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En aquellos años de «opulencia» que siguieron a la publicación en Occidente de sus dos volúmenes de memorias, aquella cocina se convirtió en meta de auténticas peregrinaciones.

Una noche sí y otra también, lo mejor de lo que había sobrevivido a la era posterior a Stalin, o de lo que había surgido en ella, se reunía alrededor de la larga mesa de madera, diez veces más grande que aquella cama de Pskov. No parecía sino que aquella mujer quería compensar todas aquellas décadas de paria. Dudo, sin embargo, que lo lograra, y en cierto modo la recuerdo mejor en aquella pequeña habitación de Pskov o sentada al borde de un diván en la casa de Leningrado de A¡ma-tova, a la que de vez en cuando acudía ilegalmente desde Pskov, o surgiendo de las profundidades del corredor en el apartamento de Shklovski en Moscú, donde residía antes de contar con un alojamiento propio. Quizá la recuerdo allí con más nitidez porque allí estaba más a sus anchas como la expatnada que era, la fugitiva, «la mendiga amiga», como la llamaba Osip Mandelstam en uno de sus poemas, que fue lo que siguió siendo durante todo el resto de su vida.

Deja literalmente sin aliento comprobar que escribió sus dos volúmenes a la edad de sesenta y cinco años. En la familia Mandelstam, el escritor era Osip, no ella. Si escribió alguna cosa con anterioridad fueron las cartas dirigidas a sus amigos o las apelaciones formuladas al Tribunal Supremo. Tampoco era el suyo el caso de una persona que pasa revista, desde la tranquilidad de su retiro, a una vida larga y plagada de hechos memorables, puesto que aquellos sesenta y cinco años no habían sido para ella exactamente lo que se dice normales. No es porque sí que en el sistema penal soviético hay una cláusula que especifica que, en ciertos campos, un año de reclusión cuenta por tres. En virtud de esto, las vidas de muchos rusos de este siglo casi igualan en longitud a las de los patriarcas de la Biblia, con los que comparten además otra cosa: su devoción por la justicia.

Pero no fue únicamente esa devoción por la justicia lo que la empujó a sentarse, a los sesenta y cinco años, y a emplear el tiempo de suspensión temporal de la sentencia para escribir aquellos libros. Lo que les dio existencia fue una recapitulación, a escala individual, del mismo proceso que ya había tenido lugar una vez en la historia de la literatura rusa. Y cuando digo esto recuerdo la aparición de la gran prosa rusa de la segunda mitad del siglo diecinueve. Aquella prosa que parece salida de ninguna parte, como un efecto sin causas detectables, no fue sino fruto de la poesía rusa del siglo diecinueve. Marcó el tono de todo lo que se escribiría después en ruso y lo mejor de la literatura rusa puede considerarse un eco distante y una elaboración meticulosa de la sutileza psicológica y léxica ofrecida por la poesía rusa del primer cuarto de aquel siglo. «La mayoría de los personajes de Dostoievski son héroes de Pushkin más viejos, Oneguins y otros por el estilo», solía decir Anna Ajmatova.

La poesía precede siempre a la prosa y así fue también en la vida de Nadeyda Mandelstam en más de un aspecto. Como escritora, al mismo tiempo que como persona, ella es una creación de dos poetas a los que su vida estuvo inexorablemente atada: Osip Mandelstam y Anna Ajmatova, y ello no tan sólo por el hecho de que el primero era su marido y la segunda su amiga de toda la vida. Después de todo, cuarenta años de viudedad podrían oscurecer los recuerdos más felices (y en el caso de su matrimonio, fueron pocos y distanciados, aunque sólo fuera por el hecho de que el matrimonio coincidió con la ruina económica del país, causada por la revolución, la guerra civil y los primeros planes quinquenales). Por otra parte, hubo años enteros en los que no vio para nada a Ajmatova y una carta habría sido lo último en lo que poder confiar. El papel era, en general, peligroso. Lo que reforzó el vínculo de aquel matrimonio, así como el de aquella amistad, fue la tecnicidad: la necesidad de confiar a la memoria lo que no se podía confiar al papel, es decir, los poemas de ambos autores.

Nadeyda Mandelstam no era ciertamente la única que lo hacía en aquella «época anterior a Gutenberg», para decirlo con palabras de Ajmatova. No obstante, el hecho de repetir noche y día las palabras de su esposo difunto no sólo estaba indudablemente relacionado con la circunstancia de entenderlas cada vez más, sino con la de resucitar la voz de él, aquellas entonaciones que sólo eran peculiares de él, junto con la sensación, por efímera que fuese, de su presencia y con la comprobación de que él mantenía su participación en aquel acuerdo de «para lo mejor y para lo peor» y, de manera especial, de su segundo término. Lo mismo ocurrió con los poemas de la amiga físicamente ausente, Ajmatova, puesto que, una vez en marcha, aquel mecanismo de la memorización ya no conoció freno. E igual sucedió con otros autores, otras ideas, otros principios éticos…, todo cuanto no podía sobrevivir de otra manera.

Aquellas cosas fueron creciendo gradualmente dentro de ella. Si hay un sustituto del amor, se llama memoria. Recordar de memoria es, pues, restablecer la intimidad. Gradualmente, los versos de aquellos poetas se convirtieron en su mentalidad, en su identidad. No sólo le aportaron el plano visual o ángulo de visión sino que -lo cual es más importante- se convirtieron en su norma lingüística. Así que, cuando se puso a escribir sus libros, estaba en condiciones de evaluar las oraciones que escribía-en aquel tiempo de una manera inconsciente, instintiva- por comparación con las de ellos. La claridad y ausencia de remordimiento de sus páginas, al mismo tiempo que reflejan su actitud mental, son también consecuencias estilísticas inevitables de la poesía que había conformado aquella mente. Tanto en su estilo como en su contenido, sus libros no son sino una postdata de la versión suprema del lenguaje que es esencialmente la poesía y que pasó a convertirse en su propia carne al aprender de memoria los versos de su marido.

Tomando en préstamo una frase de W. H. Auden, la gran poesía la «hirió» en prosa. Y realmente fue así, puesto que el patrimonio de aquellos dos poetas únicamente podía ser desarrollado o elaborado a través de la prosa. En poesía sólo podían ser seguidos por los epígonos, como ocurrió realmente. Dicho en otras palabras, la prosa de Nadeyda Mandelstam era el único medio disponible que tenía la lengua para evitar el estancamiento. De la misma manera, era el único medio disponible para la psique creada por el uso que hacían del lenguaje aquellos poetas. Así pues, sus libros no fueron tanto memorias y guías para las vidas de dos grandes poetas, por muy exquisitamente que llevaran a cabo esta función, sino que sirvieron para establecer la conciencia de la nación. Para que así, por lo menos, tuvieran un modelo.

No ha de sorprendernos, pues, que su postura se resolviera en una acusación del sistema. Esos dos volúmenes de la señora Mandelstam equivalen, de hecho, a un Día del Juicio sobre la tierra para la época y para su literatura, un juicio administrado de una manera perfectamente correcta, puesto que esta época fue la que emprendió la construcción del paraíso terrenal. Y todavía ha de sorprendernos menos que esas memorias, y de manera especial el segundo volumen de las mismas, no fueran del gusto de ninguno de los bandos situados a ambos lados de la muralla del Kremlin. Debo decir que las autoridades se mostraron más honradas en su reacción que la intelectualidad: se limitaron a catalogar la posesión de esos libros como una ofensa punible por la ley. En cuanto a la intelectualidad, y de manera especial la de Moscú, sufrió una auténtica conmoción como resultado de las acusaciones de Nadeyda Mandelstam contra muchos de sus ilustres y no tan ilustres miembros, a los que echó en cara una casi complicidad con el régimen, como resultado de lo cual la oleada humana que antes invadía su cocina disminuyó considerablemente.

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