– Señor abate, ¿está permitido odiar a los judíos?
Aquella noche, con alegría nuestra, no escurrió el bulto. Habló de la grandeza del pueblo elegido, de su augusto papel de testigo y de su pronosticada conversión, anunciadora del fin de los tiempos. Y como Huberto protestara diciendo que era necesario odiar a los verdugos de Nuestro Señor, respondió el abate que cada uno de nosotros tenía el derecho de odiar a un solo verdugo de Cristo:
– A nosotros mismos, y a nadie más…
Desconcertada, interviniste manifestando que con tan peregrinas ideas no faltaba más que entregar Francia al extranjero. Felizmente para el abate, os reconcilió Juana de Arco. En la escalinata gritaba un niño:
– ¡Qué bello claro de luna!
Salí a la terraza. Sabía que Marinette me seguiría. Y, en efecto, oí su voz ahogada:
– Espérame…
Un boa rodeaba su cuello.
La luna llena se levantaba al Este. La joven admiraba las largas sombras oblicuas de las glorietas sobre la hierba. Las casas de los labradores recibían la luz sobre sus caras cerradas. Ladraban los perros. Me preguntó si la luna inmovilizaba a los árboles. Me dijo que todo había sido creado, en una noche como aquélla, para tormento de los solitarios.
– Una decoración vacía -dijo.
¡Cuántas caras unidas en aquella hora, y cuántos hombros juntos! ¡Qué complicidad! Veía claramente una lágrima pendiente de sus pestañas. En la inmovilidad de todo, sólo su aliento tenía vida. Ella respiraba siempre un poco anhelante… ¿Qué queda de ti esta noche, Marinette, muerta en 1900? ¿Qué perdura, al cabo de treinta años, de un cuerpo sepultado? Recuerdo tu aroma nocturno. Para creer en la resurrección de la carne, tal vez sea necesario haber vencido a la carne. El castigo de aquellos que han abusado de ella es no haber podido ni siquiera imaginar su resurrección.
Cogí su mano como lo hubiera hecho con la de un niño desgraciado. Y, como un niño, apoyó su cabeza sobre mi hombro. La recibí porque allí estaba. La arcilla recibe al durazno que cae. La mayor parte de los seres humanos no se eligen mejor que los árboles que han crecido juntos y cuyas ramas se confunden por el crecimiento.
Pero mi infamia en ese minuto fue pensar en ti, Isa, pensar en una venganza posible: servirme de Marinette para hacerte sufrir. Por breve que fuera el instante en que esta idea anidó en mi espíritu, es cierto, sin embargo, que concebí este crimen.
Dimos algunos inciertos pasos fuera de la zona del claro de luna, hacia el bosquecillo de granados y jeringuillas. El destino quiso que oyera un rumor de pasos entre los viñedos, en ese sendero que seguía todas las mañanas el abate Ardouin para ir a misa. Sin duda, era él… Pensé en aquella frase que me dijo una noche:
– Es usted muy bueno.
¡Si hubiera podido leer en mi corazón en aquel instante! ¿Me salvó acaso la vergüenza que experimenté en aquel momento?
Llevé a Marinette a la luz y la hice sentar en el banco. Sequé sus lágrimas con mi pañuelo. Le dije lo que le hubiera dicho a María si se hubiera caído y la hubiera levantado en la avenida de los tilos. Fingí no darme cuenta de que podía haber habido un poco de turbación en su abandono y en sus lágrimas.
Capítulo noveno
Al día siguiente, por la mañana, no montó a caballo. Volví a Burdeos, adonde iba dos días por semana, a pesar de mis vacaciones, con objeto de no interrumpir mis consultas.
Cuando me disponía a tomar el tren de regreso a Cálese, vi en la estación al sudexpreso, y mi asombro fue extraordinario al advertir, tras los cristales del vagón en que se leía "Biarritz", a Marinette, sin tocas y vestida con un traje sastre gris. Recuerdo que una amiga suya le había insistido mucho para que se reuniera con ella en San Juan de Luz. Hojeaba una revista y no advirtió las señas que le hice con la mano. Por la noche, cuando te informé de esto, prestaste poca atención a lo que creías una corta fuga. Me dijiste que Marinette había recibido, momentos después de mi partida, un telegrama de su amiga. Parecía sorprenderte mi ignorancia sobre este particular. ¿Acaso sospechabas que nos habíamos citado clandestinamente en Burdeos? Además, la pequeña María estaba acostada y con fiebre. Desde hacía varios días padecía una diarrea que te preocupaba mucho. Decir que no estabas para nada cuando tus hijos estaban enfermos es hacerte justicia.
Quisiera pasar rápidamente por lo que digo a continuación. Después de más de treinta años, no sabría volver a pensar en esto sino a costa de un esfuerzo terrible. Sé de lo que me has acusado. Te has atrevido a echarme en cara que yo me negué a celebrar una consulta de médicos. Si hubiéramos llamado al profesor Arnozan hubiera reconocido, sin duda, un estado tífico en aquella pretensa gripe. Pero recuerda cómo ocurrieron las cosas. Sólo me dijiste una vez:
¿Y si llamáramos al doctor Arnozan?… Y te contesté:
El doctor Aubrou asegura que ha curado más de veinte casos de esta misma gripe en el pueblo…
Tú no insististe. Dices que al día siguiente todavía, me suplicaste que telegrafiara al doctor Arnozan. Lo recordaría si lo hubieras hecho. Durante días y noches he insistido sobre estos recuerdos tratando de averiguar si te asiste la razón. Admito que sea un avaro…, pero no hasta el punto de cicatear tratándose de la salud de María. Y esto era tanto menos verosímil cuanto que el profesor Arnozan trabajaba por el amor de Dios y de los hombres. Si no le llamé fue porque estábamos todos convencidos de que era una sencilla gripe, "un catarro intestinal". Aubrou hacía comer a María para que no se debilitara. El la ha matado, no yo. No, estábamos enteramente de acuerdo; tú no insististe en que viniera Arnozan, embustera. Yo no soy responsable de la muerte de María. ¡Es horrible que me hayas acusado de ello! ¡Y lo crees! ¡Y lo has creído siempre!
¡Aquel implacable verano! ¡El delirio de aquel verano y la ferocidad de las cigarras!… No nos era posible conseguir hielo. Durante aquella tarde interminable, sequé el sudor de su pequeña cara que atraía la atención de las moscas. Arnozan llegó demasiado tarde. Cambió el régimen cuando ella estaba ya cien veces perdida. Tal vez deliraba cuando decía:
¡Por papá!… ¡Por papá!…
Y recuerdas con qué acento gritaba:
¡Dios mío, soy una niña!… -y se recobraba-. No, puedo sufrir todavía…
El abate Ardouin le hacía beber agua de Lourdes. Nuestras cabezas se aproximaban por encima de su cuerpo extenuado, nuestras manos se tocaban. Cuando todo hubo terminado, creíste que yo era insensible.
¿Quieres saber lo que ocurría en mí? Era extraño que tú, la cristiana, no pudieras despegarte del cadáver. Se te suplicó que comieras, se te repitió que tenías necesidad de todas tus fuerzas. Pero hubiese sido necesario arrastrarte fuera de la alcoba violentamente. Estabas sentada al lado del lecho, tocando la frente y las mejillas frías con un ademán titubeante. Posabas tus labios sobre los cabellos todavía vivos; y algunas veces te arrodillabas no para rezar, sino para apoyar tu frente en las duras manitas heladas.
El Abate Ardouin te levantaba, te hablaba de esos niños a los que es necesario parecerse para entrar en el reino del Padre.
– Ella vive, la ve a usted, la escucha.
Bajabas la cabeza. Aquellas palabras no llegaban siquiera a tu cerebro. Tu fe no te servía para nada. No pensabas más que en aquella carne de tu carne que iba a ser enterrada y que estaba a punto de corromperse. Y yo, el incrédulo, experimentaba, ante cuanto quedaba de María, toda la significación de la palabra "despojo". Experimentaba la irresistible sensación de una partida, de una ausencia. Ella no estaba allí; no era ella.
"¿Buscáis a María? No está aquí."
Más tarde me acusaste de haber olvidado fácilmente. Sin embargo, sé lo que sentí en mí cuando la besé por última vez en su ataúd. Pero no era ella. Has murmurado porque no te acompañaba al cementerio casi cada día.