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XXXIII

Gauna atravesó los jardines y, bordeando el Zoológico, llegó a la plaza Italia. Como el frío lo obligó a caminar apresuradamente, se cansó. Esperó un rato el tranvía 38; cuando por fin apareció, estaba lleno con la gente que venía de las carreras. Gauna se trepó en la plataforma trasera; con los brazos cansados y el cuerpo yerto de frío, llegó al centro. Bajó en Leandro Alem y Corrientes. Se dijo que iba a mirar un poco los cafetines (quería decir los «cabarets») de Veinticinco de Mayo.

En la tercera noche del carnaval del año 27, antes de entrar en el teatro Cosmopolita, habían bebido en uno de esos cabarets. Ahora quería reconocerlo. Pero hacía tanto frío y estaba tan cansado, que no pudo prolongar debidamente la inspección; a decir verdad, entró en el primero de esos establecimientos que encontró en su camino. El cabaret se llamaba Signor, su vestíbulo, profundo, estrecho y rojo, con llamas y diablos pintados, representaba, sin duda, la entrada del infierno o, por lo menos, de una cueva infernal; de las paredes colgaban fotografías coloreadas de mujeres con castañuelas, mantones y posturas furiosas, de bailarines de frac y galera, y de una niña con hoyuelos en la cara, sonrisa picaresca y un ojo cerrado. Adentro, dos mujeres bailaban un tango, que otra ejecutaba, con un dedo, en el piano. Una cuarta mujer miraba, acodada en una mesa. Dos lavacopas trabajaban activamente en el mostrador. Algunas mesas estaban arregladas; las demás tenían encima sillas dadas vuelta. Gauna empujó la puerta para salir.

– ¿Quería algo, maestro? -preguntó uno de los lavacopas.

– Creía que estaba abierto… -explicó Gauna.

– Siéntese -le propuso el lavacopas-. No vamos a echarlo porque sea temprano. ¿Que le sirvo?

Gauna le dio el chambergo y se sentó.

– Una grapa doble -dijo.

Pensó que tal vez fuera ahí donde habían estado aquella noche. Miró disimuladamente a las mujeres; una de las que bailaban parecía un indio pampa y la otra (según le contó después a Larsen) «tenía cara de zonza». La del piano era muy chica y muy cabezona. La que estaba acodada era una rubia con cara de oveja. Esta última se levantó con desgano; Gauna se dijo, no sin alarma, «viene»; la mujer se acercó, preguntó si no molestaba y se sentó a la mesa de Gauna. Cuando el lavacopas se acercó, la mujer le preguntó a Gauna:

– ¿Me pagás la soda?

Gauna asintió. La mujer ordenó al lavacopas:

– Con bastante whisky, por favor.

Para disimular su turbación, Gauna comentó:

– A mí no me gusta el té frío.

La mujer explicó las ventajas medicinales del whisky, aseguró que lo tomaba por prescripción médica y por «puro gusto, créame», y se dilató en descripciones de las enfermedades, principalmente del estómago y del intestino, que la habían perseguido hasta adelgazarla enteramente y que ahora el doctor Reinafe Puyó, a quien había conocido una madrugada por entera casualidad, la estaba tratando con whiskies y otros brebajes menos agradables para el paladar, que la dejaban toda revuelta, echada como una enfermita en la cama y con un pañuelo empapado en agua colonia en la barriga. Gauna la escuchaba impresionado. Para sus adentros reconocía (aunque fuera una vergüenza confesarlo) que su experiencia con las mujeres no era grande y que si se encontraba con una muchacha, que no era una de las zonzas del barrio, se acobardaba un poco y estaba entregado, sin voluntad. Volvieron a llenar los vasos, y Gauna pensó «esta mujer tiene cara conocida». (Tal vez le pareció conocida porque ese tipo de cara se da, con variantes y peculiaridades, en muchas personas.) Después de que Gauna hubo bebido la tercera grapa doble, la mujer le participó que se llamaba «la Baby» (pronunció el nombre con «a» abierta) y él se atrevió a preguntar si no se habían encontrado en ese mismo lugar en un carnaval, hace dos o tres años.

– Yo estaba con unos amigos -explicó; después de una pausa añadió, cambiando de tono-. Tiene que acordarse. Con nosotros venía un señor de cierta edad, más bien corpulento y de respeto el hombre.

– No sé de qué me está hablando -respondió la Baby, con visible agitación.

Gauna insistió:

– Pero sí; tiene que acordarse.

– Qué tengo ni qué tengo. Estaría bueno. ¿Quién es usted para venir a sofocarme, justo cuando el médico me ha dicho que nada me hace tanto mal como el sofocón?

– Tranquila -dijo Gauna, sonriendo-. No me propongo venderle nada ni soy un policía en busca de un muerto. Además, no quiero que se sofoque.

La mujer pareció menos iracunda. Si se presentaba otra ocasión como la de hoy, volvería a visitar a la Baby; con tiempo, tal vez obtendría algo; zonza no era, había qué reconocerlo.

Cuando ella habló, se adivinaba en su voz el consuelo y casi la conformidad:

– Prométame que va a ser buenito y que no va a insistir con las cosas feas.

Gauna miró la hora y llamó al mozo. Ya eran las ocho; no llegaría a casa del Brujo antes de las nueve. La mujer preguntó:

– ¿Me vas a dejar?

– No tengo más remedio -contestó Gauna; y anticipándose a cualquier protesta, entrecerró los ojos, apuntó con un índice persuasivo o acusador y agregó en tono de convicción-: A esta carucha yo la he visto antes.

– Ya se está poniendo pesado -afirmó, sonriendo, la Baby.

Había comprendido la táctica de Gauna, le seguía la broma, pero prefería no retenerlo. Gauna pagó sin protestar, dijo a la Baby «Adiós mi hijita», recogió rápidamente el sombrero y se fue. Bajó corriendo por Lavalle. En seguida tomó el tranvía. A pesar del frío, prefirió quedarse en la plataforma (el interior del coche, como el de las iglesias, era para mujeres, chicos y viejos). El guarda lo miró, pareció que iba a decirle algo; después cambió de idea y se dirigió a otras personas:

– Pasen adentro, señores, por favor.

Gauna estaba contrariado. «Qué manera de perder la tarde», se decía. En el reloj de los ingleses vio que eran las ocho y media. Quién sabe qué tenía Taboada y él paveando hasta altas horas en el bosque y después con una de esas locas de cara de oveja. Dentro de un rato, cuando llegara ¿qué le diría a Clara? Que había salido con Larsen. Mañana temprano iría a casa de Larsen para precaverlo. ¿Y si Clara hubiera estado con Larsen? Se pasó el pañuelo por la frente y murmuró: «Qué aburrido todo». El guarda, a su lado, escuchaba a un señor que ponderaba uno de los caballos que habían corrido esa tarde en Palermo.

Después el guarda decía:

– Pero amigo ¿usted sabe con quién está discutiendo? ¡Yo he visto correr a Monserga en Maroñas!

– Si no es moderno, che, ¿por qué no se pega un tiro? -le preguntaba el señor-. El mundo camina, todo evoluciona, y usted, Álvarez, aburriendo con esos caballos que si los compara con los de ahora quedan como la tortuga.

– Díganlo hablar de cátedra. Cuando usted se baboseaba con el chupete, yo seguía como tabla apostando a Serio en las carreras que ganaba Rico. Pero dígame ¿quién fue el crack de la Copa de Oro? La pista estaba barrosa, no le discuto. Y si le pregunto por don Padilla ¿qué me contesta? Vamos a ver.

Gauna pensó que tal vez encontraría a Larsen en casa de Taboada. ¿Cómo podría averiguar si habían salido a la tarde? Si descubría algo, lo que es a él no volverían a verlo. Dios mío, murmuró ¿cómo puedo imaginar estos disparates? Con una mano se cubrió los ojos. Bajó del 38 en Monroe; tomó el 35 y, cuando llegó a la Avenida del Tejar, ya eran casi las nueve y media. Se preguntó si no sería demasiado tarde; si Clara no estaría ya esperándolo en la calle Guayra. Miró hacia arriba y vio que en el departamento de Taboada había luz.

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