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He intentado hacerles comprender que se puede confiar en un procurador de provincias como Bourru, que todo me lo debe y a quien le he dado trabajo durante cuarenta años. Tiene en depósito un sobre en el cual he escrito: "Para quemar el día de mi muerte", y que, estoy seguro, será quemado con todo lo que contiene. Allí hubiese guardado la declaración de Roberto. Estoy seguro de que Bourru quemará el sobre, ya que guarda determinados documentos que tiene interés en que desaparezcan.

Pero Roberto y su madre tienen miedo de que Bourru no queme nada y que, a mi muerte, les haga cantar. También he pensado en esto. Les entregaría en propia mano documentos que enviarían a presidio a Bourru si vacilara. El papel sería quemado por Bourru ante ellos, y cuando se hallaran en posesión de mi dinero podrían entregar sus armas. ¿Qué más querían?

No comprenden nada. Están emperrados, tanto ese idiota como esa imbécil a quienes quiero entregar mis millones, y en lugar de arrodillarse ante mí, como yo imaginaba, discuten, arguyen… Aunque se corriera algún riesgo, bien valía la pena. Pero no, no quieren firmar el papel.

– Sería delicadísimo… por la declaración de la renta… Nos marearían…

He de odiar mucho a los otros para no dar con la puerta en las narices a esos dos. De los "otros", también tienen miedo.

– Descubrirían el pastel… Nos procesarían…

Roberto y su madre imaginan que mi familia ha avisado a la policía y que estoy vigilado. Consienten en verme solamente por la noche, en los barrios extremos. ¡Como si con mi salud pudiera velar y pasarme la vida en taxi! No creo que los otros desconfíen. No es la primera vez que viajo solo. No tienen razón para creer que la otra noche, en Cálese, asistiera, invisible, a su consejo de guerra. Por lo menos, no me han descubierto todavía. Nada me impedirá esta vez cumplir con mi propósito. El día en que Roberto consienta, podré dormir tranquilo. Ese estúpido no cometerá ninguna imprudencia.

Esta noche, 13 de julio, toca una orquesta al aire libre; en el extremo de la calle Bréa bailan las parejas. ¡Oh, apacible Cálese! Recuerdo la última noche que viví allí. A pesar de la prescripción del doctor, había tomado aquella noche un sello de veronal y me había dormido profundamente. Me desperté sobresaltado y consulté mi reloj. Era la una de la madrugada. Me asustó oír varias voces. Mi ventana había quedado abierta. No había nadie en el patio ni en el salón. Pasé al lavabo, que está situado al norte, sobre la puerta de entrada. Allí, contra su costumbre, se había rezagado la familia. Dado lo avanzado de la hora, no desconfiaban de nadie. Sólo las ventanas del lavabo y del pasillo daban a aquel lado.

La noche era tibia y apacible. En los intervalos oía claramente la respiración un poco entrecortada de Isa, el leve ruido de una cerilla al encenderse. Ni un soplo movía los negros olmos. No me atreví a asomarme, pero reconocí a cada enemigo por su voz, por su risa. No discutían. Una reflexión de Isa o de Genoveva era seguida de un largo silencio. Después, de pronto, a una palabra de Huberto, replicaba Phili y hablaban los dos a la vez.

– Mamá, ¿estás segura de que la caja de caudales de su despacho no guarda más que papeles sin valor? Un avaro es siempre imprudente. Recuerda el oro que quiso darle a Lucas… ¿Dónde lo escondía?

– No, él sabe que conozco la clave de la caja: María. No la abre más que cuando tiene que consultar una póliza de seguro o una hoja de impuestos.

– Pero tal vez pudiera revelarnos cantidades que él ha ocultado, mamá.

– No hay más que papeles referentes a los bienes inmuebles. Me he asegurado bien de ello.

– Esto es terriblemente significativo, ¿no os parece? Diríase que ha tomado todas sus precauciones. Y Phili murmuró con un bostezo:

– ¡No! Pero, ¡vaya un cocodrilo! ¡Y qué suerte haber topado con un cocodrilo semejante!

– Y si queréis creerme -dijo Genoveva-, tampoco encontraréis nada en la caja del Lyonnais… ¿Qué dices a esto, Janine?

– Pero, en resumen, mamá, diríase que algunas veces te ha querido. Cuando erais pequeños, ¿no era cariñoso alguna vez siquiera? ¿No? No habéis sabido trastearlo. No habéis sido sagaces. Había que intentar envolverlo, conquistarlo. Estoy segura de que yo lo conseguiría si él no tuviera tal horror a Phili.

Huberto interrumpió agriamente a su sobrina:

– Lo cierto es que la impertinencia de tu marido nos costará cara…

Oí reír a Phili. Me asomé un poco. La llama de un encendedor iluminó un instante sus manos unidas, su barbilla blanda y sus labios gruesos.

– Entonces ha tenido que esperar a que llegara yo para sentir horror por todos vosotros, ¿no es eso?

– No, antes nos detestaba menos…

– Acuérdate de lo que cuenta la abuela -continuó Phili-, de su actitud cuando perdió a su hija… Parecía burlarse de algo. No ha puesto nunca los pies en el cementerio…

– No, Phili, vas demasiado lejos. Si ha querido a alguien en el mundo, ha sido a María.

De no saber sido por esa protesta de Isa, hecha con voz débil y temblorosa, no hubiera podido contenerme. Me senté en una silla baja, con el cuerpo inclinado hacia adelante y la cabeza apoyada en el alféizar. Genoveva decía:

– Si María hubiese vivido, no hubiera ocurrido nada de esto. Lo único que habría hecho hubiese sido mejorarla…

– ¡Qué va! Le hubiera tomado ojeriza como a los demás. Es un monstruo. No tiene sentimientos humanos…

Isa protestó todavía:

– Te ruego, Phili, que no trates de este modo a mi marido, ni ante sus hijos ni ante mí. Debes respetarlo.

– ¿Respetarlo? ¿Respetarlo? Me pareció oír que murmuraba:

– Si creéis que es divertido haberme metido en una familia semejante…

Su suegra le replicó secamente:

– Nadie te ha obligado.

– Pero han hecho brillar las esperanzas a mis ojos… ¡Vaya! Ya está llorando Janine. ¿Cómo? ¿Es que he dicho algo extraordinario? -y con suficiencia gruñó-: ¡Ya, ya!

Oí sonarse a Janine y que alguien, cuya voz no pude identificar, exclamaba:

– ¡Cuántas estrellas!

El reloj de San Vicente dio las dos.

– Hijos míos, hay que irse a dormir.

Huberto protestó diciendo que no podían separarse sin haber decidido nada. Ya era tiempo de proceder. Phili aprobó. No creía que yo pudiese vivir mucho tiempo. Después no habría nada que hacer. Han debido aceptarse todas mis determinaciones…

– Pero, en fin, queridos míos, ¿qué esperáis de mí? Lo he intentado todo. No puedo hacer nada más.

– Sí -dijo Huberto-. Tú puedes mucho…

¿Qué fue lo que susurró? Se me había escapado lo que tenía más interés en conocer. Por el acento de Isa comprendía que estaba asombrada, escandalizada.

– No, eso no me gusta nada.

– No se trata de saber lo que te gusta, mamá, sino de salvar nuestro patrimonio.

Y todavía los susurros entrecortados de Isa:

– Es muy duro, hijo mío.

– Sin embargo, abuela, no debe usted continuar siendo su cómplice más tiempo. Nos deshereda, pero con su autorización. Su silencio otorga.

– Janine querida, ¿cómo te atreves?…

¡Pobre Isa, que había pasado tantas noches a la cabecera de la cama de aquella pequeña chillona, a quien había aceptado en su alcoba porque sus padres querían dormir y no había niñera que la soportase!… Janine hablaba secamente, con un tono que hubiera bastado para sacarme de quicio. Añadió:

– Siento decir estas cosas, abuela. Pero es mi deber.

¡Su deber! Daba este nombre a la exigencia de su carne, a su terror de ser abandonada por aquel guapo cuya risa idiota llegaba hasta mí…

Genoveva aprobó las palabras de su hija. Ciertamente, la debilidad podía convertirse en complicidad. Isa suspiró:

– Tal vez, hijos míos, fuera más sencillo escribirle.

– ¡Nada de eso! Sobre todo, ninguna carta -protestó Huberto-. Las cartas son siempre las que nos pierden. Espero, mamá, que no le habrás escrito todavía, ¿verdad?

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