– En estas cobardes intrigas…
Sus mejillas se colorearon. Genoveva negó.
– ¿Por qué cobardes? Tú eres más fuerte que nosotros…
– ¡Vaya! Un anciano muy enfermo contra una joven jauría…
– Un anciano muy enfermo -replicó Huberto- goza, en una casa como la nuestra, de una posición privilegiada. No abandona su habitación y permanece en ella al acecho, no haciendo otra cosa que observar las costumbres de la familia y sacar provecho de ellas. Combina solo sus golpes. Los prepara con tiempo. Lo sabe todo de quienes no saben nada de él. Conoce los lugares desde donde puede escuchar mejor -como yo no pude evitar una sonrisa, ellos sonrieron también-. Sí, una familia es siempre imprudente. Se disputa, se levanta la voz; todos concluyen gritando sin darse cuenta. Nos hemos fiado demasiado del espesor de las paredes de la vieja casa, olvidando que los tabiques son delgados. También hay ventanas abiertas… -Estas alusiones crearon entre nosotros una especie de apaciguamiento. Huberto continuó hablando seriamente:- Admito que hemos podido parecerte culpables. Sería fácil para mí invocar una vez más el caso de legítima defensa; pero prescindo de todo lo que pudiera envenenar la discusión. Yo sólo quería saber quién era el agresor en esta guerra. Consiento incluso en pleitear como culpable. Pero es necesario que comprendas… -Se había levantado y limpiaba los cristales de sus gafas; sus ojos parpadeaban en aquella cara hundida, descarnada.- Es necesario que comprendas que yo luchaba por el honor, por la vida de mis hijos. No puedes imaginar nuestra situación. Eres de otro siglo. Has vivido en esa época fabulosa en que un hombre prudente contaba con valores seguros. Comprendo que has estado a la altura de las circunstancias, que has visto antes que nadie la tormenta que se avecinaba, que has procedido a tiempo… Pero fue porque estabas fuera de los negocios, del negocio, quiero decir. Podías juzgar fríamente la situación, la dominabas; no te habías hundido como yo, hasta las orejas… El despertar ha sido demasiado brusco… No ha habido oportunidad de volverse… Era la primera vez en que todas las ramas se quebraban al mismo tiempo. No se podía echar mano de nada, no podía uno cogerse a nada…
¡Con qué angustia repetía: "nada… nada"! ¿Hasta qué punto estaba comprometido? ¿Al borde de qué desastre se debatía? Tuvo miedo de haberse confiado demasiado y se contuvo, emitiendo los lugares comunes de costumbre: la fabricación intensiva de la postguerra, la superproducción, la crisis del consumo… Lo que decía importaba muy poco. Era su angustia lo que interesaba. En aquel instante me di cuenta de que mi odio había muerto, que había muerto también aquel deseo de represalias. Muerto, tal vez al cabo de mucho tiempo. Había mantenido mi furor: me había exacerbado con ellos. Pero, ¿por qué negarse a la evidencia? Ante mi hijo experimentaba un sentimiento confuso en el que predominaba la curiosidad: la agitación de aquel desgraciado, su terror, el pánico que yo podía interrumpir con una palabra…, ¡qué extraños me parecían! Veía en espíritu aquella fortuna que, según parecía, había sido lo único de mi vida que había querido dar, perder, y de la que jamás había sentido la libertad de disponer a mi capricho; aquello de lo que me sentía de pronto más apartado, que no me interesaba ya, que no me concernía. Huberto, en silencio, me espiaba a través de sus gafas. ¿Qué treta podría urdir yo ahora? ¿Qué golpe iba a asestarle? En su cara había ya un rictus, había lanzado su busto hacia atrás y levantaba a medias su brazo como el niño que se protege. Dijo con voz tímida:
– No te pido nada más que me dejes sanear mi posición. Con lo que reciba de mamá, no tendré necesidad de nada más que… -vaciló antes de pronunciar la cifra- de un millón. Una vez zanjadas las dificultades, dejaré el campo libre. Haz lo que quieras del resto. Me preocuparé de que se respete tu voluntad…
Tragó saliva y me miró de reojo; pero mi semblante era impenetrable.
– Y tú, hija -dije, volviéndome hacia Genoveva-, ¿estás en buena situación? Tu marido es muy prudente…
Se irritaba siempre que se elogiaba a su marido. Protestó diciendo que la casa había cerrado. Alfredo no compraba ron desde hacía algunos años. Estaba seguro, evidentemente, de no engañarse. Sin duda tenían para vivir, pero Phili amenazaba con abandonar a su mujer en cuanto estuviera seguro de que la fortuna se había perdido. Murmuré:
– El desdichado guapo… Y ella replicó vivamente:
– Sí, sabemos que es un canalla, y Janine también lo sabe; pero si él la abandona se morirá. Sí, se morirá. Tú no puedes comprender esto, papá. No pertenece a tu sensibilidad. Janine sabe mucho más de Phili que nosotros mismos. Me ha confesado repetidas veces que es más malo de lo que podemos imaginar. Pero esto no impide que se muera si la abandona. Esto te parecerá absurdo. Estas cosas no existen para ti. Pero con tu gran inteligencia puedes comprender lo que no sientes.
– Fatigas a papá, Genoveva.
Huberto pensaba que su pesada hermana estaba estropeándolo todo y que yo me sentía herido en mi orgullo. Veía en mi cara los rasgos de la angustia; pero desconocía la causa. No sabía que Genoveva abría de nuevo una herida y la tocaba con sus dedos. Suspiré:
– ¡Dichoso Phili!
Mis hijos cambiaron una mirada de asombro. Habían creído siempre de buena fe que estaba medio loco. Tal vez me hubieran encerrado, convencidos plenamente.
– Un libertino -gruñó Huberto- que nos domina.
– Su suegro es más indulgente que tú -dije-. Alfredo dice con frecuencia que Phili no es un mal bribón.
Genoveva intervino:
– Y que domina también a Alfredo: el yerno ha pervertido al suegro, y esto lo saben de sobra en la ciudad; se los ha visto juntos con mujeres… ¡Qué vergüenza! Era una de las muchas amarguras de mamá…
Genoveva se enjugó las lágrimas. Huberto creyó que yo quería apartarme de lo esencial.
– Pero no se trata de esto, Genoveva -dijo, irritado-. Diríase que en el mundo no hay nadie más que tú y tus hijos.
Furiosa, protestó diciendo que "le gustaría saber quién era más egoísta de los dos". Añadió:
– Naturalmente, cada uno piensa primero en los hijos. Y me vanaglorio, como mamá por nosotros, de lo que he hecho por Janine. Me echaría al fuego…
Su hermano la interrumpió, con ese tono áspero tan mío, diciendo que "también echaría a los otros".
No hace mucho me hubiera divertido aquella disputa. Hubiese saludado con alegría los signos anunciadores de una batalla implacable en torno a unas sobras de herencia, y no hubiera hecho nada por frustrarlos. Pero sólo sentía disgusto, fastidio… ¡Que se liquide todo esto de una vez para siempre! ¡Que me dejen morir en paz!
– Es extraño, hijos míos -les dije-, que concluya haciendo lo que me ha parecido siempre ser la mayor de las locuras…
¡Ah, ya no pensaban en pelearse! Volvían hacia mí sus miradas desconfiadas y duras. Esperaban; se habían puesto en guardia.
– Yo, que siempre me había impuesto como ejemplo al viejo aparcero despojado de sus bienes y a quien sus hijos dejan morir de hambre… Y cuando la agonía dura demasiado tiempo, añaden edredones que le cubran hasta la boca…
– Papá, te suplico…
Protestaban con una expresión de horror que no era ficticia. Cambié bruscamente de tono.
– Estarás demasiado ocupado, Huberto; las particiones serán difíciles. Tengo depósitos en todas partes, aquí, en París, en el extranjero. Las propiedades, los inmuebles…
A cada palabra mía se agrandaban sus ojos, pero no querían creerme. Vi abrirse y volver a cerrarse las finas manos de Huberto.
– Es necesario que se liquide todo antes de mi muerte, mientras os partís lo que procede de vuestra madre. Me reservo el usufructo de Cálese: la casa y el jardín. Correrán a vuestro cargo el cuidado y las reparaciones. Que no se me hable de los viñedos. Se me concederá por medio de notario una renta mensual, cuya suma se fijará previamente… Traedme mi cartera… Sí, en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.