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– ¡Qué tonto eres asustándome, querido! Apago. Voy a dormir.

No hablaste más. Contemplaba el nacimiento de aquel nuevo día, de aquel día de mi nueva vida. Las golondrinas gritaban en los tejados. Un hombre cruzaba el patio arrastrando los zuecos. Todo lo que escucho ahora, desde hace cuarenta y cinco años, lo escuchaba entonces: los gallos, las campanas, un tren de mercancías al cruzar el puente… Y todo lo que respiraba lo respiro aún: ese perfume que amo, ese olor de cenizas que trae el viento por la parte del mar, desde los eriales incendiados. De pronto, me incorporé a medias.

– Isa, la noche en que lloraste, la noche en que nos hallábamos sentados en un recodo de Superbagnéres, ¿lloraste por él?

Como no me contestabas, cogí tu brazo, que retiraste con gruñido casi animal. Te volviste de espaldas. Dormías bajo tus largos cabellos. Al sentir el frescor del alba, echaste las sábanas en desorden sobre tu cuerpo encogido, aovillado, como duermen los animales jóvenes. ¿Por qué despertarte de ese sueño de niño? Lo que yo quería saber por ti misma, ¿no lo sabía ya?

Me levanté sin ruido. Fui descalzo hasta el espejo del armario, donde me contemplé como si hubiese sido otro, o, mejor dicho, como si hubiera vuelto a mí mismo: el hombre a quien no habían amado, aquel por quien nadie en el mundo había sufrido. Tuve lástima de mi juventud; mi gruesa mano de campesino resbaló a lo largo de mi mejilla sin afeitar, ya ensombrecida por una barba dura de rojizos reflejos.

Me vestí en silencio y bajé al jardín. Mamá estaba entre los rosales. Se levantaba antes que la servidumbre para airear la casa. Me dijo al verme:

– Quieres aprovecharte del fresco, ¿verdad? -Y añadió, mostrándome la niebla que cubría toda la llanura:- Hoy será un día de bochorno. A las ocho lo cerraré todo.

La besé con mayor ternura que de costumbre. Y ella murmuró en voz baja:

– Querido…

Mi corazón -te asombra que yo hable de mi corazón, ¿verdad?-, mi corazón estaba a punto de partirse en pedazos. A mis labios acudieron unas palabras trémulas… ¿Por dónde empezar? ¿Qué habría comprendido ella? El silencio es un medio fácil al cual sucumbo siempre.

Fui hasta la terraza. Endebles árboles frutales se dibujaban vagamente por encima de las cepas. La cumbre de las colinas levantaba la niebla, desgarrándola. De la bruma nacía un campanario; luego, la iglesia, a su vez, emergía como un cuerpo vivo. Y a pesar de que tú supones que jamás he comprendido todas estas cosas…, me daba cuenta, no obstante, en ese minuto, de que una criatura tan desolada como yo lo estaba puede buscar la razón, el sentido de su derrota; que es posible que esa derrota encierre un significado, que los acontecimientos, sobre todo en el orden del corazón, sean quizá mensajeros cuyo secreto hay que interpretar… Sí, yo he sido capaz, en ciertas horas de mi vida, de entrever las cosas que hubieran debido acercarme a ti.

Sin embargo, todo esto no fue aquella mañana sino la emoción de un instante. Me veo aún dirigiéndome a la casa. No eran todavía las ocho y ya calentaba el sol. Se te veía a través de la ventana, con la cabeza inclinada, recogiéndote los cabellos con una mano y cepillándolos con la otra. No me veías. Durante un momento permanecí con la cabeza levantada, mirándote, poseído de un aborrecimiento cuyo amargo sabor creo percibir todavía al cabo de tantos años.

Corrí hasta mi escritorio y abrí la gaveta cerrada con llave. De ella saqué un pañuelo arrugado, el mismo que había servido para enjugar tus lágrimas aquella noche en Superbagnéres y que, idiota de mí, había apretado contra mi pecho. Le até una piedra, como si hubiera sido un perro vivo y hubiese querido ahogarlo, y lo lancé a esa charca que en nuestra casa llamamos gouttiu.

Capítulo quinto

Entonces se inició la era del gran silencio que, al cabo de cuarenta años, apenas si ha sido roto. Nada se exteriorizó de este derrumbamiento. Todo continuó como en mis tiempos felices. No permanecimos menos unidos en la carne, pero el fantasma de Rodolfo no nació más de nuestros abrazos y tú no pronunciaste más aquel nombre aborrecido. Había acudido a tu llamada, había rondado en torno a nuestro lecho y había dado término a su obra de destrucción. Ya no quedaba más que callar y aguardar la larga continuidad de los efectos y el encadenamiento de las consecuencias.

Tal vez comprendieras el error que habías cometido hablando. No creías que esto fuese muy grave, sino, simplemente, que lo más acertado era desterrar aquel nombre de nuestras conversaciones. No sé si te diste cuenta de que nosotros ya no hablábamos por la noche como antes. Habían terminado nuestras conversaciones interminables. No hablábamos de nada que no hubiese sido concertado previamente. Tanto tú como yo nos manteníamos alerta.

Me despertaba a medianoche, me despertaba mi sufrimiento. Yo estaba unido a ti como el zorro al cepo. Imaginaba las conversaciones que hubiésemos tenido si yo te hubiera sacudido brutalmente, precipitándote fuera del lecho:

"No, yo no te he mentido -habrías exclamado-, puesto que te amaba."

"Sí, como un mal menor, y porque siempre es fácil poseer el recurso carnal, que no significa nada, para hacer creer al otro que se le quiere. Yo no era un monstruo. La primera muchacha que me hubiese amado habría hecho de mí lo que hubiera querido."

Algunas veces gemía en la oscuridad, y tú no te despertabas.

Tu primer embarazo hizo, por otra parte, que toda explicación fuera inútil y cambió poco a poco nuestras relaciones. Se manifestó antes de la vendimia. Volvimos a la ciudad; pero tuviste un aborto y hubiste de guardar cama durante varias semanas. En primavera quedaste de nuevo encinta. Fue necesario cuidarte mucho. Entonces comenzaron aquellos años de gestaciones, de accidentes y partos, que me proporcionaron numerosos pretextos para alejarme de ti. Yo me entregaba a una vida de secretos desórdenes, muy secretos, porque comenzaba a pleitear mucho; estaba siempre "en mis cosas", como decía mamá, y se trataba de mi prestigio. Tenía mis horas y mis costumbres. La vida en una ciudad de provincia desarrolla en los licenciosos la astucia del cazador. Tranquilízate, Isa; te haré gracia de lo que te horroriza. No asusta ninguna pintura de este infierno adonde yo descendía casi a diario. Tú me lanzaste a él; tú, que de él me habías sacado.

De ser yo menos prudente, te hubiera deslumbrado. Desde el nacimiento de Huberto traicionaste tu verdadera naturaleza: eras madre, nada más que madre. Tu atención se apartó de mí. Yo no contaba. Literalmente, era cierto que no tenías ojos más que para los niños. Yo había realizado al fecundarte lo que esperabas de mí.

Mientras nuestros hijos fueron larvas y no me interesé por ellos, no pudo nacer entre nosotros ningún conflicto. No volvíamos a encontrarnos más que en esos actos rituales donde los cuerpos obran por costumbre, cuando un hombre y una mujer están a mil leguas de su propia carne.

No te dabas cuenta de que existía, excepto cuando me veías en torno a los niños. Y no comenzaste a odiarme hasta que pretendí ejercer derechos sobre ellos.

Regocíjate con la confesión que me atrevo a hacerte: no me impulsaba el instinto paterno. Me dio celos muy pronto esa pasión que habían despertado en ti. Sí, he intentado quitártelos para castigarte. Eché mano de importantes razones; ponía por delante la exigencia del deber. Yo no quería que una santurrona falsease el espíritu de mis hijos. Tales eran las razones que yo daba. Pero precisamente se trataba de esto.

¿Saldré alguna vez de esta historia? La he comenzado para ti, y ya me parece inverosímil que puedas seguirme mucho tiempo. En el fondo, escribo para mí mismo. Como viejo abogado, ordeno los autos, clasifico las piezas de mi vida, de este proceso perdido. Esas campanas… Mañana empieza la Pascua. Te he prometido bajar en honor del santo día.

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