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– ¡Mozo! -llamó Pegoraro-. El señor, aquí, va a convidarnos con una caña quemada.

El mozo miró inquisitivamente a Gauna.

Este asintió.

– Sirva, nomás -dijo-. Yo hago frente.

Después de beber, todos se levantaron, salvo Larsen. Gauna le preguntó:

– ¿No venís?

– No, che. Yo me quedo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Maidana.

– No puedo ir -Larsen contestó, sonriendo significativamente.

– Dejála que espere -aconsejó Pegoraro-. Les asienta bien.

Antúnez comentó:

– Este le cree.

– Si no ¿por qué no iba a ir? -interrogó Larsen.

Gauna le dijo:

– Pero imagino que esta noche te sumarás a nosotros.

– No, viejo. No puedo -le aseguró Larsen.

Gauna se encogió de hombros y empezó a salir con los muchachos. Después volvió a la mesa y le dijo en voz baja a su amigo:

– Si podés, pasá por casa y decíle a Clara que he salido.

– Debías decírselo vos -replicó Larsen.

Gauna alcanzó al grupo.

– ¿A quién tendrá que ver Larsen? -preguntó Maidana.

– No sé -contestó secamente Gauna.

– A nadie -aseguró Antúnez-. ¿Cómo no comprenden que es un pretexto?

– Un puro pretexto -repitió tristemente Pegoraro-. Ese muchacho carece de calor humano, es un egoísta, un comodón.

Antúnez entonó con la voz melosa, que ya cansaba a los propios amigos:

Contra el destino
nadie la talla.

XXXIX

– ¿Cuánto ganaste? -preguntó el doctor. Sus labios finos dibujaron una sonrisa sutil-. Yo siempre repito que no hay deporte más noble.

Llevaba saco azul, de mecánico, pantalón de fantasía, oscuro, y alpargatas. Los había recibido con frialdad, pero la noticia del triunfo de Gauna lo apaciguó notablemente.

– Mil setecientos cuarenta pesos -contestó Gauna, con orgullo. Guiñando un ojo, encogiendo la pierna izquierda, Antúnez comentó con entusiasmo:

– Hasta ahí lo que declara. Si quieren, le ausculto el fundillo.

– No te expreses como un malevo -lo retó el doctor-. Te voy a reprender cada vez que te pesque hablando como un malevo y como un lunfardo. Decencia, muchachos, decencia. El loco Almeyra, un hombre que no faltó a la cita en cuanta barrabasada y otros despropósitos que en su tiempo se cometieron, amén de haber detentado cierta notoriedad en años en que se estilaba, entre la dorada juventud, salir a cazar vigilantes, me dijo, y nunca lo olvidaré, que la decencia en el vestir le había reportado más que el naipe -después, encontrando su tono cordial, inquirió-: ¿Por qué no pasan?

Pasaron a la cocina y, sentados en bancos de fabricación casera y en sillas de paja (alguna, bajísima) rodearon al doctor. Éste, solemnemente, cebó mates que tomó y ofreció.

Por fin, Gauna se atrevió a hablar:

– Habíamos pensado salir a divertirnos en estas fiestas. Quisiéramos que nos honrara con su compañía.

– Ya te dije, muchacho -replicó Valerga-, que no soy un circo, para tener compañía. Pero acepto gustoso el convite.

– Cuando el doctor se entere para cuándo es el convite, lo fusila a Gaunita -comentó Antúnez, riendo nerviosamente.

– ¿Para cuándo? -preguntó el doctor.

– Para hoy -contestó Gauna.

El doctor se dirigió a Antúnez:

– ¿Qué te has creído, che? ¿Te imaginás que soy un viejo sotreta, que no puedo salir zumbando a la voz de mar?

– ¿Dónde iremos? -preguntó Maidana, acaso para distraerlos de la discusión.

Gauna comprendió que debía mostrarse firme.

– Vamos a retomar -dijo- el circuito del 27.

– ¿Los mismos sitios? -inquirió, con alarma, Pegoraro-. ¿Por qué? Hay que ver novedades, hay que ponerse a tono con la época.

– ¿Y vos quién sos para opinar? -le preguntó el doctor-. Emilio decide, porque es el que ganó el dinero. ¿Está claro o quieren que les grite en las orejas? Le doy mi conformidad, aunque se le antoje dar vueltas por los mismos sitios, como un animal de noria.

El doctor pasó al cuarto contiguo, para volver, instantes después, con su pañuelo al cuello, su chalina de vicuña, el saco negro, el mismo pantalón y calzado de charol, muy lustroso. Lo precedía y lo rodeaba un halo, casi femenino, de olor a clavel o, tal vez, a polvo de talco. El pelo, recién peinado, brillaba grasosamente.

– Marchen, reclutas -ordenó, abriendo la puerta para que los muchachos salieran. Se dirigió a Gauna-: ¿Y ahora?

– Ahora pasemos por la peluquería de Pracánico -propuso Gauna-. Él me hizo ganar la plata. Quedaría como un infame si no lo invitara.

– Este siempre mostró afición a pasear con peluqueros -comentó Pegoraro.

– A lo mejor, no se acuerda del refrán -opinó el doctor-: ir a la peluquería y volver sin peluca.

Todos se rieron mucho. Pegoraro susurró en el oído de Gauna:

– Está de un humor excelente -la voz traslucía admiración y cariño-. Me parece que por ahora no hay que temer colisiones desagradables.

Un rato bastante largo llamaron a la puerta, en casa del peluquero. Cuando el doctor empezaba a dar signos de impaciencia, apareció una señora.

– ¿Está Pracánico? -preguntó Gauna.

– Qué va a estar -contestó la señora-. Usted que lo ve todo el año matándose en el trabajo, siempre en la línea de fuego, como un esclavo de su deber, como un hombre formal, no se hace ni una idea de cómo se pone de loco en cuanto llegan los carnavales. Savastano, que es otro que ya no lo aguanto, vino a buscarlo desde la plaza del Once y los dos se fueron con la ilusión de formar en el carro alegórico del doctor Carbone.

En la estación Saavedra tomaron el tren. Gauna comprendió que su plan de repetir exactamente las acciones y el itinerario de los tres días del carnaval del 27 era impracticable; la ausencia, que él reputaba deserción, del peluquero, lo afligía.

Se consolaba reflexionando que, aun si hubiera conseguido a Pracánico, los de la partida no hubieran sido los mismos, ya que, estudiándolo bien, Pracánico no era Massantonio. Pero debía reconocer que ambos coincidían en ser peluqueros y este hecho, inútil ocultarlo, revestía la mayor importancia. El doctor, los muchachos y un peluquero habían formado, en 1927, el grupo original. La triste verdad era que ahora iniciaban la gira desprovistos de peluquero.

XL

Bajaron en Villa Devoto y por Fernández de Enciso llegaron a la plaza Arenales. En el trayecto se cruzaron con algunas máscaras que parecían avergonzadas y perdidas. Maidana murmuró:

– Menos mal que no juegan con agua.

– Que me salpiquen, no más -Antúnez comentó sombríamente-. Extraigo el 38 y les abro un ojo en la frente.

El doctor palmeó a Gauna.

– Tu paseíto puede resultar medio fiambre -le dijo, sonriendo-. La animación de otros años brilla por su ausencia.

– ¿Recuerdan el carnaval del 27? -Gauna preguntó-. Las avenidas parecían un corso.

– No son las ocho de la noche -observó Maidana- y uno ya se cae de sueño. No hay vida, no hay espíritu. Es inútil.

– Es inútil -confirmó el doctor-. En este país, todo va para atrás, hasta los carnavales. No hay más que decadencia -después de unos instantes agregó con lentitud-: La más negra decadencia.

– Vamos a tomar una copa en ese club de nombre brasilero, Los Mininos o algo por el estilo -propuso Gauna.

Maidana movió negativamente la cabeza. Luego condescendió a explicar:

– No podemos entrar, no somos socios.

– La otra vez entramos -insistió Gauna.

– La otra vez -aclaró Pegoraro-, el Gomina tenía amigos en la comisión.

Maidana asintió en silencio. Caminaron un rato, sin preocuparse, tal vez, del rumbo.

– Es demasiado temprano para cansarnos -protestó el doctor. Siguieron caminando. Después divisaron un coche.

– Ahí va una victoria -gritó Gauna.

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