Francois Mauriac
Nudo De Viboras
Título del original francés, Le noeud de vipéres
Traducción, Fernando Gutiérrez Cubierta, Yzquierdo
PRIMERA PARTE
"…Señor, pensad que no nos entendemos nosotros mismos y que no sabemos lo que queremos, que nos alejamos infinitamente de lo que deseamos."
Santa Teresa de Jesús.
Quisiera que, a pesar de su bajeza, sintierais lástima de este enemigo de los suyos, de este corazón devorado por el odio y por la avaricia; quisiera que interesara vuestro corazón. A lo largo de su amarga vida, tristes pasiones le ocultaron la cercana luz, de la cual, a veces, algún rayo le tocó e intentó quemarlo; sus pasiones… Pero primero tened piedad de los cristianos mediocres que le acecharon y a quienes él mismo atormentó. ¡Cuántos de entre nosotros rechazan así al pecador y le apartan de una verdad que, a través de ellos, no ilumina nada!
No, no era el dinero lo que este avaro acariciaba, no era la venganza de lo que este hombre estaba hambriento. Conoceréis el objeto verdadero de su amor si poseéis la fuerza y el valor de escuchar a este hombre hasta la última confesión que interrumpe la muerte…
Capítulo primero
Te asombrará descubrir esta carta en mi arca, sobre un paquete de acciones. Tal vez hubiera sido mejor confiarla a un notario que te la hubiese entregado después de mi muerte; o bien guardarla en el cajón de mi escritorio, lo primero que forzarán los AUTHOR hijos cuando haya empezado a enfriarme. Pero ocurre que, durante años, he rehecho en espíritu esta carta y la imaginaba siempre, en mis insomnios, destacándose sobre el estante del arca, de un arca vacía que no contenía otra cosa que esta venganza, elaborada durante casi medio siglo. Tranquilízate; por otra parte, ya te has tranquilizado: "Las acciones están ahí". Me parece oír esta frase, en el vestíbulo, al regreso del Banco. Sí. Llamarás a los hijos, a través de tu velo negro: "Las acciones están ahí".
Ha faltado muy poco para que ellas no se encontraran "ahí", y yo había tomado bien mis medidas. Si hubiese querido, hoy os encontraríais despojados de todo, salvo de la casa y las tierras. Habéis tenido la suerte de que yo sobreviviera a mi odio. Durante mucho tiempo he creído que mi odio era lo que había más vivo en mí. Y he aquí que hoy, al menos, no lo siento. El anciano en que me he convertido apenas si representa al furioso enfermo que había sido poco antes y que pasaba las noches combinando sólo su venganza -esa bomba que había de estallar más tarde y que yo había montado con una minuciosidad de la que me sentía orgulloso-, pero buscando el medio de poder gozarme de ella.
Hubiese querido vivir mucho para ver vuestras cabezas de regreso del Banco. Se trataba de no facilitarte demasiado pronto el medio de abrir el arca, sino lo suficientemente tarde para gozar de esa última alegría de oír vuestras preguntas desesperadas: "¿Dónde están las acciones?" Y me parecía, entonces, que la más atroz agonía no había de impedirme ese placer. Sí, yo he sido un hombre capaz de calcular tales cosas. ¿Cómo llegué a esto, yo, que no he sido un monstruo?
Son las cuatro y la bandeja de mi almuerzo y los platos sucios sobre la mesa atraen a las moscas. He llamado en vano; en el campo no funcionan las campanillas. Espero sin impaciencia en esta habitación donde he dormido de niño; donde, sin duda, he de morir. El día en que esto ocurra, el primer pensamiento de nuestra hija Genoveva será el de reclamar para los hijos. Yo ocupo solo la habitación más grande, la mejor acondicionada. Hacedme la justicia de reconocer que he ofrecido a Genoveva cederle este sitio y que lo hubiese hecho sin tener en cuenta al doctor Lacaze, que no admite para mis bronquios la atmósfera húmeda del piso bajo. Sin duda, yo hubiera consentido en ello, pero con tal rencor que es mejor que me lo hayan impedido. He pasado toda mi vida llevando a cabo toda suerte de sacrificios, cuyo recuerdo me envenenaba, y alimentaba y acrecentaba esta especie de rencores que el tiempo ha fortalecido.
El gusto por las rencillas es una herencia familiar. Mi padre -se lo oí decir a mi madre con frecuencia- estaba reñido con sus progenitores, quienes, a su vez, murieron sin haber vuelto a ver a su hija, expulsada de casa antes de que hubiese cumplido los treinta años. Ella se había puesto de parte de aquellos primos marselleses a quienes no conocíamos. Jamás hemos sabido las razones de toda esta cizaña, pero hacíamos nuestro el odio de nuestros ascendientes. Y todavía hoy volvería la espalda a uno de esos pequeños primos de Marsella si lo encontrase. No se puede ver a los padres distanciados, ni tampoco a los hijos ni a la mujer. Realmente, no faltan las familias unidas; pero cuando se piensa en la cantidad de ellas en que dos seres se exasperan, se disgustan en torno a la misma mesa, al mismo lavabo y bajo las mismas sábanas, es extraordinario el escaso número de divorcios. Se detestan y no pueden huir del fondo de esas casas…
¿Qué significa esta fiebre de escribir que me ha atacado hoy, aniversario de mi nacimiento? Cumplo sesenta y ocho años y estoy solo para saberlo. Genoveva, Huberto y sus hijos han tenido siempre, en cada cumpleaños suyo, el pastel, las velillas y las flores… Si nada te doy para tu fiesta, al cabo de los años, no es porque la haya olvidado, sino por venganza. Basta… El último ramillete que recibí en un día como éste lo hizo mi madre con sus deformadas manos. Una vez más, a pesar de su corazón enfermo, había ido a rastras hasta la avenida de los rosales…
¿Dónde estaba? Sí; te preguntas por esta súbita furia de escribir; "furia", es ésa la palabra. Puedes comprobarlo en mi caligrafía, en estas letras curvadas en el papel como se curvan los pinos bajo el viento del Oeste. Escucha: te he hablado en principio de una venganza largo tiempo meditada y a la cual renuncio. Mas algo hay en ti, algo de ti sobre lo que yo quiero triunfar, y es tu silencio. ¡Oh! Compréndeme. Tienes mucha palabrería y puedes discutir largas horas con Cazau, lo mismo de aves que de huertos. Con los niños, incluso con los más pequeños, charlas y dices tonterías durante días enteros. ¡Ah! Esas comidas de las que salía yo con la cabeza vacía, preocupado por mis asuntos, por mis inquietudes, de las cuales a nadie podía hablar… Sobre todo a partir del asunto Villenave, cuando me convertí de pronto en un gran abogado de lo criminal, como dicen los periódicos. Cuanto más me inclinaba a creer en mi importancia, más me dabas tú la sensación de mi nada… Pero no, no se trata todavía de esto; de lo que quiero vengarme es de una especie de silencio, del silencio en que te obstinas con respecto a nuestra casa, a nuestro desacuerdo profundo. ¡Cuántas veces, en el teatro, o leyendo una novela, me he preguntado si existen en la vida amantes y esposas que "hagan escenas", que se confíen claramente y que hallen un consuelo en confiarse!
Durante estos cuarenta años en que hemos sufrido hombro a hombro, tú has hallado siempre la fortaleza necesaria para evitar toda palabra un poco profunda, has cambiado siempre de conversación.
He creído mucho tiempo en un sistema, en la adopción de una actitud cuya razón se escapó a mis ojos, hasta el día en que comprendí, sencillamente, que no te interesaba nada de esto. Estaba tan lejos de tus preocupaciones que te evadías no por el terror, sino por fastidio. Eras muy hábil olfateando el viento, me veías llegar a distancia; y si yo me acercaba a ti por sorpresa, hallabas fáciles escapatorias, o bien me dabas una pequeña palmada en la mejilla, me besabas y te ibas luego.