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– ¿Usted sabía que estábamos de casamiento?

– No, no sabía. Yo no conozco a nadie aquí -contestó Gauna.

– Entonces va a tener que volver mañana -explicó la señora y en seguida agregó-: Pero ahora va a acompañarnos en la fiestita. Venga a tomar un vaso de vino Zaragozano o siquiera El Abuelo, y a probar el pastel.

Trabajosamente se abrieron paso y llegaron hasta la mesa donde estaba la bandeja de los pasteles. Ahí le suministraron alimento y le presentaron a dos señoritas de aspecto formal. Una tenía ojos arqueados, cara de gata y hablaba mucho, con suspiradas exclamaciones. La otra era oscura, taciturna, y su parte en la conversación parecía reducirse al mero acto de presencia; a estar ahí; a estar ahí su cuerpo debajo de un vestido, modesto y tenue.

Gauna oyó vagamente que las señoritas trabajaban en el Rosario y se encontró ponderando, segundos después, el continuo progreso de la Chicago Argentina, ciudad mucho más alegre que Buenos Aires y a la que un día esperaba conocer.

– Como nosotras nunca salimos de casa -la señorita conversadora acotó rencorosamente- poco nos importa que el Rosario sea alegre como una castañuela.

La señora extranjera le habló de la boda:

– No faltarán las malas lenguas que digan que esto no va en serio, porque no hay cura ni registro civil. Pero yo le pido que se haga cargo de los matrimonios de hoy en día. El Pesado es un muchacho bueno y estoy segura que a Maggie no le faltará ahora quien se ocupe de los certificados médicos, el permiso municipal y muchas otras cosas. Yo me pregunto qué más puede esperar una mujer de su marido.

A continuación le entregó a Gauna un segundo pastel y le propuso que pasara a felicitar a los novios. Gauna trató de excusarse, pero debió seguir a la señora, abriéndose paso entre la gente, hasta el rincón del comedor donde los novios recibían las felicitaciones de los invitados, felicitaciones que muy pronto se convertían, para demostrar que allí no había estiramiento y por razón de buen gusto, en toda suerte de bromas procaces y de pullas. La novia era una muchacha pálida, acaso rubia, con un sombrerito redondo, hundido hasta los ojos, un vestido muy corto y zapatos de taco alto. El novio era un hombre corpulento y canoso; su traje negro y su notorio aseo sugerían un paisano de visita en Buenos Aires; contradictoriamente, las manos eran pequeñas, suaves y cuidadas. Después de saludarlos, Gauna se encaminó, a fuerza de empujones y codazos, hacia el patio; pensó que tenía qué ventilar los pulmones, porque en la casa no corría el aire y francamente ya no se podía respirar. Sintió un sudor frío y, por unos instantes, creyó que iba a desmayarse. Se decía: «Qué vergüenza, qué vergüenza», cuando lo distrajo el lloroso canto de un violín. Llegó, finalmente, al patio; éste era más bien estrecho; con piso de baldosas rojas, algo ennegrecidas; en macetas y en latas había plantas de flores blancas o amarillentas; el músico estaba en un rincón, apoyado en una delgada columna de hierro y rodeado por un grupo de curiosos. La señora extranjera habló casi en el oído de Gauna; preguntó:

– ¿Qué le parecen los novios?

Para contestar algo, Gauna dijo:

– La novia no está mal.

– Va a tener que volver mañana -respondió la señora-. Hoy no puede atenderlo.

Con una vaga esperanza de librarse de su acompañante, Gauna se acercó al violinista. Creyó ver en la frente del hombre una corona, una corona dibujada; era una serie de pequeñas marcas descoloridas, tal vez cicatrices, en forma de muñecas o de rombos; el hombre aparentaba unos treinta años; estaba en cabeza, y la cabellera castaña, larga, delgada, se ondulaba con cierta pomposa y genuina dignidad; los ojos, extrañamente abiertos, eran dolorosos, y una barba en punta, suave y sutil, terminaba el pálido rostro. Al lado del hombre, un niño distraído jugaba con un sombrero.

– Háganos oír otro valsecito, maestro -pidió Gauna, con voz humilde.

Con lentitud, como para atajarse un golpe terrible pero lentísimo, el músico levantó los brazos, pareció crucificado en la columna, gimió roncamente y aterrado retrocedió y huyó, embistiendo, repetidas veces, las paredes que daban al patio. El chico del sombrero despertó luego de su distracción, corrió hacia el músico, lo tomó de una mano y lo arrastró en dirección a la salida. Gauna estaba perplejo, pero, en vez de preguntarse el significado de esa fuga inopinada, la comparaba con el desesperado vuelo de un pájaro que había entrado por la ventana, cuando él era niño, en la casa de sus tíos, en Villa Urquiza. Salió de su confusión; notó que todos lo miraban con desconfianza y, acaso, con respeto. Evidentemente, la señora quería hablarle, pero, por un motivo o por otro, no podía articular. Antes de que se repusiese, Gauna se encaminó hacia la puerta, entre personas que le abrían paso y lo miraban. Llegó a la calle, cruzó a la vereda de enfrente, y se alejó caminando despacio. Cuando había recorrido unos doscientos metros, se volvió. No lo seguían. Continuó su camino y, después de un rato, se preguntó qué había pasado.

Por cierto no pudo contestar. La tonada y las palabras de Adiós, muchachos se insinuaron, por un momento, en su boca.

XXIV

Cuando llegó al cuarto, encontró a Larsen durmiendo. Gauna se desvistió silenciosamente; abrió la canilla de la pileta y tuvo un rato la cabeza debajo del chorro de agua fría; se acostó con el pelo mojado. Aunque cerrara los ojos veía imágenes: pequeñas caras activísimas, que surgían unas de otras, como el agua de una fuente; gesticulaban, desaparecían y eran reemplazadas por otras análogas, pero levemente distintas. Así, de espaldas, inmóvil, atendiendo a ese involuntario teatro interior, estuvo un tiempo que le pareció interminable, hasta que se durmió, para ser despertado, casi en seguida, por la campanilla del reloj Tic-Tac. Eran las seis de la mañana. Por suerte para Gauna, le tocaba a su amigo preparar el mate.

Larsen le dijo:

– Te acostaste tarde, anoche.

Vagamente contestó Gauna que sí, miró a Larsen, que estaba encendiendo el calentador, y pensó: «siempre encuentra razones para desaprobar a Clara». Estuvo a punto de explicarle que no había salido con ella, de formular así el pensamiento: «esta vez Clara no tiene la culpa». Le irritó descubrir que su primer impulso era defenderla. Uno después de otro se lavaron la cara y el pescuezo. Cuando acabaron de matear, ya se había vestido. Gauna preguntó:

– ¿Qué hacés esta noche?

– Nada -contestó Larsen.

– Cenamos juntos.

Gauna se detuvo por un instante en la puerta, creyendo que Larsen preguntaría si se había peleado con la muchacha; pero como lo más que debemos esperar del prójimo es una incomprensiva indiferencia, Larsen calló, Gauna pudo irse y la molesta explicación quedó postergada, quizá definitivamente.

Afuera había una luz muy blanca, un calor de mediodía, quieto y vertical. El sonoro carro de un lechero, cruzando la esquina desierta, afirmó lo temprano de la hora. Gauna tomó la vereda de la sombra y se preguntó cómo haría para evitar encuentros con la muchacha durante las fiestas de primero de año. Pensó después que el día veinticuatro había sido el más caluroso de la estación y sonriendo filosóficamente recordó láminas con escenas de Navidad en un paisaje de nieve. Cuando entró en el taller creyó que se le atajaba la respiración: allí no había aire, había solamente, calor. Pensó: «A las dos de la tarde las chapas van a estar como un horno. El día de hoy va a ser un serio oponente al de Navidad».

En cuclillas, en rueda, Lambruschini y los mecánicos tomaban mate. Ferrari tenía el pelo escaso, crespo y delgado, los ojos celestes, la cara pálida, lampiña, la expresión despectiva; una colilla chamuscada siempre estaba pegada a sus labios, que, al entreabrirse, descubrían algún diente largo y flojo y un portillo oscuro; el cuerpo era flaco, desgarbado y los pies, considerables, se abrían en un ángulo prodigiosamente obtuso. Cuando le pedían que hiciera algún mandado, se acariciaba… los pies -por un motivo o por otro, siempre estaba acariciándose los pies, calzados o descalzos- y exclamaba desganadamente: «Pie plano. Exceptuado de todo servicio». En cuanto a Factorovich, tenía el pelo castaño, los ojos oscuros, fijos y relucientes, la cara blanca y grande, con una extraña dureza de planos, como si estuviera esculpida en madera, las orejas y la nariz enormes, aparentemente filosas. Casanova tenía el cutis cobrizo y tan brilloso, que se diría que le habrían dado una mano de barniz; el pelo, denso, le encasquetaba el cráneo casi hasta las cejas, como una media muy negra y muy ceñida. Era de escasa altura, tenía, apenas, cuello y más que gordo parecía hinchado; sus movimientos eran suaves y ágiles. Siempre estaba sonriendo, pero no era amigo de nadie. La gente decía que se necesitaba la paciencia de Lambruschini para aguantarlo.

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