Hubo cartas abiertas y semiabiertas, indignadas resoluciones de no estrechar la mano, amistades y matrimonios que se rompieron a la hora de dilucidar si tenía o no razón al considerar a ésta o a aquella persona un informador. Un destacado disidente decía, mientras se acariciaba la barba: «ha presidido toda nuestra generación», en tanto que otros corrían a sus dachas, se encerraban en ellas y se ponían a mecanografiar las contramemorias. Esto era ya a principios de los años setenta y unos seis años más tarde estas mismas personas quedarían igualmente divididas frente a la actitud de Soljenitsin en relación con los judíos.
Hay algo en la conciencia de los literatos que no puede soportar el concepto de la autoridad moral de alguien. Se someten ante la existencia de un Primer Secretario del Partido o de un Führer como ante un mal necesario, pero se lanzarían ávidamente a poner en tela de juicio a un profeta. Y presumiblemente es así, porque decirle a uno que es un esclavo es menos desalentador que si le dicen que, desde el punto de vista moral, es un cero. Después de todo, no hay por qué pegarle un puntapié al perro caído, pese a que el profeta da un puntapié al perro caído no para acabar con él sino para que le siga sus pasos. La resistencia a esos puntapiés, el poner en entredicho las afirmaciones y acusaciones de un escritor, no proviene de un ansia de verdad sino de la presunción intelectual de esclavitud. Peor aún para los literatos cuando la autoridad no sólo es moral sino también cultural, como lo fue en el caso de Nadeyda Mandelstam.
Quisiera avanzar todavía un paso más. La realidad por sí misma no vale un comino. Es la percepción lo que eleva la realidad a significado. Entre las percepciones (y, correspondientemente, entre los significados) hay una jerarquía, en la que las adquiridas a través de los prismas más refinados y sensitivos se sitúan en el punto más alto. El refinamiento y la sensibilidad están repartidos en este prisma por la única fuente que los proporciona: la cultura, la civilización, cuya herramienta principal es el lenguaje. La evaluación de la realidad realizada a través de ese prisma -la adquisición de lo que constituye un objetivo de la especie- es, por tanto, la más precisa, quizá incluso la más justa. (Los gritos de «¡Injusto!» y «¡Elitista!» que pueden seguir a lo antedicho desde, entre todos los lugares posibles, los campus locales deben quedar desatendidos, puesto que la cultura es «elitista» por definición y la aplicación de los principios, democráticos a la esfera del conocimiento lleva a equiparar la sabiduría con la idiotez.)
Es la posesión de ese prisma, que le fue suministrado por la mejor poesía rusa del siglo veinte, y no la unicidad en la dimensión de su desgracia, lo que hizo indisputable la declaración de Nadeyda Mandelstam acerca de su espacio de realidad. Es una abominable falacia la que afirma que el sufrimiento explica la grandeza del arte. El sufrimiento ciega, deja sordo, arruina y a menudo mata.
Osip Mandelstam fue un gran poeta antes de la revolución. Como lo fueron igualmente Anna Ajmatova y Marina Tsvetaeva. Todos ellos habrían sido los que fueron en realidad aunque no hubiera ocurrido ninguno de los hechos históricos que vivió Rusia durante el presente siglo. Y fue así porque estaban dotados, puesto que el talento no necesita para nada de la historia.
¿Habría sido Nadeyda Mandelstam lo que fue realmente de no haber sido por la Revolución y las demás cosas que la siguieron? Probablemente no, puesto que conoció a su futuro marido en 1919. Pero la pregunta es en sí banal, puesto que nos conduce a los lóbregos dominios de la ley de la probabilidad y del determinismo histórico. Después de todo, se convirtió en lo que se convirtió realmente no por lo que ocurrió en Rusia durante el presente siglo, sino más bien a pesar de ello. Un dedo casuístico seguramente señalaría que, desde el punto de vista del determinismo histórico, «a pesar de» es sinónimo de «porque». Basta eso, pues, en relación con el determinismo histórico, si se muestra tan atento en cuanto a la semántica de algún «a pesar de» humano.
Aunque es por una buena razón. Puesto que una frágil mujer de sesenta y cinco años resulta ser capaz de aminorar, por no decir evitar, a la larga, la desintegración cultural de toda una nación. Sus memorias son algo más que un testimonio de su época: son una visión de la historia a la luz de la conciencia y de la cultura. Ante esta luz la historia se estremece y el individuo hace su elección: entre buscar la fuente de aquella luz y cometer un crimen antropológico contra sí mismo.
No se había propuesto ser tan preeminente, ni trataba simplemente de vengarse del sistema. Para ella era una cuestión privada, algo que pertenecía a su temperamento, a su identidad y a lo que había conformado aquella identidad. Para decirlo de alguna manera, su identidad había sido conformada por la cultura, por sus mejores productos: los poemas de su marido. Eran éstos, no el recuerdo de su persona, lo que ella trataba de mantener vivo. Era de ellos, no de él, de quien enviudó durante aquellos cuarenta y dos años. Por supuesto que lo amaba, pero el amor es la más elitista de las pasiones. Adquiere su sustancia estereoscópica y su perspectiva sólo dentro del contexto de la cultura, puesto que ocupa más espacio en la mente que en la cama. Fuera de este marco, fracasa y se convierte en ficción unidimensional. Ella era una viuda de la cultura y creo que amaba más a su marido al final de su vida que el día en que se casaron. Probablemente ésta sea la razón de que los lectores de sus libros los encuentren tan turbadores. Por esto y porque el estado del mundo moderno en relación con la civilización puede ser también definido como viudedad.
Si le faltaba algo, era humildad. En este aspecto era totalmente diferente de sus dos poetas. Pero ellos tenían su arte, y la calidad de sus logros les proporcionaba satisfacción bastante para ser, o pretender ser, humildes. Pero ella era terriblemente terca, categórica, lunática, desagradable, idiosincrásica; muchas de sus ideas eran absurdas o habían sido elaboradas de oídas. En resumen, en ella había mucho de formación de mujer, cosa que no sorprende dada la dimensión de las figuras que trató en la realidad y más tarde en la imaginación. Al final, su intolerancia alejó de su lado a muchos, cosa que de hecho no le importaba, porque empezaba a cansarse de la adulación, de ser objeto de los gustos de Robert McNamara y de Willy Fisher (el verdadero nombre del coronel Rudolf Abel). Todo lo que quería era morir en su cama y, en cierto modo, esperaba la muerte, porque «allí arriba volveré a estar con Osip», pese a que Ajmatova, al oírle estas palabras, le replicó: «No, estás completamente equivocada. Allí arriba seré yo quién estará con Osip.»
Su deseo se hizo realidad y murió en su cama, cosa nada insignificante para una rusa de su generación. Los habrá que dirán que no entendió su época, que perdió el tren de la historia que viajaba hacia el futuro. Pues bien, como casi todos los demás rusos de su generación, aprendió demasiado bien que aquel tren que se dirigía al futuro se para en el campo de concentración o en la cámara de gas. Tuvo la suerte de eludirlos y nosotros hemos tenido la suerte de que nos hablara del viaje. La última vez que la vi fue el 30 de marzo de 1972, en la cocina de su casa, en Moscú. Era a última hora de la tarde y ella estaba sentada, fumando en un rincón, sumida en la sombra proyectada sobre la pared por el alto armario. Aquella sombra era tan oscura que lo único que permitía ver era el débil destello del cigarrillo y sus ojos penetrantes. Lo demás -su cuerpo macilento y encogido bajo el chal, sus manos, el óvalo de su rostro lívido, su cabello gris, ceniciento- habían sido engullidos por la oscuridad. Parecía el residuo de una inmensa hoguera, una brasa que quemaría si uno la tocase.