gozar del reconocimiento, otorgado a regañadientes, de escritora, circunstancia que le permitía vivir en Leningrado y en Moscú. Para la esposa de un enemigo del pueblo, las grandes ciudades estaban fuera de los límites permitidos.

Por espacio de varios decenios, esta mujer estuvo huyendo costantemente, nadando a contracorriente y moviéndose por las capitales de provincia del imperio: afincándose en un sitio nuevo sólo para huir de él a la primera señal de peligro. Gradualmente el estatuto de no-persona pasó a convertirse en su segunda naturaleza. Era una mujer bajita, de complexión delgada y, con el paso de los años, su figura todavía fue reduciéndose más, como si tratara de transformarse en un ser ingrávido, en algo que podía guardarse fácilmente en el bolsillo en el momento de la huida. Por la misma razón, no poseía prácticamente nada: ni muebles, ni objetos artísticos, ni biblioteca. Los libros, incluso los extranjeros, rara vez permanecían mucho tiempo en sus manos: después de leídos u hojeados, pasaban en seguida a manos de otra persona…, tal como debería hacerse siempre con los libros. En los años de su máxima opulencia, a finales de los sesenta y principios de los setenta, el elemento más caro de su apartamento de una sola habitación, en las afueras de Moscú, era un reloj de cuco en la pared de la cocina. Un ladrón habría salido de su casa profundamente desilusionado, al igual que quien se hubiera presentado en ella con una orden de registro.

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