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– Nunca andamos de mucho acuerdo, nosotros, los de la iniciativa privada, con estos vagos y holgazanes que viven del presupuesto y que llevan, si usted me entiende, la chapita oficial taponada en la frente. Pero yo la voy bien con todos y si ustedes van al baile esta noche, mañana, cuando el hombre salga a su recorrido, los llevará en el carro, así que viajarán lo más cómodos. De conseguirles el transporte para mañana, estoy seguro en un noventa y cinco por ciento.

Ni siquiera con la promesa del carro, Valerga y Gauna aceptaron quedarse; pero todo se arregló bien. Al rato apareció el encargado del carro, trayendo, con las riendas puestas como cabestro, dos caballos moros.

– Tengo que atar -dijo a don Ponciano.

Los carros debían salir para limpiar un poco la ciudad de las serpentinas de la tarde. Don Ponciano le preguntó:

– ¿Podría acercar a estos amigos?

– Voy a la avenida Montes de Oca -contestó el encargado-. Si les queda bien, conforme.

– Nos queda -respondió el doctor.

XLV

Cuando el hombre hubo atado el carro, el doctor y los muchachos se despidieron de don Ponciano. Subieron, el doctor y el carrero, al pescante; Gauna y los muchachos, a la caja.

Siguieron la avenida Cruz, después doblaron a la derecha por la Avenida La Plata, donde los corsos empezaban a reanimarse; en Almafuerte, Gauna vio una tapia con una Santa Rita; pensó que era más fácil imaginar la muerte que el tiempo que el mundo continuaría sin él; bajaron por Famatina, y por la avenida Alcorta llegaron a un oscuro barrio de usinas y de gasómetros; en la avenida Sáenz, algunos grupos de máscaras, ínfimos y ruidosos, recordaban que era carnaval; tomaron Perdriel y en la pendiente de Brandsen pasaron entre muros, verjas y melancólicos jardines, con eucaliptos y casuarinas.

– El Hospicio de las Mercedes -explicó Pegoraro.

Gauna se preguntó cómo pudo creer que al entrar en los tres días de carnaval recuperaría lo que había sentido la otra vez, entraría nuevamente en el carnaval del 27. El presente es único: esto es lo que él no había sabido, lo que derrotaba sus pobres intentos de magia invocatoria. En Vieytes, junto a la estatua, se detuvieron. El doctor bajó y les dijo:

– Nos quedamos aquí.

Mientras el carrero ataba las riendas en la varilla del pescante y ponía la tranca, Valerga explicó a los muchachos, señalando el restaurante y parrilla El Antiguo Sola:

– En este restaurante y parrilla se come bien. Una cocina sin pretensiones, pero cuidada. Allá por el 23 me lo recomendó un peón de taxímetro: gente de roce, que viaja mucho y sabe comer. Después me pasaron el dato que un hermano del patrón es sobrestante en una firma de aceite. Así que de lo bueno aquí no se mezquina. ¿Ustedes saben lo que eso vale en estos tiempos? No lo pagan con oro, créanme. Además, como el barrio es medio apartado, ¿quién les dice que no nos salvemos de máscaras, murgas y otras yerbas? Porque eso sí, cada cosa en su lugar y la digestión pide calma.

Convidado por Valerga, el carrero entró a tomar una copa. Bebieron sus cañas junto al mostrador, mientras los muchachos esperaban sentados a la mesa. El patrón pareció no reconocer a Valerga: éste no se ofendió y, cuando el carrero hubo partido, en tono de cliente de la casa y de hombre conocedor, se extendió en indicaciones sobre el aceite, la carne y la mortadela.

La comida empezó con mortadela, salame y jamón crudo; siguió, luego, una fuente de carne con ensalada mixta. Valerga comentó:

– Acuérdense de ver si no han dejado sin aceite a la Singer.

El vino tinto corrió en abundancia. Después el mozo les ofreció queso y dulce.

– Es postre de vigilante. Tráiganos queso -replicó Valerga.

Entró una murga de cuatro diablos. Antes de que hicieran sonar los platillos. Gauna les alargó un peso. Como disculpándose, dijo:

– Prefiero quemar un peso a que nos aturdan con la bulla.

– Si te duele el gasto, nos cotizamos -comentó con sorna Maidana. Mientras los diablos agradecían y saludaban, Valerga sentenció:

– No me parece aconsejable invertir en mamarrachos.

Acabaron la comida con fruta y café. Antes de salir, Gauna pasó por el servicio. En una pared, escrita a lápiz, de mano torpe, había una frase: Para el patrón. Gauna se preguntó si Valerga habría andado por ahí; pero él había bebido tanto vino tinto, que no se acordaba de nada. Para refrescarse caminaron un poco. El doctor se encaró con Antúnez:

– Pero, decíme, ¿vos no tenés sentimiento? Si yo supiera, en una noche así, me pondría a cantar a pleno pulmón. A ver, cantá Don Juan. Mientras Antúnez cantaba, como podía, Don Juan, Valerga, mirando unas casitas bajas y viejas, comentó:

– ¿Cuándo, en lugar de esta morralla, se levantarán aquí fábricas y usinas?

Maidana se atrevió a proponer la alternativa.

– O un barrio de casas chiches para obreros.

XLVI

Empezaron a sentir sed y haciendo bromas sobre la seca y comparando sus gargantas a un motor engranado o a papel de lija, llegaron al bar El Aeroplano, frente a la plaza Díaz Vélez. Cerca de la mesa que ocuparon había dos hombres bebiendo: uno apoyado contra el mostrador, el otro acodado en una mesa. El del mostrador era un muchacho alto y alegre, de aspecto despreocupado, con el sombrero puesto en la nuca. El otro era menos delgado, rubio, de piel muy blanca, de ojos celestes, pensativos y tristes, de bigote rubio.

– Vea, amigo -explicaba el rubio, en voz alta, como si quisiera que todos lo oyeran-, el destino de este país es bastante raro. Dígame, si no, ¿qué dio la fama a la República en todo el mundo?

– La gomina -contestó el del mostrador-. La pasta tragacanto, que viene de la India.

– No sea bárbaro, che. Hablo en serio. Vaya tomándole el peso: no me refiero a la riqueza, que antes de la recuperación y el saneamiento, ya éramos el poroto máximo al lado de los yanquis, ni del kilómetro cuadrado, que ni en la más tierna podíamos admitir que el Brasil lo tuviera por partida doble, ni de las cabezas de ganado ni de la agricultura, que si usted se descuida hay más en los mercaditos de Chicago que en el mismo Granero de la República, ni del mate, esa bebida que nos agaucha a todas horas y viene, en bolsas, del Brasil y del Paraguay; ni pretendo aburrirlo con libritos y ni siquiera con la mejor gloria de nuestros plumíferos, las criolladas, marca Martín Fierro, que fueron inventadas por Hidalgo, qué pucha, un mocito de la otra banda.

Bostezando, el del mostrador replicó:

– Ya dijo a lo que no se refiere; ahora diga a lo que sí. A veces me pregunto, Amaro, si usted, por lo charlatán, no se estará volviendo gallego.

– Ni en broma lo diga, que por ser tan porteño como usted, aunque no lleve el gabacho en la nuca, le canto estas verdades con el corazón quemándome en las manos, como las papas fritas que sirven en la pasiva del Paseo de Julio. Si es para morirse, Arocena. No hablo de cosas de poca monta. Le hablo de los legítimos títulos de nuestro orgullo, que no se discuten y que se abrevan espontáneamente en la savia generosa del pueblo: le hablo del tango y del fútbol. Pare la oreja, mi amigo: según ese defensor de todo lo nuestro, del finado Rossi, que vivía en Córdoba y era, cuándo no, oriental, el tango, nuestro tango, más criollo que el feo olor, embajador argentino bailado en Europa y discutido por el mismo Papa en persona, nació en Montevideo.

– Le participo que si usted escucha a los uruguayos, todos los argentinos nacimos allí, desde Florencio Sánchez hasta Horacio Quiroga.

– Por algo será, che. Ni para qué mentar a Gardel, que si no es francés, lo reivindico uruguayo, ni para qué recordar que el más famoso de los tangos también lo es.

– Ya no aguanto -declaró Gauna-. Y perdone que me entrometa, pero por mal argentino que uno sea no va a comparar esa basura con Ivette, Una noche de garufa, La catrera, El porteñito, y qué sé yo.

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