El año que siguió a nuestro matrimonio sufrió tu padre su primer ataque, y nos fue cerrado el castillo de Cenon. En seguida adoptaste Cálese. De mí no has aceptado realmente más que mis tierras. Has arraigado en mi suelo sin que nuestras raíces pudieran juntarse. Tus hijos han pasado en esta casa, en este jardín, todas sus vacaciones. Aquí murió nuestra pequeña María, y su muerte no te produjo el horror que debía haberte causado; a la alcoba en que ella sufrió tanto le has concedido un carácter sagrado. Aquí has empollado a tus crías, aquí has cuidado sus enfermedades, aquí has velado cerca de las cunas y aquí has "hecho media" con las amas y las institutrices. En las cuerdas tendidas entre estos manzanos se secaron las pequeñas prendas de ropa de María, toda aquella cándida colada. En este salón, el abate Ardouin reunía a los niños en torno al piano y les hacía cantar a coro, aunque no siempre salmos para evitar mi cólera.
Aquellas tardes de verano, fumando ante la casa, oía a sus voces puras esta tonada de Lulli: ¡Ah, estos bosques, estas rosas, estas fuentes…! Tranquila felicidad de la que me sabía excluido, zona de pureza y de sueño que me había sido prohibida. Apacible amor, ola adormecida que moría a algunos pasos de mi roca.
Cuando entraba en el salón se callaban las voces. Toda conversación se interrumpía al acercarme. Genoveva se alejaba con un libro. Solamente María no me tenía miedo. La llamaba y acudía a mi lado. La estrechaba a la fuerza entre mis brazos, pero la niña se refugiaba en ellos con gusto. Oía latir su corazón de pájaro; Apenas la soltaba, volaba hasta el jardín… ¡María!
No tardó en preocuparles a los niños mi ausencia a la mesa y mi chuleta de los viernes. Pero la lucha entre nosotros dos, bajo sus miradas, conoció tan sólo muy pocos resplandores terribles, en los que yo era frecuentemente derrotado. Cada derrota era seguida de una lucha subterránea. Cálese fue el escenario, porque yo no estaba nunca en la ciudad. Pero las vacaciones del Palacio de Justicia coincidían con las del colegio. Agosto y septiembre nos reunían aquí.
Recuerdo el día en que chocamos de frente, a propósito de una tontería que había dicho yo cuando Genoveva recitaba su lección de Historia Sagrada. Reclamé mi derecho de defender el espíritu de mis hijos y tú me opusiste el deber de proteger sus almas. Había sido ya derrotado una vez, cuando acepté que Huberto estudiara en los Jesuítas y las niñas en el Sagrado Corazón. Había cedido al prestigio que han guardado siempre a mis ojos las tradiciones de la familia Fondaudége. Pero tenía la sed del desquite; y lo que más me importaba aquel día era tocar lo que podía sacarte de quicio, obligarte a salir de tu indiferencia y prestarme tu atención, aun cuando fuera a pesar de tu odio. Había encontrado al cabo un lugar donde enfrentarnos. En fin, te obligué a llegar a las manos. La irreligión no había sido para mí sino una forma vacía donde habían resbalado mis humillaciones de pequeño campesino enriquecido, despreciado por sus camaradas burgueses. Yo la llenaba ahora con mi decepción amorosa y con un rencor casi infinito.
La disputa se encendió durante el almuerzo. Te pregunté qué placer podría experimentar el Ser eterno viéndote comer una tortilla de salmón en lugar de carne cocida. Abandonaste la mesa. Recuerdo la mirada de nuestros hijos. Me reuní contigo en tu habitación. Tenías los ojos secos. Me hablaste con la mayor calma. Comprendí aquella vez que tu atención no se había apartado de mi vida tanto como yo había creído. Tenías en la mano unos escritos en los cuales se estudiaba la forma de obtener nuestra separación.
– He permanecido a tu lado sólo por los niños. Pero si tu presencia ha de ser una amenaza para sus almas, no vacilaré un momento.
No, tú no hubieras vacilado en dejarme, ni a mí ni a mi dinero. Por interesada que fueras, hubieras aceptado cualquier sacrificio con tal de conservar intacta en esos niños la integridad del Dogma, ese conjunto de costumbres, de fórmulas…, esa locura.
No había recibido aún la carta llena de injurias que me dirigiste después de la muerte de María.
Tú eras la más fuerte. Por otra parte, mi posición se hubiese conmovido peligrosamente ante un pleito entre nosotros. En aquella época, y en provincias, la sociedad no se divertía aún con cosas como ésta. El revuelo se había levantado ya cuando supieron que yo era francmasón: mis ideas me situaban al margen del mundo. Sin el prestigio de tu familia me hubiesen hecho mucho daño. Y, sobre todo…, en caso de separación hubiera sido necesario devolver las "Suez" de tu dote. Me había acostumbrado a considerar tales acciones como si fueran mías. La idea de tener que renunciar a ellas era para mí horrible. Esto sin tener en cuenta la renta que nos pasaba tu padre…
Me rendí y acepté todas tus exigencias, pero decidí consagrar mis horas libres a la conquista de los niños. Tomé esta decisión a principios de agosto de 1896; esos tristes y ardientes estíos de otro tiempo se confunden en mi espíritu, y los recuerdos que anoto aquí comprenden casi cinco años, de 1895 a 1900.
No creía que fuera difícil hacerme con los niños. Contaba con el prestigio de padre de familia y con mi inteligencia. Suponía que había de ser para mí un juego atraerme a un muchacho de diez años y a dos niñas. Recuerdo su asombro y su inquietud el día en que les propuse dar un paseo con su padre. Estabas sentada en el patio, bajo un tilo plateado. Y ellos te preguntaron con los ojos.
– Pero, queridos míos, no tenéis por qué pedirme permiso.
Y nos fuimos. ¿Cómo hay que hablar a los niños?
A mí, que estoy acostumbrado a no ceder ante el Ministerio Público, ni ante el defensor ni cuando actúa como acusador privado, ni ante todo un público hostil a quien teme el propio presidente, me intimidan los niños y también la gente del pueblo, incluso esos campesinos de quienes soy hijo. Ante ellos pierdo la serenidad, balbuceo.
Los pequeños eran muy amables conmigo, pero estaban recelosos. Te habías apoderado de antemano de aquellos tres corazones; todos sus resortes los conocías. Era imposible avanzar en ellos sin tu permiso. Demasiado escrupulosa para empequeñecerme a sus ojos, no les habías ocultado que era necesario rezar mucho por el "pobre papá". Hiciera lo que hiciese, yo ocupaba ya un lugar en su sistema del mundo: yo era el pobre papá, por quien había que rezar mucho y de quien era necesario conseguir la conversión. Todo lo que yo pudiese decir o insinuar con respecto a la religión fortalecía la ingenua imagen que ellos se habían formado de mí.
Vivían en un mundo maravilloso, jalonado de fiestas piadosamente celebradas. Tú lo conseguías todo de ellos hablándoles de la primera comunión que acababan de celebrar, o para la que se preparaban. Cuando por la noche cantaban en la escalinata de Cálese, no siempre eran aires de Lulli lo que oía, sino salmos. Veía de lejos vuestro grupo confuso, y al claro de luna distinguía las tres pequeñas figuras de pie. Mis pasos sobre la grava interrumpían los cánticos.
Me despertaba cada domingo el ajetreo de los preparativos para ir a misa. Siempre tenías miedo de faltar a ella. Relinchaban los caballos. Se llamaba a la cocinera, que se había retrasado. Uno de los niños había olvidado su devocionario. Una voz aguda preguntaba:
– ¿Es éste el domingo después de Pentecostés?
Al volver acudían a besarme y me encontraban todavía en el lecho. La pequeña María, que debía de haber rezado por mi salvación todas las oraciones que sabía, me miraba atentamente, con la esperanza, sin duda, de comprobar una ligera mejoría en mi estado espiritual.
Era la única que no me irritaba. Cuando sus dos hermanos mayores adoptaron ya las creencias que tú practicabas, con ese instinto burgués de comodidad que los haría prescindir más tarde de todas las virtudes heroicas, de toda la sublime locura cristiana, en María, por el contrario, había un fervor conmovedor, una ternura espiritual por los criados, por los aparceros y por los pobres. Se decía de ella: