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Hablaban de un viaje al campo, a casa de un pariente de la señora Lambruschini. Éste convidaba.

– Salimos el primero a la madrugada -le dijo a Gauna-. Contamos con vos.

Gauna asintió rápidamente. Cuando los otros retomaron el diálogo, se preguntó si podría ir; si había alguna posibilidad de pasar el primero de año sin ella.

– ¿Cuántos somos? -preguntó Lambruschini.

– Perdí la cuenta -contestó Ferrari.

– Olvidas lo más importante -declaró interrumpiéndolos, Factorovich-. El factor vehículo.

Casanova opinó:

– Nada más aparente que el Broakway del señor Alfano.

– Los coches de los clientes no se tocan -sentenció Lambruschini-, si no es para diligencias y con el pretexto de probarlos. Nos arreglamos con la chatita.

XXV

Con esfuerzo de voluntad esos días evitó a la muchacha. El primero de año, a las tres de la mañana, llegó con Larsen a la casa de su patrón. La chatita -un viejo Lancia verde, en el que Lambruschini había sustituido la carrocería por una cabina y una caja descubierta- estaba en la calle. Algunas personas, que en la penumbra Gauna no identificó, ya esperaban, apoyadas en la baranda de la chata, inquietas por la demora o por el frío. Cuando los vieron llegar, desde arriba les gritaron «feliz año»; ellos contestaron con las mismas palabras. Gauna oyó la inconfundible voz de Ferrari, que preguntaba:

– ¿Por qué no le dan un descanso al año nuevo? Parecen locos. Hablaron del tiempo.

Alguien observó:

– Es de no creerlo: ahora con este frío, que usted se atornilla en el espinazo, y dentro de pocas horas el que más y el que menos estará sudando los chicharrones.

– Hoy no va hacer calor -aseguró una voz femenina.

– ¿No? Ya verás: comparado, el día de Navidad va a resultar un poroto.

– Es lo que digo: el tiempo está loquísimo.

– No, che, hay que ser justo. ¿Qué querés? Son apenas las tres de la mañana.

Gauna decidió entrar en la casa, ofrecerse a Lambruschini para ayudarlo a cargar la chata. Se preguntó si esa decisión no demostraba su natural abyecto y servil. Aún Gauna estaba desarrollándose, él mismo comprendía que podía ser valiente o cobarde, generoso o retraído, que todavía su alma dependía de resoluciones y de azares, que todavía no era nada. Aparecieron Lambruschini, Factorovich, las dos señoras y los chicos. Hubo augurios de felicidad y abrazos. Gauna y Larsen ayudaron a cargar algunos repuestos para el Lancia, unas pocas herramientas, una valijita y un calentador. Lambruschini, las señoras, unos o dos chicos, entraron en la cabina; los otros subieron a la parte trasera del camión. Cuando éste se puso en movimiento no habían acabado los abrazos; hubo sacudidas, caídas y carcajadas; en la confusión, Gauna oyó una voz muy cercana, que le decía: «Deseame felicidad, querido». Estaba en brazos de Clara.

La muchacha explicó:

– Encontré a la señora de Lambruschini en la mercería. Habló del paseo y le pedí que me invitara.

Gauna no contestó.

– Traje a la turquita Nadín -añadió Clara y señaló, en la oscuridad, a su amiga. Después, muy despacio, pasó un brazo por detrás de los hombros de Gauna y lo apretó contra ella.

Cruzaron toda la ciudad, siguieron por Entre Ríos, salieron a la provincia por el puente de Avellaneda y, por la avenida Pavón, se dirigieron a Lomas y Temperley y Monte Grande. Clara y Gauna, ateridos de frío, abrazados, acaso felices, vieron su primer amanecer en el campo. A la altura de Cañuelas un automóvil trató repetidamente de pasarlos, hasta que por fin lo consiguió.

– Es un EN. -observó Factorovich.

Gauna preguntó:

– ¿Qué marca es ésa?

– Un auto belga -declaró Casanova, sorprendiéndolos.

– Aquí hay automóviles de todas partes -sentenció con orgullo Factorovich-. Hasta hay uno argentino: marca Anasagasti.

– Si yo fuera gobierno -comunicó Gauna- no dejaría entrar un solo automóvil en el país. Con el tiempo se reproducirían de industria argentina y por enteramente asquerosos que fueran el público consumidor los compraría sin chistar, abonando un precio considerable.

Todos convenían en esa política y aportaban nuevos argumentos, que fueron interrumpidos por la primera pinchadura. Después de cambiar el neumático retomaron el camino; volvieron a detenerse, volvieron a cambiar neumáticos, revisaron, desarmaron, limpiaron y armaron la bomba de nafta; luego prosiguieron avanzando, entre baches y terragales, hasta llegar, por fin, al río Salado. El cruce en balsa interesó a grandes y chicos. Larsen temía que el peso del camión cargado fuera excesivo y que la balsa naufragara; por más que los balseros afirmaban que no había peligro, seguía desconfiando. Como nadie lo escuchaba, debió resignarse a que todos, camión y pasajeros, cruzaran el río en un solo viaje, no sin antes repetir hasta el cansancio que los había prevenido, que él no se hacía responsable y que se lavaba las manos. A pesar de todo, intervino minuciosamente en las maniobras de subir el camión a la balsa y de asegurarlo; examinó las maneas y discutió en voz alta cada una de las operaciones. Los chicos le hacían caso. Cuando llegaron, indemnes, a la margen opuesta, sus antiguos temores no le molestaban; habían desaparecido.

Almorzaron poco antes de las once, a la sombra de unas casuarinas. Mientras las mujeres preparaban la comida, los hombres, en un fueguito aparte, calentaron el agua para el mate. Como hacía calor, después de almorzar durmieron la siesta.

Eran casi las dos cuando volvieron a andar. Dejaron atrás Las Flores y, al pasar por la Colorada, Larsen dijo:

– Ahora hay que poner atención.

– Es cierto -contestó Factorovich-. Ahora nomás hay que tomar el recodo.

– Primero tenemos que llegar al puente -corrigió Larsen.

Todos miraban nerviosamente el camino. El puente apareció, en un estrépito de tablas lo cruzaron y, lateralmente, vieron el canal, recto y reseco. Larsen recordó las instrucciones:

– Cuando enfrentemos un monte de eucaliptos con cerco de cinacina, doblamos a la izquierda, dejando a la derecha el monte y el camino real.

– No te acalores -le aconsejó Gauna, guiñando un ojo a Ferrari-; con el destino que llevamos, lo mejor es perderse.

– Voto por la vuelta a casa -anunció Ferrari. La turquita dijo:

– Son unos odiosos.

– ¡El monte, el monte! -gritó Larsen con excitación.

No aprovechó bastante su victoria, porque Lambruschini dobló rápidamente hacia la izquierda y el monte quedó atrás. Larsen se volvió para mirarlo. La turquita comentó:

– Parece el capitán de un buque.

– El capitán pirata -enmendó Ferrari.

Todos rieron. El camino, angosto al principio, después de una tranquera automática no tenía alambrados a los lados laterales y, finalmente, era una huella entre los pajonales, en la vastedad del campo. Clara señalaba a los chicos, los caballos, las vacas, las ovejas, los chimangos, las lechuzas, los horneros. Estas explicaciones parecían molestar a Larsen, que necesitaba toda su atención para seguir el camino. Se extraviaron muchas veces, llegaron a poblaciones, gritaron «Ave María», pidieron que los orientaran, volvieron a extraviarse. Continuamente detenían la marcha. Larsen y Lambruschini bajaban, miraban hacia un lado y otro, se consultaban. Los chicos también bajaban, y perseguían los cuises arrojándoles barro seco. Después había que esperarlos. Los demás aplaudían.

– Le voy a Luisito -decía Clara.

– Le voy al cuis -decía Ferrari.

– Son peores que los chicos -protestaba Larsen, disgustado-. Les interesa más la cacería de los cuises que la ruta.

– Ojalá que no llueva -exclamó la turquita.

El viento había cambiado y nubes grises amenazaban desde el sur. El paraje era solitario. Los pajonales, muy altos, se agitaban contra un cielo oscuro, ya inmediato. Clara debió de sentir una íntima exaltación, porque apretó el brazo de Gauna y gritó con voz ahogada:

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