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Escarbé como si aquello hubiese conservado el secreto de mi vida, el de nuestras vidas. A medida que las tenazas penetraban en el montón, la ceniza se hacía más densa. Reuní algunos fragmentos de papel que el espesor de los paquetes debía haber protegido, pero no salvé más que palabras, frases incompletas, de sentido impenetrable. Todo pertenecía a una escritura que yo no reconocía. Mis manos temblaban, movíanse con ahínco. En un pequeño fragmento, manchado de hollín, pude leer esta palabra: PAX, y una fecha bajo una pequeña cruz: 23 de febrero de 1913. Luego: "Mi querida hija…". Con otros fragmentos intenté reconstruir los caracteres trazados al borde de la página quemada, pero no tuve más que esto: "Tú no eres responsable del odio que te inspira este niño; serías culpable si cedieras a él. Pero, por el contrario, te esfuerzas…". Después de muchos esfuerzos pude leer aún: "…juzgar temerariamente a los muertos… El afecto que siente por Lucas no prueba…". El hollín cubría el resto, salvo una frase: "Perdona sin saber lo que tienes que perdonar. Ofrece por él tu…".

Tendría tiempo de reflexionar más tarde. No pensaba en otra cosa que en encontrar algo más. Continué escarbando, inclinado sobre las cenizas, en una posición incómoda que me impedía respirar. Me trastornó un momento el descubrimiento de un carnet de hule, que parecía intacto. Pero ninguna de sus hojas se había salvado. Tras la cubierta descifré estas palabras escritas por Isa: Ramillete espiritual, y debajo: "No me llamo Aquel que condena; mi nombre es Jesús. (Cristo a San Francisco de Sales.)"

Seguían otras citas ilegibles. En vano permanecí largo rato inclinado sobre aquel polvo; no conseguí nada más. Me incorporé y contemplé mis manos ennegrecidas. Vi en el espejo mi frente manchada de ceniza. Me asaltó un deseo de andar, como en mi juventud, y bajé apresuradamente la escalera, olvidándome de mi corazón.

Por primera vez después de algunas semanas, me dirigí a las viñas, en parte despojadas de sus frutos y que parecían adormecidas. El paisaje era límpido, hinchado como esas azuladas pompas de jabón que en otro tiempo sacaba María del extremo de una paja. El viento y el sol endurecían ya las rodadas y las huellas profundas de las pezuñas de los bueyes. Caminaba llevando en mí la imagen de aquella Isa desconocida, presa de esas poderosas pasiones que sólo Dios tenía el poder de ablandar. Aquella ama de casa había sido una hermana devorada por los celos. El pequeño Lucas le había sido odioso… Una mujer capaz de odiar a un chiquillo… ¿Celos a causa de sus propios hijos? ¿Porque yo prefería a Lucas? Pero ella también había aborrecido a Marinette… Sí, sí: ella había sufrido por mí; yo había tenido el poder de torturarla. ¡Qué locura! Muerta Marinette, muerto Lucas, muerta Isa… Y yo, anciano, en pie, al borde de la misma sepultura donde se habían abismado, me sentía contento por no haber sido indiferente a una mujer, por haber provocado en ella tales emociones.

Era cómico y, en verdad, me reía solo, jadeando un poco, apoyado en el rodrigón de una cepa, frente a las pálidas extensiones de bruma, donde los pueblos con sus iglesias, sus caminos y todos sus habitantes habían naufragado. La luz del crepúsculo se abría paso penosamente hasta aquel mundo sepultado. Sentía, veía y tocaba mi crimen. No cabía enteramente en aquel horrible nido de víboras: odio de mis hijos, deseo de venganza y amor al dinero, sino en mi negativa de buscar más allá de aquellas víboras entrelazadas. Me había supeditado al nudo inmundo, como si hubiese sido mi propio corazón, como si los latidos de este corazón se hubieran confundido con aquellos reptiles hormigueantes. No había bastado, a lo largo de medio siglo, no conocer en mí nada más que lo que yo era. Incluso había usado de ello contra los demás. Me fascinaban, ante mis hijos, miserables ambiciones. De Roberto recordaba su estupidez, y a esta apariencia me remitía. Nunca se me ofreció a mí el aspecto de los demás como lo que hay que descarnar, como lo que preciso atravesar para llegar a ellos. A los treinta años, a los cuarenta, hube de hacer este descubrimiento. Pero hoy soy un anciano de corazón premioso y contemplo cómo el último otoño de mi vida adormece los viñedos y los llena de nieblas y de rayos. Aquellos a quienes debía amar, han muerto; han muerto los que hubieran podido amarme. Y no tengo tiempo ni fuerzas para intentar el viaje hacia aquellos que sobreviven, para redescubrirlos. No hay nada en mí, ni siquiera mi voz, mis ademanes ni mi risa, que no pertenezca al monstruo que he lanzado contra el mundo y a quien he dado mi nombre.

¿Y eran precisamente estos pensamientos a los que daba vueltas, apoyado en el rodrigón de aquella cepa, al borde de un surco ante los campos esplendorosos de Yquem, a la hora del crepúsculo? Un incidente, que debo señalar aquí, me los aclaró sin duda. Pero ya estaban en mí aquella noche, cuando volvía a mi casa, con el corazón embargado por la paz que envolvía la tierra. Las sombras se extendían; el mundo entero era sólo aceptación. A lo lejos, las perdidas cuestas parecían espaldas curvadas. Aguardaban la niebla y la noche para yacer quizá, para tenderse, para dormir con un sueño humano.

Esperé hallar a Genoveva y a Huberto en la casa. Me habían prometido cenar conmigo. Era la primera vez en mi vida que ansiaba su llegada, que ésta me producía alegría. Estaba impaciente por mostrarles mi nuevo corazón. No se podía perder ni un minuto para conocerlos, para hacerme conocer de ellos. ¿Hubiera tenido tiempo, antes de morir, de poner a prueba mi descubrimiento? Vencería rápidamente las etapas que me conducirían hacia el corazón de mis hijos, pasaría a través de todo lo que nos separaba. Se había roto, por fin, el nudo de víboras. Avanzaría tan rápidamente en su amor que llorarían cuando me cerraran los ojos.

No habían llegado aún. Me senté en el banco cerca del camino, atento al ruido de los motores. Cuanto más tardaban, más deseaba su llegada. Tenía momentos en que volvía mi antigua cólera: ¡les daba lo mismo hacerme esperar! Les importaba muy poco que sufriera a causa de ellos; lo hacían adrede… Me contuve. La demora podía obedecer a una misma causa que yo ignoraba, y no había ninguna probabilidad de que fuese precisamente aquella en que, por costumbre, alimentaba mi rencor. La campana anunciaba la cena. Me dirigí a la cocina para advertir a Amelia que era preciso esperar todavía un poco. Era muy extraño verme bajo aquellas vigas negras de donde pendían los jamones. Me senté cerca del fuego en una silla de anea. Amelia, su marido y Cazau, el hombre de negocios cuyas risas había oído de lejos, se callaron a mi entrada. Me rodeaba una atmósfera de respeto y terror. Nunca he hablado a los criados. No porque fuese un amo difícil o exigente, sino porque no existían a mis ojos, porque no los veía. Pero aquella noche me tranquilizaba su presencia. Y porque mis hijos no llegaban, hubiese querido cenar aquella noche en un rincón de la mesa donde la cocinera trinchaba la carne.

Cazau había huido; Ernesto se ponía una chaquetilla blanca para servirme. Me oprimía su silencio. Busqué en vano una palabra. Pero nada conocía de aquellos seres que nos servían devotamente desde hacía veinte años. Por fin recordé que antaño una hija suya, casada en Sauveterre de Guyenne, iba a verlos, y que Isa no le pagaba el conejo que nos llevaba porque comía varias veces en la casa. Sin volver la cabeza, pregunté un poco rápidamente:

– Bien, Amelia, ¿y su hija? ¿Siempre en Sauveterre?

Volvió hacia mí su cara avinagrada y, mirándome de hito en hito, dijo:

– El señor ya sabe que murió…, hará diez años, el 29, el día de San Miguel. ¿El señor no se acuerda?

Su marido guardaba silencio; pero me miró duramente; creía que aparentaba olvidar. Balbucí:

– Perdóneme… Esta vieja cabeza mía…

Pero como cuando me sentía molesto e intimidado me reía un poco burlonamente, no pude evitar hacerlo. El hombre anunció con su voz acostumbrada:

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