La llamaron. Valerga ordenó al cochero:
– A Rivadavia.
El doctor y Gauna se acomodaron en el asiento principal, los tres muchachos, en el strapontin. Maidana, que había quedado un poco de lado y casi afuera, preguntó:
– Maestro ¿no tiene un calzador?
El doctor señaló en tono reflexivo:
– Hay que buscar un almacén donde lo sirvan a uno decentemente. Yo comería carne asada.
– Yo no tengo hambre -advirtió con tristeza Pegoraro-. Me conformo con alguna tajada de salame y dos o tres empanaditas.
Gauna pensaba que el paseo de 1927, desde la primera noche, había sido muy distinto. Como si hablara con los muchachos, se dijo: «Había entonces otra animación, otra solidaridad humana». Le parecía que él mismo, en aquella oportunidad, había estado menos ocupado en circunstancias personales, se había dado más despreocupadamente al grupo de amigos y a la animación de la noche. Tal vez, en el 27, cuando salieron de Saavedra, ya tenían dos o tres copas. O tal vez ahora creyera recordar los momentos iniciales del otro paseo, pero en realidad recordaba momentos ulteriores, el fin de la primera noche o la mitad de la segunda.
– A lo mejor me conviene más un poco de estofado a la española -prosiguió Pegoraro, después de recapacitar-. Con este peso que tengo en el estómago, debo mantenerme firme en el renglón de las comidas livianas.
Gauna se convenció de que el estado de ánimo de las noches del 27 era irrecuperable; sin embargo, cuando se desviaron de un corso y bajaron por una callecita vacía y despareja, creyó presentirlo, como se presiente una música olvidada, en ráfagas lejanas, repetidas, tenues.
– Hágame el obsequio, doctor, míreme ese pollo -exclamó Pegoraro, sacando medio cuerpo fuera del coche; habían entrado en una avenida y, en la curva, se habían acercado mucho a la vereda- Ese pollo, doctor, ese pollo en el spiedo, el segundo, ese que ahora se pierde para atrás. No me diga que no lo vio.
– Olvidálo -aconsejó el doctor-. Entrás en el recinto, te ajustás la servilleta y ya te dejan más desplumado que el ave.
– No lo ofenda a Gauna -rogó Pegoraro, en voz quejosa.
– Yo no ofendo a nadie -respondió torvamente el doctor.
Alarmado, Maidana intervino.
– Pegoraro quiso decir que Emilio hoy no está para fijarse en unos pesos miserables.
– ¿Por qué dice que ofendo? -insistió el doctor.
Antúnez guiñó un ojo y se encogió en el asiento. Burlescamente explicó:
– Debemos cuidar la platita de Gauna como si fuera nuestra.
– No vamos a encontrar otro pollo como ése -gimió Pegoraro.
– Detenga, maestro -Valerga ordenó al cochero, levantándose de hombros; a Gauna le dijo-: Pagá, Emilito.
Cuando entraron en la fonda, el doctor explicó:
– En mis tiempos, el pollo quedaba para las mujeres, los atrasados de salud y los extranjeros. Los hombres comíamos carne asada, si mal no recuerdo.
Un anciano pequeño y transpirado, con saco de lustrina sucio, con grasienta servilleta debajo del brazo, con pantalones negros, muy arrugados, muy caídos, en los que aparecían reflejos amarillos, acaso producidos por quemaduras de plancha, sumariamente limpió la mesa. Valerga le dijo:
– Oiga, joven; el señor, aquí -señaló a Pegoraro- le echó el ojo a uno de esos pollos que circulan en la vidriera. Se lo va a mostrar.
Cuando volvieron con el pollo, el mozo preguntó:
– ¿Hago marchar otra cosita?
– A ver -repuso Pegoraro-, ¿por qué no presenta el menú?
El doctor Valerga sacudió la cabeza.
– En mis tiempos -dijo-, nadie pasaba hambre, aunque no pidiera a cada rato la adición o el menú. Te atracabas al mostrador, le dabas al pulpero una suma redonda, para que el hombre estuviera a cubierto, y no te asombres si te servía tres docenas de huevos fritos.
– Hace cuarenta años que trabajo en el país -declaró el mozo-. Que me quede ciego si he visto cosa parecida. El señor tal vez anduvo leyendo algún librito de embustes y cuentos del tío.
– Y usted -preguntó el doctor- ¿me llama embustero o pretende que lo mate?
Maidana intervino solícitamente:
– No le haga caso, doctor. Es un anciano que no sabe lo que dice.
– No pases cuidado -contestó Valerga-. Estoy suave como badana. No voy a ocuparme de este viejo. Por mí que nos sirva y después lo coman los gusanos.
– Pero, doctor -suplicó Pegoraro-, el pollito no va a alcanzar para todos.
– ¿Quién dijo que debía alcanzar? Los muchachos empezarán con fiambre surtido, Gauna y yo, que somos las personas de respeto, nos haremos cargo del pollo y vos, que estás delicado, darás cuenta de la sopa de pan rallado y de más de una legumbre.
Gauna simuló no advertir una guiñada del doctor. Ya estaba cansado de sus bromas y de sus enojos. Había tenido razón Taboada: Valerga era un viejo insoportable. Lo gobernaba una tenaz y grosera malignidad. En cuanto a los muchachos, eran unos pobres diablos, aspirantes a criminales. ¿Por qué habría tardado tanto en comprenderlo? Para andar con este grupo de imbéciles se había ido de la casa, sin avisar a su mujer. ¿Clara seguiría queriéndolo? Sin ella y sin Larsen estaría solo en el mundo.
Apartó su plato. No tenía hambre. El doctor daba cuenta de medio pollo, los muchachos devoraban y se disputaban las rodajas de mortadela y de salame. Pegoraro absorbía la sopa. Los miró con odio.
– ¿No comés? -preguntó Pegoraro.
– No -contestó.
Con prontitud, Pegoraro tomó la presa de pollo que Gauna había dejado y empezó a devorarla. El doctor pareció enojado, pero no habló. Gauna bebió un trago de vino. Después, como el doctor y los muchachos se demoraron con la comida, Gauna bebió tres o cuatro vasos. El doctor propuso que pasaran por un establecimiento de la calle Médanos.
– El de las alemanas ¿recuerdan? Lo favorecimos en el 27.
XLI
Como estaban congestionados por la comida, resolvieron caminar. Llegaron, por fin, a la calle Médanos. El establecimiento estaba clausurado. Casi todos los que recorrieron en el 27, ahora estaban clausurados. Desembocaron en una avenida y mientras interminablemente los ensordecía una murga, el doctor refirió cómo, años atrás, incendió una máscara que lo había desairado.
– Vieran cómo corría la pobrecita, con el vestido de paja y la guitarra que le dicen el ukelele. En las noticias de policía de los diarios la llamaron «la antorcha humana».
En un café, ya cerca de Rivadavia, Gauna recordó que en el 27 habían estado ahí, quizá en la misma mesa, y que había sucedido algo con un chico. Por un instante creyó recordar el episodio, sentir lo que había sentido aquella noche. Preguntó:
– Aquí me parece que hubo una historia con un chico ¿recuerdan qué pasó?
– Yo no recuerdo en absoluto -afirmó el doctor, sin pronunciar la “b”.
– Que me muera si recuerdo lo más mínimo -dijo Antúnez.
Gauna supuso que si recordaba ese episodio empezaría a recuperar las perdidas y maravillosas experiencias… Lo cierto es que el estado de ánimo de entonces le parecía irrecuperable. Hoy no se abandonaba a un compartido sentimiento de amistad, a un sentimiento de poder casi mágico, a un sentimiento de generosa despreocupación. Hoy era un espectador minucioso y hostil.
Después de beber un vasito de ginebra, Gauna entrevió un recuerdo del carnaval del 27. Sintiéndose muy astuto preguntó:
– ¿Dónde haremos noche, doctor?
– No te preocupes -contestó Valerga-. El camastro a un peso la dormida no es lo que falta en Buenos Aires.
– Para mí -opinó Pegoraro- que Emilito ya está con ganas de volver a la cucha. Lo noto medio apocado, carente de animación, si me explico.
Gauna continuó:
– La otra vez fuimos a una quinta de un amigo del doctor.
– ¿A una qué? -preguntó este último.
– A una quinta. Salió a recibirnos una señora de mal talante, con muchos perros.