– Esto es un poco fuerte… ¿Hasta dónde hemos llegado?
He aquí lo que habían visto el abate Ardouin y su camarada. Uno de los delincuentes fue expulsado en seguida. El abate había sido perdonado:era persona importante; pero sus superiores le postergaron durante dos años.
Estuvimos de acuerdo en manifestar que el abate era digno de toda nuestra confianza. Pero, en lo sucesivo, el párroco demostró una gran frialdad al seminarista, que, según decía, le había engañado. Tú recuerdas este incidente, pero lo que siempre has ignorado es que aquella noche, mientras ¡fumaba en la terraza, al claro de luna, vi venir hacia mí la delgada silueta negra del culpable. Torpemente me pidió perdón por haberse introducido en mi casa sin haberme advertido de su indignidad. Como yo le asegurara que su escapatoria me lo había hecho más simpático, protestó con súbita firmeza y se lamentó de sí mismo.
– No podía -me dijo- medir la extensión de mi falta.
Había pecado contra la obedencia, contra su vocación y sus costumbres. Había cometido el pecado de escándalo. En toda su vida no podría reparar lo que había hecho… Veo aún aquel largo espinazo encorvado y su sombra, en el claro de luna, cortada en dos por la baranda de la terraza. Por prevenido que estuviera contra individuos de esta clase, no me era posible sospechar la menor hipocresía ante tanto dolor y vergüenza. Se excusaba de su silencio ante nosotros por la necesidad en que se había encontrado de subvenir durante dos meses a las necesidades de su madre, una pobre viuda que trabajaba a jornal en Libourne. Cuando le contesté diciendo que, para mí, nada le obligaba a darnos cuenta de un incidente que concernía sólo a la disciplina del seminario, me estrechó la mano y pronunció estas palabras insospechadas, que oí por primera vez en mi vida y que me produjeron una especie de estupor:
– Es usted muy bueno.
Tú conoces mi risa, esa risa que, incluso al principio de nuestra vida en común, te crispaba los nervios; tan poco comunicativa que, en mi juventud, tenía el poder de matar en torno mío toda alegría. Aquella noche reí ante aquel gran seminarista perplejo. Por fin, pude hablar:
– No sabe usted, señor abate, hasta qué punto es chusco eso que ha dicho. Pregúnteles a los que me conocen si soy bueno. Pregúntele a mi familia, a mis colegas. Mi razón de ser es la maldad.
Me contestó con embarazo que un hombre que es verdaderamente malo no habla de su maldad.
– Le desafío -añadí- a que encuentre en mi vida algo de eso que llama usted una buena acción.
Aludiendo a mi profesión, me respondió entonces con las palabras de Cristo:
– "Yo estaba preso y vos me habéis visitado".
– En eso me beneficio yo también, señor abate. Obro por interés profesional. Todavía no hace mucho que pagaba a los carceleros para que mi nombre, en el momento oportuno, se pronunciara a oídos de los presos… Así que vea usted.
No recuerdo su respuesta. Caminábamos bajo los tilos. ¡Cuánto te hubiera asombrado si te hubiese dicho que hallaba cierto goce en la compañía de aquel hombre con sotana! Y era verdad, sin embargo.
Yo me levantaba con el sol y bajaba para respirar el aire fresco del alba. Veía al abate dirigirse a misa. Caminaba con rápidos pasos, tan absorto en sus pensamientos que algunas veces pasaba sin verme a pocos metros de mí. Era en la época en que te abrumaba con mis burlas, en que me ensañaba haciendo que te contradijeras con tus propios principios… Esto no impedía que me diera cuenta de las cosas. Fingía creer, cada vez que te sorprendía en flagrante delito de avaricia o dureza, que no quedaba entre vosotros ninguna huella del espíritu de Cristo, y no ignoraba que bajo mi techo vivía un hombre según ese espíritu, pero ignorado de todos.
Capítulo octavo
Sin embargo, hubo una circunstancia en que no hubiese tenido que esforzarme para considerarte horrible. En el 96 ó el 97 -tú debes de recordar la fecha exacta- murió nuestro cuñado, el barón Philipot. Tu hermana Marinette le habló una mañana al despertarse, pero él no contestó a sus palabras. Ella abrió los postigos y vio los ojos extraviados del anciano, caída su mandíbula inferior. No comprendió de pronto que ella había dormido durante algunas horas al lado de un cadáver.
Dudo que ninguno de vosotros se haya horrorizado ante el testamento de aquel miserable: dejaba a su mujer una enorme fortuna a condición de que no volviera a casarse. En caso contrario, la mayor parte de sus bienes pasarían a poder de sus sobrinos.
– Será necesario preocuparnos mucho de ella -repetía tu madre-. Felizmente, somos una familia que nos ayudamos unos a otros. No podemos dejar sola a esa criatura.
Marinette tendría entonces unos treinta años, pero acuérdate de su juvenil aspecto. Se había dejado casar dócilmente con un anciano, le había soportado sin rebelarse. No dudabais de que ella debería someterse gustosamente a las obligaciones de su viudez. Para nada contabais con la sacudida de la libertad, esa brusca salida de un túnel a la plena luz.
No, Isa, no temas que abuse de la ventaja que esto me concede. Era natural que aquellos millones se quedaran en nuestra familia y que se aprovecharan de ellos nuestros hijos. Considerabais que Marinette no debía perder los beneficios de aquellos diez años de servidumbre a un marido viejo. Procedíais como parientes bondadosos. Nada os parecía más natural que aquella viudez. ¿Te acuerdas de cuando aún eras soltera? No, ese capítulo estaba terminado; eras madre y no existía nada más, ni para ti ni para los otros. Tu familia no ha brillado jamás por su imaginación. Desde este punto de vista, no pertenecíais ni a los animales ni a los seres humanos.
Se acordó que Marinette pasara en Cálese el primer verano que siguiera a su viudez. Aceptó con alegría, no porque existiera entre vosotras la menor intimidad, sino porque quería mucho a los niños, sobre todo a María. Yo, que apenas la conocía, fui al principio sensible a su gracia. Un año mayor que tú, parecía ser más joven. Tus movimientos se habían hecho más pesados a causa de tus embarazos, pero ella había salido aparentemente intacta del lecho de aquel anciano. Su rostro era infantil. Se peinaba con el moño levantado, según la moda de entonces, y sus cabellos, de un rubio oscuro, espumeaban sobre su nuca. (Una maravilla olvidada hoy: una nuca espumosa.) Sus ojos, demasiado redondos, le daban la apariencia de estar constantemente asombrada. Por juego, rodeaba con mis manos su "talle de avispa", pero el desarrollo de su busto y de sus caderas hubiera parecido hoy casi monstruoso. Las mujeres de entonces parecían flores de estufa.
Me asombró que Marinette estuviera tan contenta. Divertía mucho a los niños, jugaba al escondite en el desván y por la noche a cuadros vivientes.
– Está un poco aturdida -decías tú-. No se da cuenta de su situación.
Ya era demasiado haber consentido en que usara trajes blancos durante la semana, pero te parecía inconveniente que asistiera a misa sin su toca y que su manto no estuviera orlado de crespón. No creías que el calor fuese una excusa aceptable.
La única diversión que había gustado en compañía de su marido era la equitación. Hasta el último día de su vida, el barón Philipot, una figura de los concursos hípicos, no había faltado nunca a su paseo matinal a caballo. Marinette se hizo llevar a Cálese su yegua, y como nadie podía acompañarla, montaba sola, lo que te parecía doblemente escandaloso: una viuda de tres meses no debe practicar ningún ejercicio, pero pasearse a caballo sin la custodia correspondiente sobrepasaba todos los límites.
– Ya le diré lo que piensa nuestra familia -repetías.
Y se lo decías, pero ella hacía lo que le daba la gana.
Cansada de pelear, me pidió que la escoltara. Ella se encargaría de procurarme un caballo muy manso. (Naturalmente, correría con todos los gastos.)