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Más adelante, en los años treinta, durante el período conocido con el nombre de Voronezh, cuando todas esas cuestiones -incluida Roma y la Cristiandad- debían ceder el paso a la «cuestión» del horror existencial desnudo y de una aterradora aceleración espiritual, la pauta de la interacción, de la interdependencia de aquellos dos reinos todavía se hace más obvia y más densa.

No es que Mandelstam fuera un poeta «civilizado», sino más bien que era un poeta de la civilización y para la civilización. En cierta ocasión, al serle preguntado que definiera el acmeísmo -movimiento literario al que pertenecía-, respondió: «nostalgia de una cultura mundial». Ese concepto de una cultura mundial es marcadamente ruso. Debido a su situación (ni Oriente ni Occidente) y a lo imperfecto de su historia, Rusia ha padecido siempre una sensación de inferioridad cultural, por lo menos en relación con Occidente. De esa inferioridad surgió el ideal de una cierta unidad cultural y una posterior voracidad intelectual frente a todo lo que procediera de aquella dirección. En cierto sentido, es una versión rusa del helenismo y, en este sentido, la observación de Mandelstam con respecto a la «palidez helenista» de Pushkin no es ociosa.

El mediastino de este helenismo ruso fue San Petersburgo. Tal vez el mejor emblema de la actitud de Mandelstam frente a esa llamada cultura mundial podría ser aquel pórtico estrictamente clásico del Almirantazgo de San Petersburgo decorado con relieves de ángeles con sus trompetas y coronado por una aguja dorada con la silueta de un velero en su extremo. Para entender mejor su poesía, el lector extranjero quizá debería tener presente que Mandelstam era judío y que vivía en la capital de la Rusia Imperial, cuya religión dominante era la ortodoxa, cuya estructura política era esencialmente bizantina y cuyo alfabeto fue concebido por dos monjes griegos. Hablando desde el punto de vista histórico, donde se dejaba sentir con más fuerza esta mezcla orgánica era en San Petersburgo, que se convirtió en hornacina escatológica de Mandelstam, «tan familiar como las lágrimas», para el resto de su no muy larga vida.

Pero lo suficientemente larga para inmortalizar ese lugar y, si su poesía ha sido calificada a veces de «petersburguiana», existe más de una razón para considerar esa definición exacta y elogiosa. Exacta porque, aparte de ser la capital administrativa del imperio, San Petersburgo era también el centro espiritual del mismo y, a principios de siglo, allí confluían los ramales de aquella corriente, de la misma manera que confluyen en los poemas de Mandelstam. Elogiosa porque tanto el poeta como la ciudad se aprovecharon, en cuanto a significado, de esta confrontación. Si Occidente era Atenas, en los años diez del presente siglo San Petersburgo era Alejandría. Aquella «ventana de Europa», tal como fue llamada por algunas almas amables de la Ilustración, aquella «ciudad en gran parte inventada», como la llamaría más tarde Dostoievski, situada en la misma latitud de Vancouver, en la desembocadura de un río tan ancho como el Hudson entre Manhattan y Nueva Jersey, era y es hermosa, y posee aquella belleza fruto de la locura o que intenta ocultar esa locura. El clasicismo no tuvo nunca mucho espacio en ella y los arquitectos italianos que fueron invitados a la ciudad por los sucesivos monarcas rusos lo entendieron demasiado bien. La multitud de columnas gigantes, infinitas, verticales, blancas, de las fachadas de aquellos palacios que bordean el río y que pertenecían al zar, a su familia, a la aristocracia, a las embajadas y a los nouveaux nches, quedaban reflejadas en las aguas hasta el Báltico. En la principal avenida del imperio -la Perspectiva Nevski- había iglesias de todos los credos. Las calles, amplias e interminables, estaban llenas de cabriolés, de automóviles recién introducidos, de multitudes ociosas y bien vestidas, de tiendas de gran categoría, de pastelerías, etc. Había plazas inmensas, con estatuas ecuestres que representaban a antiguos gobernantes y con columnas triunfales más altas que la de Nelson. Eran innumerables las editoriales, las revistas, los periódicos, los partidos políticos (en mayor número que en la América actual), los teatros, los restaurantes, gentes de raza gitana. Todo aquello estaba rodeado por el ladrillo Birnam Wood de las chimeneas de las fábricas y cubierto por la diseminada capa húmeda y gris del cielo del hemisferio norte. Se había perdido una guerra, otra-una guerra mundial- estaba al caer y tú eras un niño judío con un corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos.

En esta encarnación a escala gigantesca del perfecto orden, el latido yámbico es tan natural como los cantos rodados. San Petersburgo es la cuna de la poesía rusa y, lo que es más, de su prosodia. La idea de una estructura noble, prescindiendo de la calidad de su contenido (a veces precisamente contra su calidad, que crea una aterradora sensación de disparidad, que no indica tanto la evaluación del fenómeno descrito por parte del autor, sino la de su propio verso), es francamente local. Todo empezó hace un siglo y el uso que hace Mandelstam de los metros estrictos en su primer libro, Piedra, recuerda claramente a Pushkin y a su pléyade. Y una vez más, no es el resultado de una elección consciente, como tampoco es un signo indicador de que el estilo de Mandelstam se encuentre predeterminado por los procesos precedentes o contemporáneos de la poesía rusa.

La presencia de un eco constituye el rasgo básico de cualquier acústica que se precie de buena y Mandelstam se limitó a hacer de gran cúpula para sus predecesores. Las voces más distinguidas que se escucharon en ella pertenecen a Deryavin, a Baratinski y a Batiushkov, pero él actuaba en gran medida por cuenta propia, pese a cualquier tipo de expresión existente, de manera especial la contemporánea. Tenía demasiadas cosas que decir para preocuparse por un exclusivismo estilístico. Sin embargo, era esa calidad sobrecargada de su verso, por otra parte regular, lo que hacía que fuera único.

Aparentemente, sus poemas no se diferenciaban tanto de la obra de los simbolistas, que dominaban entonces el escenario literario: se servía de rimas perfectamente regulares, obedecía a un esquema regido por estrofas de tipo corriente y la longitud de sus poemas correspondía a los usos comunes, es decir, era de dieciséis a veinticuatro versos. Sin embargo, al servirse de tan humildes medios de transporte, llevaba a su lector mucho más lejos que aquellos metafísicos, afables por el hecho de ser vagos, que se daban a sí mismos el nombre de simbolistas rusos. Como movimiento, es evidente que el simbolismo fue el último importante (y no sólo en Rusia), si bien la poesía es un arte extremadamente individualista, puesto que acusa los ismos. La producción poética del simbolismo fue tan cuantiosa y seráfica como el empadronamiento y los postulados de este movimiento. Aquel encumbramiento estaba tan falto de base que los estudiantes diplomados, los cadetes militares y los empleados se dejaron tentar y, en el momento del cambio de siglo, el género se encontraba comprometido hasta el punto de la inflación verbal, situación bastante parecida a la que hoy atraviesa América con el verso libre. Más tarde, como no podía ser menos, surgió la devaluación como reacción, con los nombres de futurismo, constructivismo, imaginismo, etcétera. Pero se trataba de ismos contra ismos, de dispositivos en guerra con dispositivos. Sólo hubo dos poetas, Mandelstam y Tsvetaeva, que presentaron un contenido cualitativamente nuevo, y su hado reflejaba, a su manera terrible, la medida de su autonomía espiritual.

En poesía, como en cualquier otro campo, la superioridad espiritual se disputa siempre a un nivel físico. Uno no puede por menos de pensar que fue precisamente la desavenencia con los simbolistas (no totalmente desprovista de alusiones antisemíticas) lo que contenía los gérmenes del futuro de Mandelstam. No me estoy refiriendo tanto a las mofas, a cargo de Georgi Ivanov, del poema de Mandelstam, en 1917, con sus resonancias en el ostracismo oficial de los años treinta, como a la creciente desvinculación por parte de Mandelstam de toda forma de producción masiva, especialmente lingüística y psicológica. El resultado fue un efecto en el que, cuanto más clara es una voz, más disonante suena. No hay coro al que le guste, y su aislamiento estético adquiere dimensiones físicas. Cuando un hombre crea un mundo propio, se convierte en un cuerpo extraño contra el que apuntan todas las leyes: gravedad, comprensión, repudiación, aniquilación.

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