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Lucas cumplió los quince años durante los primeros días de la guerra. Huberto había sido movilizado para servicios auxiliares. Los tribunales de revisión militar, que él soportaba filosóficamente, te angustiaron. En la estrechez de su pecho, que durante muchos años fue tu pesadilla, se alimentaba entonces tu esperanza. Cuando la monotonía de las dependencias militares, y también algunos desaires, le inspiraron el vivo deseo de alistarse, los pasos en vano dados en este sentido te hicieron hablar abiertamente de lo que tú habías cuidado tanto de disimular.

– Con su atavismo… -repetías.

¡Pobre Isa! No temas que te devuelva la pelota. Jamás te he interesado; jamás te preocupaste de mí; pero durante aquella época menos que en ninguna. Nunca presentiste ese acrecentamiento de angustia que se producía en mí a medida que se sucedían las campañas de invierno. El padre de Lucas había sido movilizado en un ministerio; el niño estaba con nosotros, no solamente las vacaciones de verano, sino el día de Año Nuevo y por Pascua. Le entusiasmaba la guerra. Tenía miedo de que terminase antes de que cumpliera los dieciocho años. El, que nunca había abierto un libro en otras ocasiones, devoraba las obras especializadas y consultaba los mapas. Su cuerpo se desarrollaba metódicamente. A los dieciséis años ya era un hombre, un hombre fuerte, y por eso no le interesaban ni los heridos ni los muertos. De los horribles relatos que yo le obligaba a leer con respecto a la vida en las trincheras, deducía el espectáculo de un deporte terrible y magnífico al cual no siempre se tenía el derecho de jugar: era necesario apresurarse. ¡Oh! Tenía miedo de llegar tarde. Tenía ya en el bolsillo la autorización del imbécil de su padre. Y yo, a medida que se acercaba el fatal aniversario del 18 de enero, seguía estremecido la carrera del viejo Clemenceau, la acechaba, como aquellos padres de los presos que aguardaban la caída de Robespierre antes de que sus hijos fueran llevados a juicio.

Cuando Lucas partió para el campo de Souges, durante su período de instrucción y entrenamiento, le enviaste ropa de abrigo y golosinas, pero pronunciabas palabras que despertaban en mí instintos homicidas, pobre Isa, cuando decías:

– Evidentemente, será muy triste…, pero, al menos, esa criatura no dejará a nadie tras sí…

Reconozco que no había nada escandaloso en aquellas palabras.

Un día comprendí que no había que esperar a que la guerra terminase antes de la partida de Lucas. Cuando fue roto el frente en Chemin-des-Dames, vino a despedirse de nosotros, quince días antes de lo que había previsto. ¡Tanto peor! Tendré el valor de anotar aquí un horrible recuerdo que todavía, por las noches, me despierta y me hace gritar. Aquel día fui a buscar a mi despacho un cinturón de cuero que había encargado al talabartero según un modelo ideado por mí. Me subí a un taburete e intenté atraer hacia mí la cabeza de yeso de Demóstenes que coronaba mi biblioteca. Imposible moverla. Estaba llena de monedas de oro que yo había escondido cuando se decretó la movilización. Hundí mi mano en aquel oro que era lo que más me importaba en el mundo y atiborré de monedas el cinturón de cuero. Cuando bajé del taburete, aquella boa hinchada, cebada de metal, se enroscó en torno a mi cuello, oprimiendo mi nuca.

Con un tímido ademán se la ofrecí a Lucas. No comprendió al principio qué era lo que le entregaba.

– ¿Qué quieres que haga con esto, tío?

Puede servirte en los acantonamientos, y si caes prisionero… y en otras circunstancias. Con esto es posible todo.

– ¡Oh! -dijo, riendo-; llevo ya bastantes chismes encima… ¿Cómo has podido creer que me iba a complicar las cosas con todo ese dinero? Al primer avance me vería obligado a dejarlo colgado de una rama…

– Pero, criatura, al principio, todos los que iban a la guerra llevaban oro.

– Porque no sabían lo que les esperaba, tío.

Estaba de pie en el centro de la habitación y yo había lanzado sobre un diván el cinturón lleno de oro. Aquel muchacho fuerte, ¡qué frágil parecía con su uniforme, demasiado grande para él! Del cuello abierto salía su cuello de niño soldado. Su pelo cortado al rape daba a su figura un carácter particular. Estaba preparado para morir, estaba ya "engalanado". Igual que los demás, indistinto, ya anónimo, ya desaparecido. Su mirada se detuvo un momento en el cinturón; después me miró con una expresión de burla y de desprecio. No obstante, me abrazó. Bajé con él hasta la puerta de la calle. Se volvió para decirme:

– Manda todo eso al Banco de Francia. Yo no veía nada. Oí que tú decías, riendo:

– ¡No lo esperes! ¡Es pedirle mucho! Una vez cerrada la puerta, habiéndome quedado inmóvil en el vestíbulo, me dijiste:

– Confiesa que sabías que no había de aceptar tu oro. Era un rasgo enteramente sin riesgo.

Recordé que el cinturón había quedado sobre el diván. Un criado hubiera podido descubrirlo allí. Subí apresuradamente; de nuevo me lo eché sobre los hombros y lo vacié en la cabeza de Demóstenes.

Apenas me di cuenta de la muerte de mi madre, que ocurrió pocos días después. Desde hacía varios años estaba completamente inconsciente y no vivía con nosotros. Ahora, cada día, cuando pienso en ella recuerdo a la madre de mi infancia y de mi juventud. La imagen de su decadencia se ha borrado de mí. Yo, que detesto los cementerios, voy algunas veces a visitar su tumba. No le llevo flores desde que he sabido que las roban. Los pobres hurtan las flores de los ricos por lo que atañe a sus muertos. Habría que comprar una reja; pero ahora todo está muy caro. Lucas ni siquiera tiene una tumba. Ha desaparecido; es un desaparecido. Guardo en mi cartera la única carta que tuvo tiempo de escribirme:

"Todo va bien. He recibido el paquete. Con mi cariño."

Escribe "con mi cariño". A pesar de todo he obtenido estas palabras de mi pobre niño.

Capítulo once

Esta noche me despertó un ahogo. Hube de levantarme y arrastrarme hasta mi butaca, y, entre el estrépito de un viento enloquecido, he releído estas últimas páginas y me he quedado perplejo por las miserias mías que ellas aclaran. Antes de continuar me acodé sobre el alféizar. El viento se había calmado. Cálese dormía sin un soplo de aire y bajo un cielo estrellado. De pronto, hacia las tres de la madrugada, volvió la borrasca, con truenos y pesadas y heladas gotas de lluvia. Producían tal ruido sobre las tejas que tuve miedo de que granizara. Creí que mi corazón iba a dejar de latir.

Apenas "apunta la uva" en los viñedos. La cosecha próxima cubre los ribazos; pero parece estar allí como esos jóvenes animales que el cazador amarra y abandona en la obscuridad para atraer a las fieras; nubarrones que braman rondan en torno a las viñas que se ofrecen.

¿Qué me importa ahora la recolección? No puedo cosechar nada en el mundo. Tan sólo puedo conocerme un poco mejor. Escucha, Isa. Descubrirás entre mis papeles, después de mi muerte, mis últimas voluntades. Datan de los meses que siguieron a la muerte de María, cuando estaba enfermo y te preocupabas a causa de los hijos. Encontrarás una profesión de fe concebida más o menos en estos términos:

"Si es que acepto en el momento de mi muerte el ministerio de un sacerdote, protesto de antemano, en plena lucidez, contra el abuso que se habrá hecho de mi debilidad intelectual y física para obtener de mí lo que mi razón rechaza."

Pues bien, te debo esta confesión: al contrario, cuando me miro, como estoy haciendo desde hace dos años, con una atención mayor que mi disgusto, es cuando me doy cuenta de la mayor lucidez de mis sentidos, cuando la tentación cristiana me atormenta. No puedo negar que existe un camino en mí que podría conducirme a tu Dios. Si alcanzara a agradarme a mí mismo, combatiría mejor esta exigencia. Si pudiera despreciarme sin segunda intención, la razón sería comprendida para siempre. Pero la dureza del hombre que soy, la horrible desnudez de su corazón, ese don que posee de inspirar el odio y de crear un desierto en torno suyo, nada de todo esto puede hacer prevalecer la esperanza…

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