He aquí lo que me queda: cuanto he ganado a lo largo de esos años horribles, ese dinero del cual tenéis la locura de querer despojarme. ¡Ah! Incluso la idea misma según la cual gozaréis de él a mi muerte me es insoportable. Ya te he dicho al empezar que, al principio, había tomado mis disposiciones para que no os quedara nada. Te he dado a entender que había renunciado a esta venganza… Pero era desconocer ese movimiento de marea que es el odio en mi corazón. Y cuanto más se aleja y me conmuevo… Pero vuelve, y me anega esa oleada cenagosa.
Ahora, después de estas Pascuas, después de esta ofensiva encaminada a despojarme en provecho de vuestro Phili, y cuando he vuelto a ver completa a esa jauría familiar sentada en corro ante la puerta y espiándome, me obsesionan las particiones, esas particiones que os lanzarán a unos contra otros; porque vosotros os pelearéis como perros en torno a mis tierras y a mis valores. Las tierras serán vuestras, pero los valores no existen. Aquéllos de que os he hablado al principio de estas páginas los vendí la semana pasada a su más alta cotización. Ahora han comenzado a bajar. Todos los buques zozobran cuando los abandono; no me engaño jamás. Los millones líquidos los tendréis también; los tendréis si yo quiero. Hay días en que decido que no encontréis un céntimo.
Oigo vuestro rebaño cuchicheando al subir por la escalera. Os detenéis; habláis sin temor de que me despierte -se da por sentado que soy sordo-; veo bajo la puerta el resplandor de vuestras bujías. Reconozco la voz de falsete de Phili -diríase que aun la está cambiando- y, de pronto, las risas ahogadas, los cloqueos de las mujeres. Tú les regañas, les dices:
– Os aseguro que no duerme…
Te acercas a mi puerta y escuchas; miras por el ojo de la cerradura; mi lámpara me denuncia. Te vuelves a la jauría. Seguramente les dices, susurrando:
– Aun está despierto; os escucha…
Y se alejan todos, andando de puntillas. Crujen los peldaños de la escalera. Una a una se cierran las puertas. En la noche de Pascua, la casa se ha llenado de parejas. Y yo podría ser el tronco vivo de esas jóvenes ramas. La mayor parte de los padres son amados. Tú eres mi enemiga, y mis hijos se han pasado al enemigo.
Hay que afrontar esta guerra. No tengo fuerzas para escribir. Y, sin embargo, no quiero acostarme, tenderme, ni cuando el estado de mi corazón lo requiere. A mi edad, el sueño atrae la atención de la muerte; y es preciso no parecer muerto. Mientras permanezco de pie, parece como si ella no pudiese venir. ¿Acaso lo que más temo es la angustia física, la angustia del último estertor? No, es que la muerte es lo que no existe, lo que no se puede expresar más que por signos.
Capítulo séptimo
Mientras nuestros tres hijos permanecieron en el limbo de la primera infancia, se mantuvo velada nuestra enemistad; la atmósfera era pesada en nuestra casa. Tu indiferencia hacia mí, tu despego por todo lo que me concernía, te impedían sufrir y sentirla. Además, yo no estaba presente. Almorzaba solo, a las once, para llegar al Palacio de Justicia antes del mediodía. Mis asuntos requerían toda mi atención, y tú ya sabes en qué gastaba el poco tiempo de que podía disponer en familia. ¿Por qué esa intemperancia horriblemente sencilla, despojada de todo lo que, por costumbre, le sirve de excusa, reducida a su puro horror, sin sombra de sentimiento, sin la más pequeña y falsa apariencia de ternura? Yo hubiera podido hallar satisfacción en esas aventuras que el mundo admira. Un abogado de mi edad, ¿no hubiese podido conocer, acaso, ciertas insinuaciones? Prescindiendo del hombre de negocios, muchas mujeres jóvenes habrían deseado excitar al hombre… Pero yo había perdido la fe en las criaturas, o, más que nada, en mi poder de gustar a alguna de ellas. A simple vista descubría el interés que animaba a aquellas cuya complicidad sentía y cuya llamada no dejaba de advertir. La idea preconcebida de que todas buscaban el procedimiento de asegurarse una posición helaba mis sentimientos. ¿Por qué no confesar que a la certidumbre trágica de ser una persona a quien no se ama se añadía la desconfianza del rico que le asusta ser engañado y teme que le exploten? Yo te había "pensionado" ya, y me conocías demasiado para esperar un céntimo más de la suma fijada. Por otra parte, ésta estaba ya bien redondeada y nunca sobrepasabas su cifra. Por este lado no sentía temor alguno. Pero, ¡las demás mujeres! Yo era de esos imbéciles que se convencen de que existen, por una parte, las amantes desinteresadas y, por otra, las taimadas que no buscan más que dinero. Como si en la mayor parte de las mujeres la inclinación amorosa no se diera la mano con la necesidad de ser sostenidas, protegidas y mimadas… A los sesenta y ocho años veo de nuevo, con una lucidez que en determinadas horas me haría aullar, todo lo que he rechazado, no por virtud, sino por desconfianza y roñería. Las únicas relaciones esbozadas se torcían bruscamente, sea porque mi receloso espíritu interpretase mal la más inocente demanda, sea porque me hicieran odioso esas manías que tú conoces demasiado bien; esas discusiones en el restaurante o con los cocheros cuando se trataba de propinas. Me gusta saber de antemano lo que debo pagar. Me gusta que todo tenga su tarifa. ¿Me atrevería a confesar esta vergüenza? Lo que más me seducía en mis aventuras era, tal vez, que fuesen a precio fijo. Pero en un hombre así, ¿qué nexo podría subsistir entre el deseo del corazón y el placer? Nunca supuse que los deseos del corazón pudieran satisfacerse; los ahogaba apenas nacidos. Me había convertido en un maestro en el arte de destruir todo sentimiento en ese minuto exacto en que la voluntad desempeña un papel decisivo en el amor, cuando, al borde de la pasión, nos hallamos aún en libertad de abandonarla o lanzarnos a ella. Me inclinaba por lo más sencillo, por lo que se obtiene mediante una tarifa convenida. No me gusta que se me saque el dinero, pero pago lo que debo. Criticáis mi avaricia, pero esto no impide que no me guste tener deudas; lo pago todo al contado. Mis proveedores lo saben y me bendicen. No puedo soportar la idea de dejar a deber la menor suma. Así he comprendido "el amor": dando, dando… ¡Qué asco!
No, yo convengo el precio; me enlodo a mí mismo; he amado, y tal vez haya sido amado… En 1909, en el atardecer de mi juventud… ¿Por qué pasar en silencio esta aventura? Tú la has conocido, supiste acordarte de ella el día en que me obligaste a concretar mi actitud.
Yo había salvado a aquella pequeña institutriz; la perseguían por infanticidio. Primero, ella se me entregó por gratitud; después… Sí, sí, yo conocí el amor aquel año; mi insaciabilidad hizo que se perdiera todo. No era mucho mantenerla en la penuria, casi en la miseria; era necesario que estuviese siempre a mi disposición, que no viese a nadie, que pudiera tomarla, dejarla, volverla a ver, según mi capricho y durante mis ratos de ocio. Era un objeto mío. Mi afán de poseer, de usar y abusar se extiende a los seres humanos. Hubiera necesitado esclavos. Una sola vez creí haber hallado a esa víctima en la medida de mis exigencias. Vigilaba hasta sus miradas… Pero he olvidado mi promesa de no entretenerte con estas cosas. Se fue a París; no podía mas.
– Si sólo fuéramos nosotros los que no te comprenden -me has repetido con frecuencia-, pero todos te temen y te huyen, Luis. Ya lo ves.
Ya lo veía… En el Palacio de Justicia he sido siempre un solitario. Me eligieron lo más tarde que les fue posible para la Junta del Colegio de Abogados. Después de haberme precedido tanto cretino, yo no deseaba el decanato. En el fondo, ¿lo he deseado alguna vez? Me hubiese visto obligado a figurar, a recibir. Son honores que cuestan muy caros; no vale la pena. Tú sí que lo querías, lo deseabas por los niños. Jamás has querido nada por mí mismo.
– Hazlo por los niños…