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Pensó en el barrio. La palabra Saavedra no evocaba para él un parque rodeado por un foso y exaltado en trémulos eucaliptos; evocaba una callecita vacía, casi ancha, flanqueada de casas bajas y desiguales, abarcada por la claridad minuciosa de la hora de la siesta.

Como la persona que sorprende, en esas noches de inconcebible arquitectura y en esas vastas madrugadas que siguen a la muerte de alguien, el pensamiento, en medio de la fiel congoja, ya distraído, ya olvidado, así Gauna se preguntó ¿qué es esto? Quiso volver al dolor, a la soledad, a Clara.

Atribuyó el origen de la desgracia a manifiestos errores de su conducta, pero también sospechó que la culpa de todo la tendrían, de una manera oscura y profunda, actos que, en apariencia, no podían vincularse a la voluntad de Clara; por ejemplo, haber cantado el tango Adiós, muchachos; o haberse atado, a la mañana, el zapato izquierdo antes que el derecho; o haber sumido su alma, a la tarde, en el infortunio que se desprendía de la película El amor nunca muere. Caminaba como sonámbulo, no veía nada, o involuntariamente concentraba la atención en un objeto; por ejemplo, cuando miró con insistencia de pintor, en la avenida Forest, en una desnuda vereda, ese árbol corpulento y retorcido, cuyo ramaje, de una tonalidad azul verdosa, parecía doblegarse en una lluvia de hojas sutiles, y se preguntó por qué no lo habrían derribado.

Prosiguió con rumbo oeste; volvió a pensar en Clara; se encontró, de nuevo, entre casitas parecidas a las de su barrio («pero no iguales», se dijo); avanzó interminablemente por calles desconocidas, consideró, con alguna tristeza, que los días ya se acortaban; entró en un almacén, pidió una caña y, después, una segunda; volvió a caminar; se encontró en una avenida que era Triunvirato y dobló a la izquierda.

Instintivamente anhelaba castigar a Clara y castigar a Baumgarten. «Cuanto mayor sea el alboroto, más lejos quedará la amargura de hoy.» Aunque la gente se enterara de su humillación, él podría olvidarla. Tendría que olvidarla, para encarar situaciones nuevas. Lo malo es que en algún inevitable momento, cuando la agitación hubiera cesado, recordaría el día de hoy y lo que la muchacha le había dicho. Lo malo de las venganzas era que perpetuaban la ignominia. Mientras Clara lo hubiera engañado esa tarde, de poco le valía golpearla o matarla después… «En cambio -murmuró-, si la enamorara para poder olvidarla…» Desgraciadamente, habría que volver, habría que seguir los caminos de la abnegación y de la hipocresía. Aunque menos juicioso, más agradable era abofetearla (primero con la palma de la mano, luego con el revés) y alejarse para siempre.

Caminó un tiempo que podía ser la eternidad; bordeó el paredón del cementerio de la Chacarita, cruzó vías y distinguió, entre las casas, vagones ferroviarios, pasó por corralones y por hornos de ladrillos y con recogimiento avanzó por fin por la calle Artigas, bajo árboles oscuros que parecían formar una cúpula más allá del cielo. Cruzó otras vías, llegó a la plaza de Flores. Advirtió súbitamente que estaba cansado; debía sentarse, debía entrar en un café o en un restaurant y sentarse a tomar algo. Pero había demasiada gente. Había tanta gente, que se enojó. Siguió caminando; vio pasar un tranvía 24; corrió por la calle y lo alcanzó. Iba a quedarse en la plataforma, como de costumbre, pero las piernas le temblaban, «pedían silla» -según él formuló el concepto y entró en el coche. Comprendió que andaba con suerte, porque el tranvía era de los que tienen asientos de estera; se repantigó cómodamente, pagó su boleto y, con algún orgullo (como el que todo el mundo experimenta al ver su nombre, en letras de molde, en el padrón electoral), leyó el letrero: «Capacidad: 36 personas sentadas». Sacó del bolsillo del pantalón un verdoso atado de cigarrillos Barrilete; encendió uno y lo fumó con toda tranquilidad.

XXIII

Mientras el tranvía bajaba hacia el este o se internaba en el sur, Gauna pensaba en Clara, pensaba en Baumgarten, se imaginaba golpeando a Baumgarten delante de Clara, maltratando y perdonando a Clara, fracasando en estas aventuras por el mayor peso, el mayor alcance de su rival o por las burlas de la muchacha; descorazonado, se imaginaba entonces en un hosco y definitivo aislamiento, comentado respetuosamente por todo el barrio de Saavedra. El ruido de las ruedas sobre las vías, que alcanzaba momentáneos éxtasis cuando el vehículo aumentaba la velocidad o emprendía una curva, alentaba secretamente sus cavilaciones; Gauna sentía la plenitud del infortunio; se tenía lástima; llegaba a creer que el suyo era un caso extraordinario y pensaba que si le facilitaran papel y lápiz ahí mismo escribiría, si dominara el rudimento de la música y la mitad de lo que sabía de piano la más fea de sus primas, un tango que lo convertiría, en un abrir y cerrar de ojos, en el ídolo mimado del gran pueblo argentino y que dejaría a Gardel-Razzano con la boca abierta; pero no, el mundo no cambiaría para él; todo el futuro ya estaba dibujado: la duración de ese viaje en tranvía y, más temprano o más tarde, la vuelta a Saavedra. Lo peor de todo es que tampoco en su cabeza habría cambio alguno: ahí estaría, invariablemente, la traición de Clara, obligándolo a retirarse, a buscar soledad; ahí estaría su relación con Clara, relación sentimental, pero también comprensiva y amistosa, que reclamaría explicaciones, invocaría responsabilidades y exigiría lo que era razonable: la reconciliación, el olvido, el sacrificio del rencoroso amor propio; ahí estarían Larsen y todo el barrio, mirando, con pena, con asombro o con desdén, su vergüenza. Para cambiar todo eso, habría que intentar una locura; no una simple locura, que sólo sirviera para agrandar el oprobio; una locura ingeniosa, que alterara todo, que dejara a la gente confundida, mirando para otro lado, sin recuerdos ya de ese espectáculo francamente desolador. Pero le iba a fallar el ingenio y se sentía muy capaz de cometer una estupidez que lo cubriera de ridículo. O tal vez no. Tal vez le faltara el empuje necesario. Le quedaban todavía dos caminos. Volver, acallando todo lo que sentía, contrariando su rencor, que era lo que más le importaba, disimulando, para vivir una íntima soledad, para lograr una remota venganza; o el segundo camino, buscar una pelea. Esta era la solución. Después de la pelea, todo habría cambiado. El cambio no sería fundamental; sería, apenas, una cuestión de matiz, pero eso ya era mucho. Una pelea ¿con quién? La persona evidente era Baumgarten, pero había que buscar otra, a una que no pudieran vincularla con la traición de Clara. Había que emprender algo que llevara la atención de la gente hacia otro lado y que a él mismo lo distrajera del asunto.

Avanzaban, cabeceando, por una desnuda calle de Barracas. Gauna vio, al pasar, una luz en la vereda. Se levantó; cuando llegó a la plataforma, el tranvía ya estaba en la esquina. Miró hacia atrás. Con un movimiento leve y seguro se descolgó del tranvía y, caminando lentamente por el centro de la calle, mirando los rieles, cuyo móvil reflejo azulado invocaba en su memoria la rápida, inquieta sensación de un recuerdo, llegó hasta el zaguán iluminado. La puerta estaba entreabierta; entró sin tocar el timbre. «Hay demasiada gente -se dijo-. Mejor es que me vaya.» Estaba apoyado contra la espalda enlutada de un hombre y contra el hombro de otro, con saco de panadero. Mientras avanzaba, con dificultad, en puntas de pie, tratando de ver, pensó: «Con tal de que no haya ocurrido algo y lo tomen a uno de testigo». En ese momento sintió una presión en un brazo. La causaba una señora de escasa estatura, de alguna edad, con pelo exageradamente rubio y con vestido exageradamente verde. Gauna la miraba, interesado; el espeso dibujo de los labios se había corrido y el lunar postizo de la mejilla parecía de hollín. La señora le dijo con tosco acento extranjero:

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