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Es una idea monstruosa, pero no del todo carente de verdad. Por lo tanto, tratemos de exponerla. En su origen hay el principio oriental de la ornamentación, cuyo elemento básico es un verso del Corán, una cita del Profeta: cosida, grabada, tallada en piedra o madera, y gráficamente coincidente con este mismo proceso de costura, grabado y talla si uno tiene en cuenta la forma árabe de escribir. En otras palabras, nos las habemos con el aspecto decorativo de la caligrafía, el uso decorativo de frases, palabras y letras… con una actitud puramente visual al respecto. Descartando aquí la inaceptabilidad de esta actitud hacia las palabras (y también las letras), indiquemos tan sólo la inevitabilidad de una percepción literalmente espacial -por ser conducida por medios distintivamente espaciales- de cualquier locución sagrada. Señalemos la dependencia de este ornamento respecto a la longitud de la línea y el carácter didáctico de la locución, a menudo lo bastante ornamental por sí mismo. Recordemos que la unidad del ornamento oriental es la frase, la palabra, la letra.

La unidad -el elemento principal- de ornamentación que se impuso en Occidente fue la muesca, la talla, que registraba el paso de los días. Este ornamento, en otras palabras, es temporal, de donde su ritmo, su tendencia a la simetría, su carácter esencialmente abstracto, que subordinan la expresión gráfica a un sentido rítmico. Su extremo no-autodidactismo. Su persistencia -por medio del ritmo, o la repetición- en abstraerse a partir de su unidad, a partir de la cual ha sido ya expresado antes. En resumen, su dinamismo.

Yo señalaría también que la unidad de ornamentación -el día o la idea del día- absorbe en sí misma toda experiencia, incluida la de la locución sagrada. De ello se sigue la sugerencia de que la elegante y pequeña cenefa en una urna griega es superior al dibujo de una alfombra. Lo cual, a su vez, nos lleva a considerar quién es más nómada, el que vagabundea por el espacio o el que emigra a tiempo. Por abrumadora que pueda resultar (incluso literalmente) la noción de que todo está entretejido, que todo es meramente un dibujo en una alfombra, a la que pisoteamos, deja paso francamente a la idea de que todo se queda atrás… incluida la alfombra y el pie con que la pisamos.

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Sí, ¡ya preveo objeciones! Veo a un historiador del arte o a un etnólogo preparándose para librar batalla, con cifras o genealogías en las manos, sobre todo lo antes manifestado. Puedo ver a un individuo con gafas portador de un jarrón indio o chino con un meandro o un epistilo muy semejante a la pequeña y elegante cenefa griega, exclamando: «Y bien, ¿y esto qué? ¿Acaso la India (o China) no forman parte de Oriente?». Todavía peor, ese jarro o plato puede resultar ser de Egipto o de cualquier otro lugar de África, de Patagonia o de América Central, y entonces se producirá un chaparrón de pruebas y de hechos incontrovertibles en demostración de que la cultura preislámica era figurativa y que, por consiguiente, en este aspecto Occidente va simplemente rezagado con respecto a Oriente, que el ornamento es por definición no funcional, y que el espacio es mayor que el tiempo. O que yo, sin duda por razones políticas, sustituyo la historia por la antropología. Algo por el estilo, o peor.

¿Qué puedo responder a ello? ¿Y necesito decir algo? No estoy seguro, pero de todos modos señalaré que si no hubiera previsto estas objeciones no habría tomado la pluma… que para mí el espacio es, en efecto, a la vez menor y menos caro que el tiempo. No porque sea menor, sino porque es una cosa, en tanto que el tiempo es una idea sobre una cosa. Y al elegir entre una cosa y una idea, siempre hay que preferir la última, según mi opinión.

Y también preveo que no habrá jarrón, ni genealogías, ni plato, ni individuo con gafas. Que no surgirán objeciones, que el silencio reinará con carácter supremo. Menos como signo de asentimiento que como uno de indiferencia. Por lo tanto, afeemos un poco nuestra conclusión y añadamos que una conciencia del tiempo es una profunda experiencia individualista. Que en el transcurso de su vida toda persona se encuentra más tarde o más temprano en la situación de Robinson Crusoe, tallando muescas y tras haber contado por ejemplo siete de ellas, o diez, cruzándolas con una línea. Tal es el origen del ornamento, prescindiendo de civilizaciones precedentes o de aquella a la que pertenezca esta persona dada. Y estas muescas constituyen una actividad profundamente solitaria, que aisla al individuo y le impulsa hacia una comprensión, si no de su unicidad, sí al menos de la autonomía de su existencia en el mundo. Esto es la base de nuestra civilización, y esto es de lo que Constantino se alejó camino de Oriente. De la alfombra.

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Un día normal de verano en Estambul, caluroso, polvoriento y sudorífico. Además, es domingo. Un rebaño humano merodea bajo las bóvedas de Santa Sofía. Allí, en lo alto, inaccesibles para la vista, hay mosaicos que representan reyes o bien santos. Más abajo, accesibles para la vista pero no para la mente, hay escudos circulares de aspecto metálico con arabescos que son citas del Profeta en oro sobre esmalte verde oscuro. Camafeos monumentales con caracteres serpenteantes que evocan sombras de Jackson Pollock o Kandinsky. Y ahora advierto una viscosidad: la catedral está sudando. No sólo el suelo, sino también el mármol de las paredes. La piedra está sudando. Me informo, y me dicen que es a causa del brusco aumento de la temperatura. Decido que es a causa de mi presencia y me marcho.

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Para obtener un buen retrato del propio reino natal, uno necesita salir más allá de sus paredes, o bien extender un mapa. Pero, como ya se ha observado antes, ¿quién mira hoy un mapa?

Si en efecto las civilizaciones -cualquiera que sea su índole- se extienden como la vegetación en dirección opuesta al glaciar, de sur a norte, ¿dónde podría Rus, dada su ubicación geográfica, esconderse lejos de Bizancio? No sólo Rus Kievan, sino también la Rus moscovita, y después todo el resto de ella entre el Dónetz y los Urales. Y, francamente, habría que agradecer a Tamerlán y a Gengis Jan el haber retrasado un tanto el proceso, al congelar un poco -o, mejor dicho, pisotear- las flores de Bizancio. No es cierto que Rus desempeñara un papel de escudo para Europa, amparando a Occidente contra el yugo mongol. Fue Constantinopla, en aquel entonces todavía baluarte de la cristiandad, la que cumplimentó esta misión. (Incidentalmente, en 1402 se creó una situación bajo las murallas de Constantinopla que estuvo a punto de convertirse en catástrofe absoluta para la cristiandad y, de hecho, para todo el mundo entonces conocido: Tamerlán se encontró con Bajazet. Afortunadamente, volvieron sus armas el uno contra el otro, ya que, al parecer, surgió una rivalidad interracial. De haber unido sus fuerzas contra Occidente -o sea en la dirección hacia la que ambos estaban avanzando-, hoy miraríamos el mapa con ojos almendrados, predominantemente marrones.)

No había ningún lugar adonde Rus pudiera ir para alejarse de Bizancio, como tampoco lo había para Occidente en cuanto a alejarse de Roma. Y tal como Occidente, época tras época, se llenó de columnatas y legalidad romanas, Rus pasó a convertirse en la presa geográfica natural de Bizancio. Si en el camino de Roma se alzaban los Alpes, Bizancio no tenía más impedimento que el Mar Negro…, una cosa profunda pero, en resumidas cuentas, plana. Rus recibió, o tomó, de manos bizantinas todas las cosas: no sólo la liturgia cristiana, sino también el sistema cristiano-turco en el arte de gobernar (gradualmente más y más turco, menos vulnerable, más militarmente ideológico), ello sin hablar de una parte importante de su vocabulario. La única cosa de la que Bizancio se desprendió en su camino hacia el norte fue de sus notables herejías -sus monofisitas, sus arríanos, sus neoplatónicos, etcétera-, que habían constituido la quintaesencia de su vida literaria y espiritual. Pero ocurrió que su expansión al norte tuvo lugar en unos tiempos de creciente dominio por parte de la media luna, y el poder puramente físico de la Sublime Puerta hipnotizó al norte en una medida muy superior a las polémicas teológicas de los moribundos escoliastas.

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