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– Ahí está el arroyo.

Lo vieron, encajonado, entre bordes de pasto muy verde, muy oscuro, con barrancas de tierra. El agua, inescrutable y tranquila, aparecía en una curva.

Gritó Larsen:

– Ahí está el monte de Chorén.

Vieron unos pocos sauces, unos álamos negros, algún eucalipto.

– Qué maravilla -exclamó la turquita, prorrumpiendo en pequeños saltos, en pequeños gritos, en pequeñas risas-. Hemos llegado.

– Si nos quedamos aquí van a pasarnos cosas horribles -dijo Ferrari, con un estremecimiento que no era fingido-. Lo mejor es volver.

Se detuvieron junto al monte, frente a una tranquera hecha de viejos remiendos de lienzo de corral y de alambres de púa oxidados. Lambruschini tocó la bocina repetidamente. Dos perros ovejeros, de color leonado, frente alta y expresión humana, los recibieron con ladridos casi afónicos. Muy pronto olvidaron la ferocidad, orinaron las ruedas del Lancia, movieron las colas, se alejaron distraídos. Lambruschini volvió a llamar con la bocina. Se oyó una voz inconfundiblemente española que gritaba:

– Ya va, ya va.

Apareció un hombrecito vestido de harapos. Era calvo, con anteojos, con bigote hirsuto y prominente, con una boca angosta, pródiga en sonrisas y en molares. Dio la mano -una mano corta, inmóvil, áspera- y dijo a cada uno «Bien y usted. Feliz año», y a la señora de Lambruschini, «¿Cómo te baila, prima?» y la besó en las mejillas. La señora parecía molesta. El hombrecito, mostrando sus innumerables dientes amarillos y abriendo los brazos, rogó que pasaran. Hablaba en tono admirativo:

– Pasen nomás. Pongan el camión en cualquier parte. Aquí va a estar muy bien, muy bien -señalaba un galponcito que ya no era de barro, sino de evidentes maderas y latas y polvo-. Yo los esperaba a almorzar. ¿O no almorzaron? Aquí nunca falta comida; ah, no, eso no. Mucha comodidad no hay…

Vanamente la señora de Lambruschini trataba de interrumpirlo y de proceder a las presentaciones. Mientras Lambruschini guardaba el camión, los demás llegaron a la casa. Esta era baja, de adobe, con alero. Tres puertas daban al frente; la del dormitorio, la de un cuarto vacío, la de la cocina.

– ¿Usted cree que va a llover? -preguntó Larsen.

– No creo -respondió Chorén-. El viento estaba lindo, pero ahora se puso del sur y por suerte va a limpiar.

– Qué suerte -exclamó Larsen.

– Así es -convino Chorén-. Bien perra, con el perdón de la palabra. No se ha visto una seca semejante.

Gauna, para darse aires de hombre de campo, le preguntó cómo estaba la hacienda.

– La hacienda no está mal -repuso Chorén-, pero la majada, con peste. Ha de ser la seca.

Ese matiz entre hacienda y majada le hizo sentir a Gauna que, aunque procediera de una familia de Tapalqué, sus conocimientos rurales no eran mucho más firmes que los de sus amigos.

La señora de Lambruschini les había hablado del bosque de frutales del pariente. Factorovich, Casanova y los chicos aprovecharon un descuido de los demás para alejarse y buscar las plantas. Encontraron dos o tres durazneros sin fruta, un peral apestado y un ciruelo cargado de minúsculas ciruelas rojas. A la noche estaban un poco enfermos. También Gauna y Clara, Larsen y la turquita se alejaron de la gente. Caminando entre la maleza, bajo los árboles, llegaron al arroyo. Gauna y Clara se sentaron en la rama de un aguaribay que crecía en la barranca; la rama era baja y se extendía sobre el agua. Clara le mostraba todas las cosas a Gauna: la puesta del sol, las tonalidades del verde, las flores silvestres. El muchacho dijo:

– Es como si hubiera sido ciego. Me enseñás a ver.

A lo lejos, Larsen y la turquita se divertían arrojando al arroyo pedazos de tosca, de manera que botaran una o dos veces en la superficie del agua.

Cuando volvieron tenían sed. Chorén buscó un cacharro, dio dos o tres golpes de bomba, después llenó el cacharro y se los ofreció. Ferrari se acercó a beber.

– Amarga -comentó.

– Amarga -reconoció alegremente Chorén-. La gente dice que es remedio y se costea de lejos a tomarla. Vaya usted a saber. Yo tengo úlceras y el doctor porfía que es el agua.

Cuando se quedaron solos, Ferrari dijo:

– Ojalá que me las agarre pronto, a las úlceras. Por lo menos voy a estar entretenido.

Y se acarició, meditativamente, la suela de un zapato.

– Usted es difícil de contentar -opinó la turquita.

A la tarde tomaron el mate en tazones enlozados, con galleta. Ferrari no la comió; la encontró demasiado dura y con gusto salado, a tierra. A la noche comieron puchero de oveja. Ferrari sentenció:

– El que se salva de la úlcera cae con la peste.

Clara le pidió a Gauna que no bebiera vino.

– Un vaso -reclamó el muchacho-. Un vaso para tapar el gusto de la grasa de oveja.

Después del primer vaso siguieron otros. En el dormitorio, en una cama, durmieron las dos señoras y en un catre, Clara y la turquita. Los chicos durmieron sobre montones de paja y los hombres también, pero en el cuarto vacío. Ferrari dijo que se iba al camión, pero al rato volvió. A Chorén no lo vieron; según algunos dormía en la cocina, según otros, afuera, debajo de un sulky.

Al día siguiente, para el almuerzo y para la cena, tuvieron puchero de oveja.

Lambruschini contestó:

– Este hombre nunca ha comido otra cosa.

– Apostaría que nunca ha visto un garbanzo -dijo la turquita.

– Si ve una milanesa -opinó Ferrari-, una milanesa con limón… cambia de vereda.

– Nunca ha visto una vereda -aseguró Clara.

Después las señoras, que lo ayudaban en la cocina, lo persuadieron a que introdujera cambios en el menú. En cuanto a la última noche la celebrarían con un asado.

A la tarde, cuando salieron a caminar, Gauna le dijo a la muchacha:

– Todo el tiempo nos hemos reído de las incomodidades, sin entender que eran los días más felices de nuestra vida.

– Sí, lo entendimos -respondió Clara.

Caminaban enternecidos, casi tristes. Clara lo detenía para que oliera el trébol, o el olor más agrio, de una florcita amarilla. Con alegría de referirlos, recordaban los incidentes del viaje y de esos días, como si hubieran ocurrido hace mucho tiempo. Clara describía emocionada el amanecer en el campo: era como si el mundo se hubiera llenado de lagunas y de cavernas transparentes. Cuando llegaron a la casa estaban cansados. Se habían querido mucho esa tarde.

Les pareció que la señora de Lambruschini los miraba con una expresión extraña. En un momento en que se quedaron los tres solos, la señora le dijo a Clara:

– Tenés suerte, mi hija, de casarte con Emilio. A lo que yo sé, hasta ahora los buenos partidos eran hombres viejos.

Gauna se emocionó, tuvo vergüenza de emocionarse, y pensó que esas palabras debían despertar en él deseo de huir. Sentía una infinita ternura por la muchacha.

Tramaron, para esa noche, una escapada. Cuando todos durmieran, debían levantarse, salir silenciosamente y encontrarse detrás de la casa. Gauna tuvo la impresión de que lo vieron salir; no estaba muy seguro de que le importara que lo hubieran visto. Clara lo esperaba, con los perros; le dijo:

– Por suerte yo salí antes. Vos no hubieras conseguido que los perros no ladraran.

– Es verdad -dijo Gauna, admirativamente.

Bajaron hasta el arroyo. Gauna caminaba adelante y apartaba las ramas, para que ella pasara. Después se desnudaron y se bañaron. La tuvo entre los brazos, en el agua. Radiante a la luz de la luna, dócil al amor. Clara le pareció casi mágica en belleza y en ternura, infinitamente querible. Esa noche se quisieron bajo los sauces, azorándose con una chicharra o con un lejano mugido, sintiendo que la exaltación de sus almas era compartida por el campo entero. Cuando regresaron a la casa, Clara cortó un jazmín y se lo dio.

Gauna tuvo ese jazmín hasta hace poco.

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