¿Quieres creerme, Isa? Acaso tu Dios no vino por vosotros, los justos, sino por los que son como yo. Tú no me conocías, no sabías quién era. Las páginas que acabas de leer, ¿acaso me han hecho a tus ojos menos horrible? Tú ves, sin embargo, que existe en mí una fibra secreta, aquella que hacía vibrar María con sólo acurrucarse en mis brazos, y también el pequeño Lucas, los domingos, cuando, de regreso de misa, se sentaba en el banco que hay frente a la casa y contemplaba la pradera.
¡Oh! No creas, sobre todo, que tengo de mí una idea demasiado elevada. Conozco mi corazón, este corazón, este nudo de víboras. Ahogado por ellas, saturado de su veneno, continúa latiendo por encima de ese hervidero. Nudo de víboras imposible de desanudar, que será necesario romper de un navajazo, de una cuchillada: "Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra” [1].
Es posible que mañana reniegue de lo que te confío ahora, como he renegado esta noche de mis últimas voluntades de hace treinta años. Parece que he odiado, con un aborrecimiento que puede ser expiado, todo lo que tú profesabas, y no puedo menos de odiar a todos aquellos que se declaran cristianos; pero, ¿no es cierto que muchos aminoran una esperanza, desfiguran un rostro, ese Rostro, esa Faz? ¿Con qué derecho, me preguntarás, puedo juzgarlos yo, que soy abominable? Isa, ¿no hay en mi ignominia algo que se parece, aunque no comprenda su virtud, al Signo que tú adoras? Esto que escribo es, sin duda, a tus ojos, una horrible blasfemia. Tendrías que probármelo. ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me has hablado jamás? ¿No habrá, tal vez, una palabra tuya capaz de partirme el corazón? Me parece que esta noche no es demasiado tarde para volver a empezar nuestra vida.
¿Y si no esperara a morir para entregarte estas páginas? ¿Y si te conjurara, en nombre de Dios, para que las leyeras hasta el final? ¿Y si yo acechara el momento en que hubieras acabado su lectura? ¿Y si te viera entrar en mi alcoba con el rostro bañado en lágrimas? ¿Y si me abrieras los brazos? ¿Y si te pidiera perdón? ¿Y si cayéramos de rodillas, uno ante otro?
Parece que ha terminado la tempestad. Parpadean las últimas estrellas. He creído que volvería a llover, pero son las hojas, que escurren las gotas de lluvia. ¿Me ahogaré si me acuesto? Sin embargo, no puedo escribir, y suelto la pluma y dejo caer la cabeza sobre la dura carpeta…
Un silbido animal, luego un estruendo terrible, al mismo tiempo que un relámpago llenando por completo el cielo. En el pánico silencio que ha seguido, estallan las bombas sobre los ribazos, las bombas que lanzan los viñadores para despejar las nubes de granizo o para que se deshagan en agua. Brillan los cohetes en ese rincón de tinieblas donde Barsac y Sauternes tiemblan en la espera de la desgracia. La campana de San Vicente, que ha alejado el granizo, toca a rebato, como alguien que canta en la noche porque tiene miedo. Y, de pronto, sobre las tejas, el rumor como de un puñado de guijarros lanzado sobre ellas. El pedrisco. Momentos antes me hubiera abalanzado a la ventana. Oigo cerrar los postigos de las habitaciones. Le preguntas gritando a un hombre que atraviesa corriendo el patio:
– ¿Es grave? Y él contesta:
– Felizmente está mezclado con lluvia, pero cae con ganas.
Un niño, asustado, corre descalzo por el pasillo. Por costumbre, calculo: "Cien mil francos perdidos"…, pero no me he movido. En otro tiempo, nada me impidió salir, como aquella noche en que me encontré en medio del viñedo en zapatillas, con una vela apagada en la mano y recibiendo la granizada sobre mi cabeza. Un profundo instinto campesino me impulsaba hacia adelante, como si quisiera tenderme y cubrir con mi cuerpo las cepas apedreadas. Pero esta noche me he vuelto un extraño para lo que era mi bien, en el amplio sentido de la palabra. En fin, carezco de interés por las cosas. No sé qué, no sé qué me ha despegado, Isa; se han roto las amarras; voy a la deriva. ¿Qué fuerza me arrastra? ¿Es una fuerza ciega? ¿Un amor? Puede que un amor…
Segunda parte
Capítulo doce
París, Rue Bréa
¿Cómo se me ha ocurrido conservar este cuaderno entre mi equipaje? ¿Qué he de hacer ahora de esta larga confesión? He roto con los míos. Todo cuanto hacía que yo me afanara aquí intensamente, no existe ya para mí. ¿Por qué reemprender este trabajo? Tal vez porque, sin saberlo, hallaba en él una especie de consuelo y de liberación. ¡Qué día abren ante mí las últimas líneas escritas durante la noche de la granizada! ¿No estaba al borde de la locura? No, no hablemos aquí de locura. Que ni siquiera se la nombre. Serían capaces de utilizarla contra mí, en el caso de que estas páginas cayeran en sus manos. No las dirijo a nadie. Es necesario destruirlas antes de que me sienta peor… A menos que las legue a ese hijo desconocido que he venido a buscar a París. Sentí la tentación de revelar su existencia a Isa, cuando hice alusión a mis amores de 1909, cuando estuve a punto de confesar que mi amiga había ido a refugiarse en París hallándose encinta…
Me creía generoso por haber enviado a la madre y al niño, antes de la guerra, seis mil francos anuales. Nunca se me ocurrió la idea de aumentar esta suma. Es culpa mía haber encontrado aquí a dos seres sojuzgados, reducidos a bajos menesteres. Con el pretexto de que habitan en este barrio, he alquilado una habitación en una casa de la calle Bréa. Entre el lecho y el armario apenas si me queda sitio para sentarme a escribir. Por otra parte, ¡qué de ruidos! En mis tiempos, Montparnasse era un lugar tranquilo. Ahora parece habitado por locos que no duermen jamás. Mi familia hizo menos ruido en la escalinata la noche en que oí con mis oídos y vi con mis ojos… ¿A qué insistir sobre esto? Sin embargo, sería una liberación anotar aquí este horrible recuerdo, aun cuando sea por poco tiempo… Además, ¿por qué destruir estas páginas? Mi hijo, mi heredero, tiene derecho a conocerme. Con esta confesión repararía, en una débil medida, el alejamiento en que le he tenido desde que nació.
¡Ay! Me han bastado dos entrevistas para juzgarle. No es hombre capaz de encontrar en estas líneas el menor interés. ¿Qué podría comprender de todo esto ese empleado, ese subalterno embrutecido que juega en las carreras?
Durante el viaje nocturno entre Burdeos y París imaginé los reproches que había de dirigirme y preparé mi defensa. ¡Cómo nos dejamos influir por las novelas y el teatro! Estaba seguro de encontrarme con un hijo natural lleno de amargura y de grandeza de alma. Lo mismo le concedía la dura nobleza de Lucas como la belleza de Phili. Lo había previsto todo, salvo que se me pareciera. Hay padres a quienes les gusta que se les pregunte:
– Su hijo, ¿se parece a usted?
He sabido qué clase de odio me ha asaltado al ver levantarse ese espectro de mí mismo. Quise en Lucas a un hijo que no se me pareciera. En este aspecto, Roberto es distinto de mí. Se ha mostrado incapaz de resistir el menor examen. Ha tenido que renunciar a ello después de repetidos fracasos. Su madre, que se ha sacrificado dándole cuanto tiene, le desprecia. No puede contenerse aludiéndole constantemente. El baja la cabeza; no se consuela de todo ese dinero perdido. En desquite, es un perfecto hijo mío. Pero que yo le deje esta fortuna escapa a su imaginación miserable. No representa nada para él; no lo cree posible. A decir verdad, tanto su madre como él tienen miedo.
– No es legal… Podríamos vernos metidos en un lío.
Esa mujer gruesa y pálida, de descoloridos cabellos, esa caricatura de la que yo amé, me mira con sus pupilas todavía muy bellas.
– Si le hubiese visto en la calle -me dice- no le hubiera reconocido…
Y yo, ¿la habría reconocido? Temía su rencor, sus represalias. Lo había temido todo, pero no esa indiferencia melancólica. Agriada, embrutecida por ocho horas diarias de mecanografía, le daban miedo las historias. Ha conservado una enfermiza desconfianza de la justicia, con la que en otro tiempo tuvo algunas cuestiones. No obstante, les he explicado bien la maniobra: Roberto alquila a su nombre una caja en un establecimiento de crédito; yo traslado a ella mi fortuna. Me autoriza para abrirla y se compromete a no tocarla hasta mi muerte. Evidentemente, le exijo una declaración firmada, según la cual reconoce que todo lo que encierra la caja me pertenece. Yo no puedo, a pesar de todo, entregarme a ese desconocido. Tanto la madre como el hijo objetaron que a mi muerte se encontraría el papel. Estos idiotas no quieren fiarse de mí.