XXVI
Las muchachas debían ser rubias, con algo estatuario en el porte, que recordara la República o la Libertad, con la piel dorada y con los ojos grises o, por lo menos, azules. Clara era delgada, morocha, con esa frente prominente, que él aborrecía. Desde el principio la quiso. Olvidó la aventura de los lagos, olvidó a los muchachos y al doctor, olvidó al fútbol y, en cuanto a las carreras, un vínculo de gratitud lo obligó a seguir, de sábado a lunes, por unas pocas semanas, el destino del caballo Meteórico, destino, por lo demás, tan efímero como los arcanos fulgores que le dieron el nombre. No perdió el empleo, porque Lambruschini era persona buena y tolerante y no perdió la amistad de Larsen, porque la amistad es una noble y humilde Cenicienta, acostumbrada a las privaciones. A través de una larga paciencia, de mucha humillación y habilidad, se dedicó a enamorar a Clara y a volverse odioso para casi todas las personas que debían tratarlo. Clara, al principio, lo había hecho sufrir y había tenido con él una sinceridad que tal vez fuera peor que las mentiras; al obrar así no fue deliberadamente perversa; fue, sin duda, candorosa y, como siempre, leal. Todo llega a saberse, y Larsen y los muchachos se preguntaban por qué Gauna aguantaba tanto. Clara entonces era una muchacha prestigiosa en el barrio -su imagen ulterior, de compañera abnegada y sumisa, tiende a borrar de nuestra memoria esa notable circunstancia-, y acaso, como pensó alguien, no fuera mucho más cuantioso el sentimiento genuino, en esa pasión de Gauna, que la vanidad; pero como esto no puede hoy averiguarse y como se trata, al fin y al cabo, de una duda cínica y maliciosa, que podría, con igual derecho, interrogar todos los amores, es tal vez preferible recordar, por ser más significativa, la frase que una noche Gauna dijo a Larsen: «La enamoré para poder olvidarla». (Larsen, tan crédulo siempre con su amigo, en esta oportunidad lo creyó insincero.) Después de aquella incomprensible locura con Baumgarten, la muchacha se enamoró de Gauna y, como decía la gente, asentó cabeza. Hasta se alejó de sus amigos de la compañía Eleo; intervino en la representación única y, según se afirmó, consagratoria, de La dama del mar (representación a la que Gauna, reprimido por el amor propio, aunque empujado por los celos, se abstuvo de asistir) y no volvió a verlos. La turquita contó que, desde el paseo al campo, Clara quiso a Gauna con verdadera pasión.
Los días de Gauna -el trabajo y Clara- pasaban con rapidez. En su mundo, secreto como las galerías de una mina abandonada, los enamorados perciben las diferencias y los matices de horas en que nada ocurre, salvo protestas de amor y alabanzas mutuas; pero, en definitiva, una tarde caminando del brazo de siete a ocho se parece a otra tarde caminando del brazo de siete a ocho y un domingo caminando por el parque Saavedra y viendo cine de cinco a ocho se parece a otro domingo caminando por el parque Saavedra y viendo cine de cinco a ocho. Todos estos días, tan parecidos entre sí, pasaron prontamente.
Por aquel tiempo Larsen y otros amigos le oyeron decir a Gauna que le gustaría irse a trabajar en un buque, o a las cosechas de Santa Fe o a La Pampa. De tarde en tarde pensaba en estas fugas imaginarias, pero otras veces las olvidaba y hasta hubiera negado que, en alguna ocasión, las proyectase. Gauna se preguntaba si un hombre podía estar enamorado de una mujer y anhelar, con desesperado y secreto empeño, verse libre de ella. Si conjeturaba que le pasaba algo malo a Clara -que por algún motivo podía sufrir o enfermarse- su dura indiferencia de muchacho desaparecía y sentía ganas de llorar. Si conjeturaba que podía abandonarlo o querer a otro, sentía malestar físico y odio. Para verla y para estar con ella desplegaba incansable diligencia.
XXVII
Era un domingo a la tarde. Gauna estaba solo en la pieza, fumando, echado de espaldas en la cama, con las piernas cruzadas en alto, con los pies sin medias, en chancletas. Clara se había quedado en su casa, para acompañar a don Serafín, que estaba «atrasado de salud». A las siete, Gauna iría a visitarla.
Habían resuelto casarse. Entre los dos llegaron a la resolución, involuntariamente, inevitablemente, sin que ninguno la sugiriera. Larsen volvió. Había ido a la panadería a buscar la factura para el mate.
– Sólo conseguí pancitos criollos. ¡Qué barbaridad, lo que la gente consume de factura y de pan! -exclamó abriendo el envoltorio y mostrando el contenido a Gauna, que apenas lo miró-. Estoy por proponerte que nos hagamos panaderos.
No sin envidia Gauna pensó que su amigo vivía en un mundo simple. Siguió pensando: Larsen era, efectivamente, muy llano, pero en su carácter asomaba alguna terquedad. No podían hablar de la muchacha (o, por lo menos, no podían hablar cómodamente). Antes del paseo al campo, porque Larsen desconfiaba de ella y porque, era evidente, desaprobaba la pasión que había convertido la vida de Clara y de Gauna en un secreto y, al mismo tiempo, en un espectáculo público; desaprobaba esa pasión y toda pasión. Después del paseo, porque había conocido a Clara y hubiera condenado cualquier deslealtad de Gauna y sus deseos de huir le hubieran parecido incomprensibles. Acaso en Larsen había una amistad y un respeto por Clara que él no podría sentir por ninguna mujer. Acaso en la sencillez de su amigo había delicadezas que él no entendía.
Si no podían hablar de este tema, recapacitó, no toda la culpa era de Larsen. Este más de una vez había empezado a hablar, pero él siempre cambiaba de conversación. Cualquier discusión sobre la muchacha le desagradaba y, casi, lo ofendía. Con Ferrari, de quien se había hecho bastante amigo, solían comentar, enfática y anecdóticamente, la calamidad que eran las mujeres. Por cierto que esos vituperios contra las mujeres en general eran, en lo que respecta a Gauna, contra Clara en particular. Así no le importaba discutirla.
– Pucha que sos cómodo -lo recriminó afectuosamente Larsen, mientras sacaba del ropero la yerba-. Si no estás atado a la cama podrías tostar un poco esos pancitos.
Gauna no contestó. Pensaba que si alguien había insinuado la conveniencia del matrimonio, indudablemente no era Clara, ni el padre de Clara. «Hay que reconocer que lo más probable -se dijo- es que sea yo mismo». Tal vez en algún momento, estando con ella, en un impulso de ternura, de un modo confuso había deseado casarse, y en el acto, había propuesto el matrimonio, para no negarle nada, para no reservarse nada para sí. Pero ahora no podía saberlo. Cuando estaba con ella estaba tan lejos de cuando estaba solo… Cuando estaba con ella los pensamientos que había tenido cuando estaba solo le parecían fingidos y lo impacientaban como si alguien le atribuyera sentimientos ajenos. Ahora, que estaba solo, creía saber que no debía casarse; dentro de un rato, cuando la viera, el invariable futuro en el taller de Lambruschini y, peor aún, en su casa propia, no importaría, no existiría. Su único anhelo sería prolongar ese momento en que estaban juntos.
Gauna se levantó, sacó del ropero un tenedor de estaño, con todos los dientes ladeados, clavó un pancito y lo puso en la llama del calentador.
– Ves -dijo poniendo un segundo pancito-, si los hubiera tostado antes, ya estarían fríos.
– Tenés razón -dijo Larsen, y le pasó el mate.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Gauna con dificultad y con tristeza- ¿Qué vas a hacer cuando yo me vaya? ¿Vas a quedarte aquí o vas a mudarte?
– ¿Y por qué te vas a ir? -preguntó sorprendido Larsen. Gauna le recordó:
– Pero, viejo, el casamiento.
– Es cierto -reconoció Larsen-. No había pensado.
Gauna sintió un súbito enojo contra Clara. Por su culpa, algo en su vida se moría y, lo que era peor, también en la de Larsen. Desde hacía muchos años vivían juntos y esa vida era una tranquila costumbre para los dos; parecía mal que uno la rompiera.