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– Más bien las pecas -opinó Clara, con seriedad- que le sobran; pero déjelo tranquilo. Es un odioso. -Después de una pausa confirmó ensoñadamente-: Soy la dama del mar, sabe. La pieza de un escandinavo, un extranjero.

– ¿Y por qué no dan obras de autor nacional? -inquirió Gauna, con agresivo interés.

– Blastein es un odioso. Lo único importante para él es el arte. Si lo oyera hablar.

Gauna explicó:

– Si yo fuera gobierno obligaría a todo el mundo a dar obras de autor nacional.

– Lo mismo decimos con uno que es medio falto y hace el papel de viejo profesor de una chica que se llama Boleta -convino Clara; luego, sonriendo, añadió-: No crea que el pecoso es tan malo. ¡Lo que le gusta hablar de trapos! Es un rico.

Gauna la miró con disgusto. Caminaron unos metros en silencio. Después se despidieron.

– No me haga esperar -le recomendó Clara-. Me espera dentro de veinte minutos en la puerta de casa. Justo en la puerta, no. A media cuadra.

Gauna pensó, con cierta piedad por la muchacha, que todas esas precauciones eran inútiles, que no iría a buscarla. ¿O iría? Tristemente entró en su casa.

Larsen le dijo:

– Creí que te habías muerto. Menos mal que no puse el agua a calentar cuando saliste.

Gauna contestó:

– Voy a necesitar un poco de agua para afeitarme.

Larsen lo miró con alguna curiosidad; se ocupó del Primus y del agua; examinó el contenido del paquete que Gauna había traído; tomó una tortita con azúcar quemada y la probó. Comentó apreciativamente:

– Mirá, hay que dejar de lado los grandes proyectos extravagantes. Me convenzo que no debemos cambiar de panadería. Se porta la Gorda.

Gauna puso una hoja en la máquina y, para tener algo de luz, colgó el espejo cerca de la puerta.

– Afeitate después -dijo Larsen, mientras cebaba-. No te pierdas los primeros mates.

– Me los voy a perder todos -contestó Gauna-. Estoy apurado.

Su amigo empezó a matear en silencio. Gauna se sintió muy triste. Años después dijo que en ese momento se acordó de las palabras que le oyó a Ferrari: «Usted vive tranquilo con los amigos, hasta que aparece la mujer, el gran intruso que se lleva todo por delante».

XV

Cuando salieron del cinematógrafo, Gauna le propuso a Clara:

– Vamos a tomar un guindado uruguayo en la confitería Los Argonautas.

– No puedo, qué pena -contestó Clara-. Tengo que cenar temprano.

Primero sintió desconfianza, después rencor. Dijo con una vocecita hipócrita, que la muchacha todavía no le conocía:

– ¿Sale esta noche?

– Sí -repuso Clara, ingenuamente-. Hay ensayo.

– Se divertirá mucho -comentó Gauna.

– A veces. ¿Por qué no va a verme?

Sorprendido, respondió:

– No sé. No quiero molestar. Pero si me invitan, voy -en seguida añadió en un tono que pretendía ser muy sincero-: Me interesa el teatro.

– Si tiene un pedazo de papel, le escribo la dirección.

Encontró papel -una tira del programa del cinematógrafo-, pero ninguno de los dos tenía lápiz. Clara escribió con el rouge. Freyre 3721. Cuántas veces a lo largo del tiempo, en el bolsillo de un pantalón guardado en el fondo del baúl o entre las páginas de una Historia de los girondinos (obra que Gauna respetaba mucho, porque heredó de sus padres, y cuya lectura, en más de una oportunidad, había iniciado) o en lugares menos verosímiles, la tira de papel reaparecía como un símbolo de prestigio variable, como una señal que dijera: Aquí todo empezó.

A eso de las diez de la noche lloviznaba. Gauna caminó apresuradamente, miró los números en las puertas, miró el papel; tuvo la impresión de estar desorientado. No sabía, con certidumbre, qué esperaba encontrar en el número 3721; lo asombró encontrar un comercio. Un letrero decía: El Líbano Argentino. Mercería "A. Nadín". Había dos puertas; la primera, tapada por una cortina metálica, entre dos vidrieras, tapadas por cortina metálica; la segunda, de madera barnizada, con una pequeña reja en el centro y grandes clavos de hierro forjado. Apretó el timbre de la puerta de madera, aunque la otra tenía el número 3721.

Al rato acudió un hombre voluminoso; Gauna entrevió en la penumbra dos oscuros arcos de cejas y algunas manchas en la cara. El hombre preguntó:

– ¿El señor Gauna?

– Así es -dijo Gauna.

– Pase, mi buen señor, pase. Lo esperábamos. Yo soy el señor A. Nadín. ¿Qué me dice del tiempo?

– Malo -contestó Gauna.

– Loco -afirmó Nadín-. Mire, yo no sé qué pensar. Antes, no le digo que fuera gran cosa, pero mal que mal usted podía prepararse. Ahora en cambio…

– Ahora todo está patas para arriba -declaró Gauna.

– Bien dicho, mi buen señor, bien dicho. De pronto hace frío, de pronto hace calor y hay gente que todavía se admira si usted cae con la gripe y con el reuma.

Entraron en una salita, con piso de mosaicos, iluminada por una lámpara con pantalla de abalorios. La mesa que sostenía la lámpara era una especie de pirámide trunca, de madera, con incrustaciones de nácar. De las paredes colgaban un escudo nacional, con anillos en los dedos y con botones de puño, y un cuadro del abrazo histórico de San Martín y O'Higgins. En un rincón había una estatuita de porcelana pintada; representaba una muchacha a la que un perro levantaba las faldas con el hocico. Gauna se resignó a mirar al vasto Nadín: las cejas eran muy negras, muy anchas, muy arqueadas; la cara estaba cubierta de lunares, con los más variados matices del negruzco y del pardusco; algo, en la mandíbula inferior, remedaba la satisfecha expresión de un pelícano. El hombre debía de tener unos cuarenta años. Hablando como si revolviera la lengua en el fondo de una cacerola de dulce de leche, explicó:

– Hay que apurarse. Ya empezó el ensayo. Los artistas, excelentes; el drama, sublime; pero el señor Blastein va a matarme.

Sacó del bolsillo posterior del pantalón un pañuelo rojo que saturó el aire de olor a lavanda; se lo pasó por los labios, como si fuera una servilleta. Nadín parecía tener siempre la boca empapada.

– ¿Dónde ensayan? -preguntó Gauna.

Nadín no se detuvo para contestar. Murmuró en un tono de queja:

– Acá, mi buen señor, acá. Sígame.

Salieron a un patio. Gauna insistió en sus preguntas:

– ¿Dónde van a representar?

La voz de Nadín fue casi un gemido:

– Acá. Ya lo verá con sus propios ojos.

«Así que éste era el teatro», pensó Gauna, sonriendo. Llegaron a un galpón con el frente revocado y con las paredes y el techo de cinc. Abrieron una puerta corrediza. Adentro, discutían unas pocas personas sentadas y dos actores de pie, sobre una mesa muy grande, encuadrada por unos paneles de color violeta que llegaban, de cada lado, hasta las paredes. Sobre la mesa, que era el escenario, no había decoración alguna. En los rincones del galpón se amontonaban cajones de mercaderías. Nadín indicó una silla a Gauna y se fue.

Uno de los actores, que estaban sobre la mesa o tarima, tenía un tapado de mujer en el brazo. Explicaba:

– Elida tiene que traer el tapado. Viene de la playa.

– ¿Qué relación hay -gritaba un hombrecito con la cara cubierta de pecas y con el abundante pelo, de un color rubio pajizo, parado- entre la circunstancia que Élida vuelva de la playa y ese objeto inefable, que se prolonga en mangas, en cinturones y en charreteras?

– No se acalore -recomendó un segundo hombrecito (moreno, con barba de dos días, saco de repartidor de leche, despectivo cigarrillo en los labios pegajosos de saliva seca y libreto en la mano)-. El autor vota por el tapado. Ustedes agachan el testuz. Aquí dice en letra de imprenta: Élida Wangel aparece bajo los árboles cerca de la alameda. Se ha echado un abrigo sobre los hombros: lleva el pelo suelto, húmedo todavía.

Nadín reapareció con nuevos espectadores. Se sentaron. El del pelo parado saltó sobre la tarima y arrebató el abrigo. Mostrándolo, vociferó:

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