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Descubrió que quizá no fuese a morir. Desnudó precipitadamente al oficial, lleno, a la vez, de afecto hacia aquel hombre, que había llegado hasta él para llevarle su libertad, y de rabia, porque las ropas no se desprendían con bastante rapidez del cuerpo, como si éste las hubiese retenido. Sacudía aquel cuerpo salvador, como si lo mantease. Por fin, vestido con su uniforme, se asomó a la ventana de la calle, con el rostro inclinado, oculto por la visera de la gorra. Los enemigos, enfrente, abrieron sus ventanas, gritando. «Es preciso que huya, antes de que estén aquí.» Salió por el lado de la calle, torció hacia la izquierda, como lo hubiera hecho el que había matado para ir a reunirse con su grupo.

– ¿Prisioneros? -gritaron los hombres, desde las ventanas.

Hizo un gesto al azar hacia aquellos con quienes aparentaba que se iba a reunir. Que no se disparase sobre él, era a la vez estúpido y natural. Ya no quedaba en él asombro. Volvió otra vez hacia la izquierda, y salió en dirección a las concesiones: estaban guardadas; pero él conocía todas las casas con doble entrada en la calle de las Dos Repúblicas.

Uno tras otro, los Kuomintang salieron.

Parte Sexta

Las diez

– Provisional -dijo el guardia.

Kyo comprendió que se le encarcelaría en la prisión de derecho común.

Desde que entró en la cárcel, aun antes de poder ver, quedó aturdido por el espantoso olor: matadero, exposición canina, excrementos. La puerta que acababa de franquear, se abría hacia un corredor, semejante al que abandonaba; a derecha e izquierda, hasta todo lo alto, enormes barrotes de madera. En las jaulas de madera, hombres. En el centro, el guardián, sentado ante una mesita, sobre la cual había un látigo: mango corto y correa de la anchura de la mano, de un dedo de gruesa -un arma.

– Quédate ahí, hijo de chancho -dijo.

El hombre, habituado a la sombra, escribía su filiación. A Kyo le dolía aún la cabeza, y la inmovilidad le produjo la sensación de que iba a desmayarse. Se adosó a los barrotes.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va? -gritaron, detrás de él.

Voz inquietadora, como la de un papagayo, pero voz de hombre. El lugar estaba demasiado sombrío para que Kyo distinguiese un rostro; no veía más que unos dedos enormes crispados alrededor de los barrotes -no muy lejos de su cuello-. Detrás, acostados en unos compartimientos o de pie, se agitaban unas sombras, demasiado largas: unos hombres, como gusanos.

– Podría irme mejor -respondió, apartándose.

– Cierra el pico, hijo de tortuga, si no quieres que te dé con la mano en la jeta -dijo el guardián.

Kyo había oído varias veces la palabra «provisional»; sabía, pues, que no permanecería allí durante mucho tiempo. Estaba decidido a no oír los insultos, a soportar todo lo que pudiera ser soportado; lo importante era salir de allí y reanudar la lucha. Sin embargo, experimentaba, hasta producirle náuseas, la humillación que siente todo hombre ante un hombre del cual depende: era impotente contra aquella inmunda sombra de látigo -despojado de sí mismo.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va? -volvió a gritar la voz.

El guardián abrió una puerta, afortunadamente en los barrotes de la izquierda: Kyo entró en el establo. En el fondo, había un prolongado compartimiento, donde estaba acostado un solo hombre. La puerta se volvió a cerrar.

– ¿Político? -preguntó el hombre.

– Sí. ¿Y usted?

– No. Bajo el imperio, yo era mandarín…

Kyo empezaba a acostumbrarse a la oscuridad. En efecto: era un hombre de edad; un viejo blanco, chato, casi sin nariz, con bigote ralo y orejas puntiagudas.

– … vendo mujeres. Cuando la cosa marcha bien, doy dinero a la policía y me deja en paz. Cuando marcha mal, creen que me guardo el dinero y me encierran en la cárcel. Pero, desde el momento en que la cosa no va bien, prefiero estar alimentado en la cárcel a morirme de hambre en libertad…

– ¡Aquí!

– Se acostumbra uno, ¿sabe usted?… Fuera, no se está tampoco muy bien, cuando se está viejo, como yo, y débil…

– ¿Cómo no está usted con los demás?

– Algunas veces, doy dinero al escribiente de la entrada. Así, cada vez que vengo aquí, me tiene bajo el régimen de los «provisionales».

El guardián llevaba el alimento. Pasó por entre los barrotes dos tazas llenas de un magma color de barro, con un olor tan fétido como el de la atmósfera. Lo sacaba de una marmita con un cucharón, arrojaba la compacta papilla en la taza, donde caía con un «ploc», y se la pasaba después a los presos de la otra jaula, uno a uno.

– No merece la pena -dijo una voz-: eso es para mañana.

(-Su ejecución -dijo el mandarín a Kyo.)

– Para mí también -dijo otra voz-. Podrías darme doble ración: a mí eso me produce hambre.

– ¿Quieres un puñetazo en la cara? -preguntó el guardián.

Entró un soldado y le formuló una pregunta. Pasó después a la jaula de la derecha y golpeó blandamente un cuerpo.

– Se mueve -dijo-. Sin duda, todavía vive…

El soldado salió.

Kyo miraba con toda atención, y procuraba ver a cuáles de aquellas sombras pertenecían aquellas voces, tan próximas a la muerte -como él, quizá-. Era imposible distinguirlos: aquellos hombres morirían antes de haber sido para él otra cosa que voces.

– ¿No come usted? -le preguntó su compañero.

– No.

– Al principio, siempre se hace eso…

Cogió la taza de Kyo. Entró el guardián, con paso mecánico; abofeteó al hombre con todas sus fuerzas, y volvió a salir, llevándose la taza sin pronunciar una palabra.

– ¿Por qué no me habrá tocado a mí? -preguntó Kyo en voz baja.

– Yo era el único culpable; pero no es por eso: usted es político, provisional, y va bien vestido. Tratará de sacarle dinero, a usted y a los suyos. Pero no importa… Espere…

«El dinero me persigue hasta en esta mazmorra», pensó Kyo. Conforme a las leyendas, la abyección del guardián no le parecía plenamente real; y, al mismo tiempo, le parecía una inmunda fatalidad, como si el poder hubiese bastado para cambiar a todo hombre en una bestia. Aquellos seres oscuros, que bullían detrás de los barrotes, inquietantes, como los crustáceos y los insectos colosales de los sueños de su infancia, no eran más hombres que los otros. Soledad y humillación totales. «Cuidado», pensó, porque ya se sentía más débil. Le pareció que, si no hubiese sido dueño de su muerte, habría vuelto a encontrar allí el espanto. Abrió la hebilla de su cinturón y trasladó el cianuro a su bolsillo.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va?

– ¡Basta! -gritaron, a un tiempo, los presos de la otra jaula. Kyo estaba ya acostumbrado a la oscuridad, y el conjunto de voces no le extrañó: había más de diez cuerpos echados en el compartimiento, detrás de los barrotes.

– ¿Vas a callarte? -gritó el guardián.

– ¿Cómo, cómo, cómo le va? El guardián se levantó.

– ¿Bromista o testarudo? -preguntó Kyo, en voz baja.

– Ni lo uno ni lo otro -respondió el mandarín-: loco.

– ¿Y por qué?

Kyo dejó de preguntar: su vecino acababa de taparse los oídos. Un grito agudo y ronco, de sufrimiento y espanto a la vez, llenó toda la sombra: mientras Kyo miraba al mandarín, el guardián había entrado en la otra jaula con su látigo. La correa crujió, y el mismo grito se elevó de nuevo. Kyo no se atrevió a taparse los oídos, y esperaba, agarrado a los barrotes, el grito terrible que, una vez más, iba a recorrerle hasta las uñas.

– ¡Déjalo tendido de una vez -pronunció una voz-, que nos deje en paz!

– ¡Que termine ya -dijeron cuatro o cinco voces- y se pueda dormir tranquilo!

El mandarín, que continuaba tapándose los oídos con las manos, se inclinó hacia Kyo.

– Me parece que es la undécima vez que le pega, desde hace siete días. Yo estoy aquí desde hace dos días, y ésta es la cuarta vez. Y, a pesar de todo, se comprende un poco… No puedo cerrar los ojos, ya ve usted: me parece que, mirándole, acudo en su ayuda; que no le abandono…

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