Huberto me la entregó con mano temblorosa. Saqué de ella un sobre.
Encontrarás aquí algunas indicaciones referentes a la totalidad de mi fortuna. Puedes entregársela al notario Arcam… O, mejor, telefonéale que venga; yo mismo se la entregaré y confirmaré en tu presencia mi voluntad.
Huberto recogió el sobre y me preguntó con ansiedad:
– Te burlas de nosotros, ¿verdad?
– Telefonea al notario; ya verás si me burlo… Se precipitó hacia la puerta, pero se volvió.
– No -dijo-. Hoy sería inconveniente. Debemos esperar una semana.
Se pasó una mano por los ojos. Sin duda estaba avergonzado y se esforzaba en pensar en su madre. Se acercó y me devolvió el sobre.
– Bien -dije-. Abre y lee. Te autorizo.
Se acercó vivamente a la ventana y rompió los sellos. Leyó como hubiera comido. Genoveva, sin poder contenerse, se levantó e inclinó por encima de los hombros de su hermano una cabeza ávida.
Contemplé a la pareja de hermanos. No había nada de qué horrorizarme. Un hombre de negocios amenazado, un padre y una madre de familia encuentran de pronto los millones que creían perdidos. No, no me horrorizaban. Pero me asombraba mi propia indiferencia. Me parecía a un recién operado que se despierta y dice que no ha sentido nada. Había arrancado de mí algo que, según suponía, tenía fuertes raíces. No experimentaba otra sensación distinta del sosiego y el alivio físico. Respiraba mejor. En el fondo, ¿qué hacía yo, después de tantos años, sino intentar perder esa fortuna y entregársela a alguien que no fuese uno de los míos? Siempre me he engañado con respecto al objeto de mis deseos. No sabemos lo que deseamos; no amamos lo que creemos amar.
Oí que Huberto decía a su hermana:
– Es enorme…, es enorme. Una fortuna enorme.
Cambiaron algunas palabras en voz baja. Genoveva declaró que ellos no aceptarían mi sacrificio, que no querían despojarme.
Estas palabras, "sacrificio" y "despojarme", sonaban extrañamente en mis oídos. Huberto insistió:
– Has procedido bajo la emoción de este día. Te crees más enfermo de lo que estás. No tienes setenta años; se puede alcanzar una edad muy avanzada con lo que tú tienes. Al cabo de algún tiempo te arrepentirás. Me preocuparé, si quieres, de todos los cuidados materiales. Pero conserva en paz lo que te pertenece. No deseamos más que lo justo. No hemos deseado más que la justicia…
Me invadía la fatiga; ellos vieron que mis ojos se me cerraban. Les dije que mi decisión estaba tomada y que, en lo sucesivo, no hablaría más que ante notario. Ya se marchaban sin volver la cabeza cuando los llamé.
– Olvidaba deciros que debe entregarse a mi hijo Roberto una renta mensual de mil quinientos francos. Se lo he prometido. Recuérdamelo cuando firmemos el acta.
Huberto enrojeció. No esperaba este dardo. Pero Genoveva no vio en ello malicia alguna. Con los ojos muy abiertos, hizo un rápido cálculo y dijo:
– Dieciocho mil francos anuales… ¿No te parece que es mucho?
Capítulo dieciocho
La llanura estaba más clara que el cielo. La tierra, ahita de agua, humeaba, y las rodadas llenas de lluvia reflejaban un cielo turbio. Todo me interesaba como cuando Cálese me pertenecía. Nada es mío y no siento mi pobreza. El rumor de la lluvia, por la noche, sobre la vendimia que se pudre no me entristece menos que cuando era el dueño de esta cosecha amenazada. Aquello que he considerado como apego a la propiedad, no es más que el instinto carnal del campesino, hijo de campesinos, nacido de aquellos que, desde hace siglos, interrogan con angustia al horizonte. La renta que he de recibir cada mes se acumulará en casa del notario: jamás he necesitado nada. He estado prisionero durante toda mi vida de una pasión que no me poseía. Como un perro ladra a la luna, me ha fascinado un reflejo. ¡Despertarse a los sesenta y ocho años! ¡Renacer en el momento de morir! Que se me concedan algunos años aún, algunos meses, algunas semanas…
La enfermedad se ha ido; me siento mucho mejor. Amelia y Ernesto, que servían a Isa, pasan a servirme a mí; saben poner inyecciones. Todo está al alcance de mi mano: las ampollas de morfina, las sales de nitrito. Los hijos, atareados, apenas dejan la ciudad y no vienen más que cuando tienen necesidad de algún dato con respecto a una valoración… Todo transcurre sin demasiadas disputas: el terror a salir "perjudicados" les ha hecho escoger esta parte cómica de repartirse los servicios completos de ropa blanca adamascada y de cristalería. Cortarán en dos un tapiz antes de que pueda beneficiarse uno solo. Prefieren que todo esté desparejado a que algún lote aventaje a otro. Esto es lo que llaman pasión por la justicia. Se habrán pasado la vida denominando con bellos nombres los sentimientos más viles… No, yo debo borrar esto. ¿Quién sabe si no viven presos, como yo mismo he vivido, de una pasión que no es precisamente en sus seres la más profunda?
¿Qué piensan de mí? Que he sido derrotado, sin duda, que he cedido. "Me han cogido". Sin embargo, en cada visita me testimonian gran respeto y gratitud. Por lo menos, los asombro. Huberto, sobre todo, me observa; desconfía, no está seguro de que me encuentre desarmado. Tranquilízate, pobre muchacho. El día en que volví convaleciente a Cálese, ya no era muy terrible. Pero ahora…
Los olmos de los caminos y los álamos de la llanura dibujaban grandes planos superpuestos, y entre sus líneas sombrías se acumulaba la niebla y el humo de las hierbas quemadas y ese inmenso aliento de la tierra que ha bebido. Porque nos despertamos en pleno otoño y los racimos, donde mora aún y brilla un poco de lluvia, no encontrarán lo que les ha frustrado el agosto lluvioso. Para nosotros tal vez no sea nunca demasiado tarde. Tengo necesidad de repetirme que nunca es demasiado tarde.
Al día siguiente de mi vuelta penetré, y no por devoción, en la alcoba de Isa. El no hacer nada, esa disponibilidad total de la que no sé si gozo o sufro en el campo, esto sólo, me incitó a empujar la puerta entreabierta, la primera al lado de la escalera, a la izquierda. No solamente la ventana estaba abierta de par en par, sino también el armario y la cómoda. La servidumbre había abandonado la habitación y el sol devoraba, hasta en los más pequeños rincones, los restos impalpables de un destino acabado. La tarde de septiembre zumbaba de moscas sin sueño. Los tilos, tupidos y redondos, parecían frutos maduros. El cielo, oscuro en el cénit, palidecía sobre las colinas dormidas. Vibró la risa de una joven a quien no veía. Los anchos sombreros contra el sol movíanse a ras de las viñas. Había comenzado la vendimia.
Pero la vida maravillosa se había retirado de la habitación de Isa; bajo el armario, un par de guantes y una sombrilla parecían muertos. Miré la vieja chimenea de piedra en cuya campana hay esculpidos un rastrillo, una pala, una hoz y una espiga de trigo. Las chimeneas de otros tiempos, donde podían quemarse enormes troncos, están cerradas durante el verano por grandes pantallas de lienzo pintado. Esta representaba una yunta que un día, siendo niño, en un acceso de cólera, acribillé a navajazos con mi cortaplumas. No estaba más que apoyada contra la chimenea. Al intentar ponerla en su sitio, cayó y descubrió el hueco negro del hogar lleno de ceniza. Recordé lo que habían dicho mis hijos del último día en que Isa había pasado en Cálese: "Quemó papeles; creímos que había un incendio…". Comprendí en aquel momento que ella había sentido la proximidad de la muerte. No se puede pensar a la vez en la propia muerte y en la de los demás. Poseído por la idea fija de mi fin cercano, ¿cómo no me había dado cuenta de la tensión de Isa?
– No es nada, es la edad -repetían aquellos hijos estúpidos.
Pero ella, el día en que quemó sus cosas, sabía que su hora estaba próxima. Había querido desaparecer enteramente: había borrado sus menores huellas. Miré en el hogar aquellas cenizas grises que el viento movía ligeramente. Las tenazas que ella había utilizado se encontraban todavía allí, entre la chimenea y la pared. Las cogí y escarbé en aquel montón de polvo, en aquella nada.