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XXXIV

En la puerta se cruzó con un señor que lo saludó; en el ascensor había tres desconocidos. Uno de ellos, dirigiéndose a Gauna, inquirió:

– ¿Qué piso?

– Cuarto

El señor apretó el botón. Cuando llegaron, abrió la puerta para que Gauna pasara; Gauna pasó y con sorpresa vio que los señores lo seguían. Murmuró confusamente:

– ¿Ustedes también?…

La puerta estaba entreabierta; los señores entraron; había gente adentro. Entonces apareció Clara, vestida de negro -¿de dónde sacó ese vestido?- con los ojos brillantes, corriendo, se echó en sus brazos.

– Mi querido, mi amor -gritó.

El cuerpo de Clara se sacudía, apretado, contra el suyo. Quiso mirarla, pero ella se apretó más. «Está llorando», pensó. Clara le dijo:

– Papá ha muerto.

Después, frente a la pileta de la cocina, donde Clara se mojaba los ojos con agua fría, oyó por primera vez la relación de los hechos vinculados con la agonía y con la muerte de Serafín Taboada.

– No puedo creer -repetía-. No puedo creer.

La víspera Taboada se había sentido mal -con tos y con ahogos- pero no había dicho nada. Hoy, cuando Clara había llamado por teléfono a Gauna, Taboada escuchaba la comunicación; y era cumpliendo indicaciones de su padre que la muchacha le había pedido que fuera al cinematógrafo. «Tú misma debías ir -había agregado- pero no insisto, porque sé que no me harás caso. No hay nada que hacer aquí; deberías evitarte un mal recuerdo». Clara protestó; le preguntó si pretendía que lo dejara solo. Con mucha dulzura Taboada contestó: «Uno siempre muere solo, mi hijita».

Después dijo que iba a descansar un poco y cerró los ojos; Clara no sabía si dormía; hubiera querido llamar a Gauna, pero hubiera tenido que hablar desde otro teléfono y no se atrevía a dejar a su padre. Éste, al rato, le pidió que se acercara; le acarició el pelo y con la voz muy apagada le recomendó: «Cuida de Emilio. Yo interrumpí su destino. Trata de que no lo retome. Trata de que no se convierta en el guapo Valerga». Después de un suspiro dijo: «Me gustaría explicarle que hay generosidad en la dicha y egoísmo en la aventura». Le dio un beso en la frente; agregó en un murmullo: «Bueno, mi hijita, ahora si quieres llama a Emilio y a Larsen». Disimulando su emoción, Clara corrió al teléfono. El carpintero la atendió con enojo; cuando ella se preguntaba si habría cortado la comunicación, el hombre le dijo que nadie contestaba en la casa, que Gauna debía de haber salido. Llamó entonces a Larsen. Éste prometió ir en seguida. Cuando ella volvió a acercarse a la cama vio que su padre tenía la cabeza ligeramente inclinada sobre el pecho y comprendió que había muerto. Sin duda le había pedido que los llamara para alejarla un poco, para que no lo viera morir. Siempre había afirmado que había que cuidar los recuerdos, porque eran la vida de cada uno.

Clara fue al dormitorio de su padre; Gauna quedó, perplejo, en la cocina, mirando la pileta, advirtiendo singularmente la presencia de los objetos, observándose en el acto de mirarlos. No se había movido cuando Clara regresó para preguntarle si no quería tomar una taza de café.

– No, no -dijo avergonzado-. ¿Debo hacer algo?

– Nada, querido, nada -contestó ella, tranquilizándolo. Comprendía que era absurdo que ella lo consolara, pero la encontró tan superior a él, que no protestó. Tuvo un recuerdo y habló con sobresalto:

– Pero… la empresa… ¿hay que ir a hablar?

Clara respondió:

– Ya se ocupó Larsen. También lo mandé a casa por si estabas allí y para que me trajera algunas cosas -sonriendo añadió-: Pobre, mirá el vestido que me trajo.

Para su coquetería femenina, normalmente poco notable y casi nula, había algo absurdo en ese vestido, algo que él no advertía.

– Te queda muy bien -dijo; después añadió-: Hay mucha gente.

– Sí -convino ella-. Mejor que vayas a atenderlos.

– Es claro, es claro -se apresuró a contestar.

En cuanto salió de la cocina, se encontró con desconocidos, que lo abrazaron. Estaba emocionado, pero sentía que la noticia de esa muerte había llegado demasiado bruscamente para que supiera cómo lo afectaba. Cuando lo vio a Larsen se conmovió mucho.

La gente bebía café, que Clara había servido. Gauna se sentó en un sillón. Estaba rodeado de un grupo de señores; todos hablaban en voz baja; de pronto se oyó decir:

– Fue un suicidio.

(Con agrado reparó en el interés que la declaración provocaba; se aborreció por ese agrado.)

– Fue un suicidio -repitió-. Sabía que no podría aguantar otro invierno en Buenos Aires.

– Entonces murió como un gran hombre -afirmó el «culto» señor Gómez, que vivía de unos quintos de la lotería. Era muy delgado, muy gris, muy pálido; llevaba el pelo casi rapado y el bigote ralo. Tenía ojos pequeños, arrugados, irónicos y, al decir de la gente, japoneses; estaba vestido de oscuro, con una chalina sobre los hombros; para moverse y hasta para hablar temblaba de arriba abajo y lo más memorable de su aspecto era la extraordinaria endeblez. En su mocedad, afirmábase en el barrio, había sido temible sindicalista y, peor aún, anarquista catalán. Ahora, por su impresionante colección de cajas de fósforos, se había vinculado con las mejores familias. Gauna pensó: «No hay como los velorios para oír imbecilidades».

– Bien mirada -continuó Gómez-, la de Sócrates no es más que un suicidio. Y la de, y la de…

(Olvidó el segundo ejemplo, se dijo Gauna.)

– Y aun la de Julio César. Y la de Juana de Arco. Y la de Solís, que lo comieron los indios.

– Tiene razón Evaristo -dictaminó el farmacéutico.

Gauna se tranquilizó. El polaco de la tienda, con los ojos celestes, la cara de dormido y el aspecto de gato gordo que duerme adentro, explicaba:

– Lo que no me convence es la escalera… muy angosta… no sé cómo van a sacar el catafalco.

– El ataúd, pedazo de bruto -corrigió el farmacéutico.

– Ah, eso sí -continuaba el polaco-, en las casas, lo primero que yo miro es el ancho de la escalera… no sé cómo van a sacarlo.

Un joven muy bien puesto, al que Gauna observaba con desconfianza, preguntándose si no sería uno de esos que van a los velorios para tomar café, comentó con vehemencia:

– Lo que es un abuso, a esta hora, son los vecinos del tercer piso. Meta música, sabiendo que tenemos arriba un velorio. Si me dan ganas de presentar una queja formal al portero.

Por encima de la chalina con caspa del señor Gómez, Gauna vio que alguien saludaba a Clara. «Quién será ese cabezón», pensó. Era pálido y rubio; creía recordarlo de alguna parte. «Parece que se conocen. Tengo que preguntar a Clara quién es. Ahora no. Ahora sería poco delicado -se dijo-. Pero tengo que preguntarle quién es».

El frágil señor Gómez continuaba:

– Estamos prendidos a la vida con todas nuestras garras. El gran hombre se reconoce en que parte como Taboada, sin presentar batalla inútil, con presurosa y casi alegre resolución.

Con el pretexto de saludar, Gauna se acercó al grupo de las señoras. El rubio se fue. La señora de Lambruschini estuvo muy cariñosa. Gauna pensó: «La turquita mejora cada día, pero lo que es la novia de Ferrari, da miedo». La conversación y el café ayudaron a pasar la noche. En un rincón, unos jugaban al truco, pero fueron mal vistos por los demás.

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