Partimos al alba, a causa de las moscas y porque era necesario recorrer dos kilómetros antes de llegar al primer bosque de pinos. Los caballos nos esperaban ante la escalera de entrada. Marinette le sacaba la lengua a los postigos cerrados de tu alcoba, prendiendo en su amazona una rosa empapada de rocío.
– No del todo apropiado para una viuda -decía.
La campana de la primera misa tañía débilmente. El abate Ardouin nos saludó con timidez y desapareció en la niebla que flotaba sobre los viñedos.
Hablamos hasta llegar al bosque. Me di cuenta de que poseía cierto prestigio a ojos de mi cuñada, menos a causa de mi situación como abogado que por mis ideas subversivas, de las que me hacías campeón en la familia. Tus principios se parecían demasiado a los de su marido. Para una mujer, la religión y las ideas son siempre algo: todo adquiere carácter a sus ojos, un carácter adorable u odioso.
No hubiese faltado más que haber usado de mi ventaja en esta pequeña revolución. Mientras se irritaba contra vosotros, me era muy fácil seguirla, pero esto era imposible cuando manifestaba el desdén que sentía con respecto a los millones que había de perder si volvía a casarse. Me hubiera gustado mucho hablar como ella y representar el papel de buena persona; pero me era imposible fingir; no podía ni siquiera aparentar que aprobaba el que no demostrase ningún interés por la pérdida de esta herencia. ¿He de decirlo todo? No llegaba a prescindir de la hipótesis de su muerte, que haría de nosotros sus herederos. No pensaba en los hijos, sino en mí.
Tenía la ocasión de prepararme de antemano y repetir mi lección; esto era más fuerte que mi voluntad:
– ¡Siete millones! Marinette, no te das cuenta de lo que esto significa; no se renuncia a siete millones. No existe hombre alguno en el mundo que valga el sacrificio de una ínfima parte de esa fortuna.
Y como ella pretendiera poner la felicidad por encima de todo, le aseguré que nadie era capaz de ser feliz después del sacrificio de semejante suma.
– ¡Ah! -exclamaba ella-, por más que los odies, pertenecéis a la misma especie.
Partía al galope y yo la seguía a distancia. Yo había sido juzgado y condenado. ¡Qué no me habrá frustrado esa monomanía del dinero! Hubiese podido hallar en Marinette a una hermana menor, a una amiga… ¿Y queríais vosotros que entregara aquello por lo que lo he sacrificado todo? No, no; mi dinero me ha costado demasiado caro para que os entregue un céntimo antes de exhalar el último suspiro.
Y, sin embargo, no os cansáis. Me pregunto si la mujer de Huberto, cuya visita tuve que soportar el domingo, había sido enviada por vosotros, o si había venido por propia voluntad. ¡Pobre Olimpia! (¿Por qué Phili la llamará Olimpia? Pero hemos olvidado su verdadero nombre…) Estoy por creer que no os ha dicho nada de su visita. No la habéis aceptado entre vosotros; no es una mujer de la familia. Esa persona indiferente a todo lo que no constituye su estrecho universo, a todo lo que no la concierne directamente, no conoce ninguna de las leyes de la "gente". No sabe que yo soy el enemigo. Esto no significa, por su parte, ni benevolencia ni simpatía natural. No piensa jamás en los otros; ni siquiera para aborrecerlos.
– Es muy amable conmigo -protesta Olimpia cuando se pronuncia mi nombre ante ella.
Le tiene sin cuidado mi mal carácter. Y como, por espíritu de contradicción, se me ocurre defenderla contra todos vosotros, cree incluso que siento simpatía por ella.
A través de su confusa conversación he descubierto que Huberto se había contenido a tiempo, pero que todo su haber personal y la dote de su mujer los había comprometido para salir del apuro.
– Dice que recuperará su dinero forzosamente, pero que tendría necesidad de un adelanto… Llama a esto un anticipo de la herencia.
Yo bajaba la cabeza, asentía y fingía estar a mil leguas de comprender lo que a ella le interesaba. ¡Qué candor sé aparentar en tales momentos!
¡Si la pobre Olimpia supiera lo que yo he sacrificado al dinero cuando aún poseía un poco de juventud! En aquellas mañanas de mis treinta y cinco años, tu hermana y yo volvíamos, al paso de nuestros caballos, por entre el camino ya tibio de los viñedos sulfatados. Hablaba a aquella mujer burlona de los millones que no debía perder. Cuando yo escapaba a la obsesión de esos millones amenazados, se reía de mí con una gentileza desdeñosa. Cuanto más me defendía, más me obstinaba:
– Si insisto es en interés tuyo, Marinette. ¿Crees que soy un hombre a quien le obsesiona el porvenir de sus hijos? Isa no quiere que tu fortuna les pase bajo las narices. Pero yo…
Ella reía y, apretando un poco los dientes, murmuraba:
– La verdad es que eres un hombre horrible.
Protestaba diciendo que no pensaba más que en su felicidad. Ella movía la cabeza con disgusto. En el fondo, sin que ella fuera capaz de confesarlo, le atraía más la maternidad que el matrimonio.
A pesar de que me despreciaba, cuando, después de almorzar, a pesar del calor, abandonaba la casa oscura y glacial donde la familia dormitaba acomodada en los divanes de cuero o en las sillas de paja; cuando entreabría los postigos de la ventana y me deslizaba afuera, al aire y al sol, no tenía necesidad de volverme: sabía que ella acudiría. Oía sus pasos sobre la grava. Caminaba torpemente, torciendo los altos tacones sobre la tierra endurecida. Nos acodábamos en la baranda. Le gustaba tener el mayor tiempo posible su brazo desnudo sobre la piedra ardiente. La llanura, a nuestros pies, se sumía en un silencio tan profundo como cuando duerme al claro de luna. Las landas formaban en el horizonte un inmenso arco negro donde el cielo metálico pesaba. Ni un hombre ni un animal se dejarían ver antes de las cuatro. Zumbaban inmóviles las moscas, no menos inmóviles que ese singular vaho en el llano que no lograba deshacer ningún soplo.
Yo sabía que aquella mujer que estaba allí no podía amarme, que no había nada en mí que no le fuera aborrecible. Pero respirábamos juntos en aquella propiedad perdida, en medio de un embotamiento infranqueable. Aquel joven ser, amargado, vigilado estrechamente por una familia, buscaba mi mirada tan inconscientemente como un heliotropo se vuelve hacia el sol. Sin embargo, me hubiera contestado con una chanza a la menor palabra turbia. Me daba cuenta de que ella hubiera rechazado con disgusto el más tímido ademán. Así permanecíamos uno cerca del otro, a orillas de aquella inmensa tina donde la vendimia próxima fermentaba en el sueño de las hojas azuladas.
Y tú, Isa, ¿qué pensabas de aquellas salidas matinales y de aquellas conversaciones cuando se amodorraban todos los demás? Lo sé porque te lo oí decir un día. Sí; a través de los postigos cerrados del salón te oí decir a tu madre, cuando su estancia en Cálese (sin duda vino para reforzar la vigilancia en torno a Marinette):
– Tiene sobre ella una influencia perniciosa, desde el punto de vista de las ideas… Por lo demás, la distrae, y en esto no hay inconveniente.
– Sí, la distrae; es lo importante -respondió tu madre.
Os alegrabais de que distrajera a Marinette.
– Pero después del verano -repetíais- será conveniente buscar otra cosa.
Si alguna vez te he despreciado, Isa, nunca te desprecié tanto como por esas palabras. Sin duda, no imaginabas que pudiese haber el menor peligro. Las mujeres no se acuerdan de lo que no les gusta.
Cierto es que, después de almorzar y junto a la llanura, nada podía ocurrir; porque, por vacío que se hallara el mundo, nos encontrábamos los dos como en un escenario. Si un solo campesino no se hubiera entregado a la siesta, hubiese visto, tan inmóviles como los tilos, a aquel hombre y a aquella mujer, de pie ante la tierra incandescente, que no hubieran podido hacer el menor ademán sin tocarse.
Nuestros paseos nocturnos no eran menos inocentes. Recuerdo una noche de agosto. La cena había sido tempestuosa a causa de Dreyfus. Marinette, que representaba conmigo al bando de la revisión, me aventajaba en el arte de hacer hablar al abate Ardouin, de obligarle a intervenir. Como habías hablado exaltadamente de un artículo de Drumont, Marinette, con su voz de niña en clase de catecismo, preguntó: