– Los niños se quejan de que no te ven -me dijiste esta mañana.
Nuestra hija Genoveva estaba a tu lado, de pie, cerca de mi lecho. Saliste para que nos quedásemos solos ella y yo. Tenía algo que pedirme. Os había oído murmurar en el pasillo:
– Es mejor que seas tú la que hable primero -decías a Genoveva.
Con seguridad que se trata de su yerno, del guapo Phili. Me he vuelto muy práctico en cambiar de conversación para impedir que la cuestión se plantee. Genoveva salió sin que pudiera decirme nada. Yo sabía ya lo que ella quería. Lo oí días atrás, cuando la ventana del salón estaba abierta bajo la mía; no hice más que inclinarme un poco. Se trataba de adelantar las cantidades que necesitaba Phili para intervenir en un negocio de cambio y bolsa. Sin duda, una inversión como otra… Como si yo no supiera nada de esto, como si ahora no fuera necesario guardar el dinero bajo llave… Si supieran todo lo que hice el mes pasado, presintiendo la baja…
Todos han salido para asistir a vísperas. Las Pascuas han vaciado las casas y los campos. Me he quedado solo, viejo Fausto apartado de la alegría del mundo por la horrible vejez. Ellos no saben lo que es esto. Durante el almuerzo han estado pendientes de recoger lo que mis labios decían de la Bolsa, de los negocios. Hablaba sobre todo para Huberto, para que no hiciera nada, si todavía estaba a tiempo. ¡Con qué ansiedad me escuchaba!… ¡He aquí a alguien que no esconde su juego! Dejaba vacío el plato que tú llenabas con esa obstinación de las pobres madres que ven a sus hijos devorados por una inquietud y quieren hacerles comer a la fuerza, como si esto lo resolviera todo. Y él te regañaba, como en otro tiempo había yo gruñido a mi madre.
¡Y con qué cuidado llena mi vaso el joven Phili! ¡Y qué falso interés el de su mujer, la pequeña Janine!
– Abuelo, no debiera usted fumar. Incluso un solo cigarro es demasiado. ¿Está usted seguro de que no se ha engañado, de que es café sin cafeína?
La pobre pequeña es una mala actriz y sus palabras suenan a falso. Su voz, la emisión de su voz, la entrega enteramente. También tú, de joven, eras afectada. Pero desde tu primer embarazo cambiaste radicalmente. Janine será hasta la muerte una dama al corriente de todo, repetirá lo que ha oído decir y le ha parecido distinguido, citará opiniones sobre todas las cosas y no comprenderá nada de nada. ¿Cómo Phili, tan natural, un verdadero perro, puede vivir al lado de esa pequeña idiota? Pero no; todo es falso en ella, excepto su pasión. Es mala actriz porque nada tiene importancia a sus ojos, nada existe fuera de su amor.
Después de almorzar nos sentamos todos en la escalinata. Janine y Phili contemplaban a Genoveva, su madre, con una actitud de súplica. Y, a su vez, ella se volvía a ti. Tú habías negado con un ademán imperceptible. Entonces, Genoveva se levantó y me dijo:
– Papá, ¿quieres dar una vuelta conmigo?
¡De qué forma os asusto a todos! Sentí lástima de ella. Aunque en principio estaba dispuesto a no moverme, me levanté y me apoyé en su brazo. Habíamos dado la vuelta al prado. Desde la escalinata nos observaba el resto de la familia. De pronto entró en materia.
– Quisiera hablarte de Phili.
Temblaba. Es horrible asustar a nuestros hijos. Pero, ¿crees tú que a los sesenta años se está desprovisto de un aire implacable? A esa edad no cambiará más la expresión de los rasgos. Y el alma se desalienta cuando no puede exteriorizarse… Genoveva se quitaba de encima apresuradamente todo cuanto había preparado. Se trataba del negocio de su yerno. Insistió en aquello que sin duda alguna podía molestarme; en su opinión, la ociosidad de Phili comprometía el porvenir de su hogar. Phili había comenzado a llevar una vida desarreglada. Yo le contesté que, para un muchacho como su yerno, ese "negocio" no serviría más que para facilitar sus subterfugios. Ella le defendió. Todos estaban encantados con Phili.
– No hay por qué ser más severo con él de lo que es Janine.
Yo protesté diciendo que ni le juzgaba ni le condenaba. La carrera amorosa de aquel caballero no me interesaba lo más mínimo.
– ¿Acaso se interesa por mí? ¿Por qué he de interesarme por él?
– Te admira mucho…
Esta imprudente mentira me sirvió para dar rienda suelta a lo que tenía reservado.
– Esto no impide, hija mía, que tu Phili me llame "viejo cocodrilo". No protestes; lo he oído a espaldas mías unas cuantas veces; no lo desmiento: soy un cocodrilo y continuaré siéndolo. No hay nada que esperar de un viejo cocodrilo, nada, excepto su muerte. E incluso la muerte -tuve la imprudencia de añadir- puede todavía hacer de las suyas.
(¡Cuánto lamento haber dicho esto, haber puesto sobre aviso!)
Genoveva, aterrada, protestaba, imaginándose que yo daba gran importancia a la injuria de este mote. Lo que odio es la juventud de Phili. ¿Cómo hubiese imaginado ella lo que representa, a ojos de un anciano aborrecido y desesperado, ese muchacho triunfante, ahito desde la adolescencia de todo aquello que yo no he gustado una sola vez en medio siglo de vida? Detesto, odio a los jóvenes. Pero a ése más que a ningún otro. Del mismo modo que un gato entra silenciosamente a través de la ventana, ha penetrado en mi casa con felinos pasos, atraído por el olor. Mi nieta no aportaba más que una muy linda dote, pero, en cambio, tenía magníficas "esperanzas" ¡Las esperanzas de nuestros hijos! Para alcanzarlas habrán de pasar sobre nuestros cuerpos.
Como Genoveva sollozaba, enjugándose las lágrimas, le dije con tono insinuante:
– En fin, tú tienes un marido, un marido que vive del ron. Ese buen Alfredo no tiene que preocuparse más de buscarle una posición a su yerno. ¿Por qué había yo de ser más generoso que vosotros mismos?
Cambió de tono para hablarme del pobre Alfredo. ¡Qué desdén, qué disgusto! Según ella, era un timorato que reducía cada día más la cifra de sus negocios. En aquella casa, poco antes tan importante, no había en la actualidad plaza para dos.
La felicité por tener un marido de esta especie. Cuando se acerca la tempestad hay que recoger velas. El porvenir era para aquellos que, como Alfredo, veían poco. Hoy día, la falta de talla es la primera cualidad en los negocios. Creyó que me burlaba, aun cuando ésta fuera una idea arraigada en mí; en mí, que guardo dinero bajo llave y que no correría ni siquiera el riesgo de la Caja de Ahorros.
Volvimos hacia la casa. Genoveva no se atrevía a decir nada más. Yo no me apoyaba ya en su brazo. La familia, sentada en corro, nos vio llegar y, sin duda alguna, interpretó los signos nefastos. Evidentemente, nuestro regreso interrumpió una discusión entre la familia de Huberto y la de Genoveva. ¡Oh, la magnífica batalla en torno a mi dinero escondido, mientras no consintiera en abrir la mano! Sólo Phili estaba de pie. El viento agitaba sus rebeldes cabellos. Su camisa de mangas cortas estaba desabrochada. Me horrorizan estos muchachos de ahora, estas chicas atléticas. Sus mejillas de niño enrojecieron cuando a la estúpida pregunta de Janine:
"Bien. ¿Habéis chismorreado?", yo contesté dulcemente: Hemos hablado de un viejo cocodrilo…
Una vez más: no es esta injuria el motivo de mi odio. Ellos no saben lo que es la vejez. Vosotros no podéis imaginar este suplicio: no haber tenido nada de la vida y no esperar nada de la muerte. Que no haya nada al otro lado del mundo, que no exista explicación alguna, que la palabra del enigma no nos sea revelada jamás… Pero tú, tú no has sufrido lo que he sufrido yo; no sufrirás lo que yo sufro. Los hijos no esperan tu muerte. Te quieren a su manera; te tienen cariño. Inmediatamente se han puesto de tu parte. Yo los amaba. Genoveva, esa gruesa mujer de cuarenta años, que quería arrancarme en seguida cuatrocientos billetes de mil para su lindo yerno, me hace recordar a aquella muchacha que saltaba sobre mis rodillas. En cuanto la veías en mis brazos, la llamabas… Pero no llegaré nunca al final de esta confesión si continúo mezclando lo presente con lo pasado. Quiero esforzarme en proceder con un poco de orden.