Por primera vez en mi vida experimenté la alegría de ser el menos malo. No sentía deseos de vengarme de ninguno de ellos. O, al menos, no quería otra venganza que arrancarles esta herencia en torno a la cual se consumían de impaciencia y de angustia.
– ¡Una estrella fugaz! -exclamó Phili-. No he tenido tiempo de hacer un voto.
– Nunca se tiene tiempo -dijo Janine. Y su marido añadió con alegría de niño:
– Cuando veas una, gritarás: " ¡Millones!".
– ¡Qué idiota es este Phili!
Todos se levantaron. Las butacas del jardín arañaron la arena. Oí el ruido de los cerrojos de la puerta de entrada, las risas ahogadas de Janine en el pasillo. Las puertas de las habitaciones se cerraron una tras otra. Mi decisión estaba tomada. Desde hacía dos meses no había sufrido ningún ataque. Nada me impedía ir a París. Por lo general, me iba sin advertirlo. Pero no quería que mi partida pareciese una huida. Hasta la mañana, rehíce mis planes de otras veces. Lo dejé todo dispuesto.
Capítulo trece
Al mediodía, cuando me levanté, no experimentaba la menor fatiga. Bourru, llamado por teléfono, acudió a verme después de comer. Paseamos durante tres cuartos de hora bajo los tilos. Isa, Genoveva y Janine nos observaban desde lejos, y yo gozaba con su angustia. ¡Qué lástima que los hombres estuvieran en Burdeos! "Bourru es su alma condenada", decían del viejo y pequeño procurador. ¡Miserable Bourru, a quien sujeto más estrechamente que a un esclavo! Había que ver aquella mañana al pobre diablo debatiéndose para que no dejase ninguna arma contra él en manos de mi heredero eventual…
– Pero él se las entregará -le dije- en cuanto usted haya quemado el reconocimiento firmado por él.
Al marcharse, hizo un reverencioso saludo a las damas, quienes apenas si le contestaron, y montó tristemente en su bicicleta. Volví al encuentro de las tres mujeres y les dije que me iba a París aquella misma noche. Como Isa protestase diciendo que era una imprudencia efectuar solo aquel viaje, le respondí:
– Es necesario que me preocupe de mis inversiones. Aun cuando no lo parezca, pienso en vosotros.
Me observaron con ansiedad. Mi irónico acento me traicionaba. Janine miró a su madre y se enardeció.
– La abuela o el tío Huberto podrían hacerlo por usted, abuelo.
– Es una idea, querida… ¡Una buena idea! Pero estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo. Además, ya sé que hago mal, pero no me fío de nadie.
– ¿Ni de sus hijos? ¡Oh, abuelo!
Subrayó la palabra "abuelo" con un tono muy remilgado. Adoptaba una actitud tan zalamera que se hacía irresistible. ¡Ah, su voz exasperante, esa voz que había oído por la noche mezclada con las de los demás!… Entonces me eché a reír, con esa risa peligrosa que me hacía toser y que los aterraba visiblemente. No olvidaré jamás aquella pobre cara de Isa, su extenuación. Debía de haber sufrido ya los asaltos. Janine volvería probablemente a la carga en cuanto yo diese media vuelta.
– No le deje partir, abuela…
Pero mi mujer no estaba en condiciones de luchar, no podía más; se hallaba en el límite de sus fuerzas, agobiada por la fatiga. Le oí decir el otro día a Genoveva:
– Quisiera acostarme, dormir, no despertarme
mas…
Me enternecía como mi pobre madre me había enternecido. Los hijos lanzaban contra mí aquella vieja máquina usada, inservible. Sin duda, la amaban a su modo; la obligaban a que la visitara el médico, a seguir su régimen. Su hija y su nieta se habían alejado, y entonces se acercó a mí.
– Escucha -me dijo rápidamente-, necesito dinero.
– Estamos a 10. Te di para el mes el día 1.
– Sí, pero he tenido que adelantar dinero a Janine; están muy apurados. En Cálese hago economías; te lo devolveré de lo del mes de agosto… Le dije que aquello me tenía sin cuidado y que no tenía por qué mantener a Phili.
– Debo unos pedidos al carnicero y al tendero… Mira.
Me los enseñó. Me dio lástima. Le ofrecí firmar los talones.
– Así el dinero no irá a otro sitio.
Ella aceptó. Saqué mi libro de cheques y me di cuenta de que, entre los rosales, Janine y su madre nos observaban.
– Estoy seguro -le dije- que suponen que me hablas de otra cosa.
Isa se estremeció y me preguntó en voz baja:
– ¿De qué cosa?
En aquel instante sentí una opresión en el pecho. Apretándomelo con las dos manos, hice ese ademán que ella conocía tan bien. Se acercó.
– ¿Te encuentras mal?
Me apoyé un instante en su brazo. Bajo los tilos parecíamos dos esposos que concluyen su vida después de una profunda unión. Murmuré en voz baja:
– Ya estoy mejor.
Debió de pensar que era el momento de hablar, una ocasión única. Pero no tenía fuerzas para ello. Me di cuenta de que también ella estaba sin aliento. Por enfermo que estuviese, me había dominado. Pero ella se había entregado, se había dado. No le quedaba nada.
Buscaba una palabra y miraba a hurtadillas a su hija y a su nieta, con objeto de infundirse valor. Advertí en su mirada levantada hacia mí una lasitud sin nombre, acaso piedad y un poco de vergüenza. Los hijos la habrían mortificado aquella noche.
– Lo que me inquieta es que te marches solo.
Le contesté diciendo que, si me ocurría alguna desgracia en el viaje, no valdría la pena que se me trasladara aquí.
Y como ella me suplicase que no hiciera alusión a estas cosas, añadí:
– Sería un gasto inútil, Isa. La tierra de los cementerios es la misma en cualquier parte.
– Yo también pienso lo mismo. Que ellos me metan donde quieran. Algunas veces he querido dormir cerca de María… Pero, ¿qué queda de María?
Aún esta vez comprendí que, para ella, su pequeña María era polvo y huesos. No me atreví a decir que, al cabo de los años, yo sentía vivir a mi hija y la respiraba, y que atravesaba frecuentemente mi vida tenebrosa con un brusco soplo.
Genoveva y Janine la espiaban en vano. Isa parecía cansada. ¿Mediría la pequeñez de aquello por que luchaba al cabo de tantos años? Genoveva y Huberto, impulsados por sus propios hijos, lanzaban contra mí a aquella vieja mujer, Isa Fondaudége, la perfumada jovencita de las noches de Bagnéres.
Al cabo de medio siglo nos hallábamos frente a frente. Y en aquella tarde sofocante, los dos enemigos se daban cuenta del lazo que crea, a despecho de una larga lucha, la complicidad de la vejez. Pareciendo odiarnos, habíamos llegado al mismo punto. No había nada, había menos que nada sobre ese promontorio donde esperábamos morir. Para mí, cuando menos. A ella le quedaba su Dios; su Dios debía de quedarle. Todo eso que ella había poseído tan ásperamente como yo, le faltaba de pronto: todas esas ambiciones que se interponían entre ella y el Ser infinito. ¿Le veía ella, ahora? ¿Veía a Aquel de quien nada le separaría? No, quedaban las ambiciones, las exigencias de sus hijos. Ella estaba colmada de deseos. Tenía que volver a endurecerse para satisfacerlos. Inquietudes por el dinero, por la salud, cálculos de ambición y de celos, todo estaba allí, ante ella, como esos deberes en los que el maestro ha escrito: "Repítase".
Miró de nuevo al lugar donde se encontraban Genoveva y Janine, armadas de podaderas, fingiendo limpiar los rosales. Desde el banco en que me había sentado para recobrar el aliento, veía a mi mujer alejarse, con la cabeza baja, como un niño a quien van a regañar. El sol, demasiado cálido, anunciaba tempestad. Caminaba torpemente porque el andar era para ella un sufrimiento. Me pareció oír que gemía:
– ¡Ay, mis pobres piernas!
Dos viejos esposos no se odian nunca tanto como imaginan.
Se había unido a los demás, quienes, evidentemente, le reprochaban su conducta. De pronto, la vi venir hacia mí, roja, jadeante. Se sentó a mi lado y gimió:
– Estos tiempos bochornosos me fatigan mucho; en estos días me ha subido la presión… Escucha, Luis, hay algo que me preocupa… ¿En qué has empleado las Suez de mi dote? Ya sé que me has pedido que firmara otros papeles…