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– ¿Qué hay? -le preguntó, como había preguntado a Clappique.

– Todo va bien. ¿Y el barco?

– Frente al consulado de Francia. Lejos del muelle. Dentro de media hora.

– El vapor y los hombres están a cuatrocientos metros de allí. ¿Vamos?

– ¿Y los trajes?

– No se necesitan. Los tipos están completamente listos.

Volvió a entrar y se vistió en un instante: pantalón y tricota. Alpargatas (quizá hubiera que trepar). Estaba listo. May le tendió los labios. El espíritu de Kyo quería besarla; su boca, no -como si, independiente, ella le guardase rencor-. La besó, por fin, mal. Ella le miró con tristeza, con los párpados abatidos; sus ojos plenos de sombra, se tornaban poderosamente expresivos, puesto que la expresión procedía de los músculos. Kyo salió.

Caminaba al lado de Katow, una vez más. No podía, sin embargo, librarse de ella. «Ahora mismo, me parecía una loca o una ciega. No la conozco. No la conozco. No la conozco más que en la medida en que la amo, en el sentido en que la amo. No se posesiona uno de un ser, sino de lo que cambia en él, dice mi padre… ¿Y después?» Se sumergía en sí mismo, como en aquella callejuela, cada vez más oscura, donde hasta los aisladores del telégrafo no brillaban ya sobre el cielo. Volvía a experimentar angustia y se acordó de los discos. «Se oye la voz de los demás con los oídos; la de uno mismo, con la garganta.»

Sí. La vida de uno también se oye con la garganta. ¿Y la de los demás?… En primer término, allí había soledad; soledad inmutable, tras la multitud mortal, como la gran noche primitiva detrás de aquella noche densa y pesada, bajo la cual acechaba la ciudad desierta, llena de desesperación y de odio. «Pero yo, para mí, por la garganta, ¿qué soy? Una especie de afirmación absoluta, de afirmación de loco: una intensidad más grande que la de todo el resto. Para los demás, yo soy lo que he hecho.» Sólo para May no era lo que había hecho; sólo para él, ella era otra cosa completamente distinta de su biografía. El abrazo, mediante el cual el amor mantiene a los seres unidos el uno al otro contra la soledad, no era al hombre al que proporcionaba su ayuda; era al loco, al monstruo incomparable, preferible a todo, que todo ser es para sí mismo y al que elige en su corazón. Desde que su madre había muerto, May era el único ser para quien él no era Kyo Gisors, sino la más estricta complicidad. «Una complicidad consentida, conquistada, elegida», pensó, extraordinariamente de acuerdo con la noche, como si su pensamiento ya no estuviese hecho para la luz. «Los hombres no son mis semejantes; son los que me ven y me juzgan; mis semejantes son aquellos que me aman y no me miran; los que me aman contra todo; los que me aman contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición; a mí, y no lo que yo haya hecho o haga; quienes me amen tanto como yo me amo a mí mismo; hasta el suicidio, incluso… Sólo con ella tengo en común este amor, desgarrado o no, como otros, juntos, tienen hijos enfermos y que pueden morir…» Aquello no era, por cierto, la felicidad; era algo primitivo que concordaba con las tinieblas y hacía subir hasta él un calor que acababa en una opresión inmóvil, como de una mejilla contra otra mejilla -la única cosa en él que era fuerte como la muerte.

Sobre los tejados, ya había sombras en su puesto.

4 de la mañana

El viejo Gisors arrugó el trozo de papel mal cortado en que Chen había escrito su nombre con lápiz, y se lo guardó en el bolsillo. Estaba impaciente por volver a ver a su antiguo alumno. Su mirada se dirigió de nuevo a su interlocutor presente, un chino muy viejo, con la cabeza de mandarín de la Compañía de las Indias, vestido con túnica; se dirigía hacia la puerta, con menudos pasos y con el índice levantado, y hablaba inglés: «Es bueno que existan la sumisión absoluta de la mujer, el concubinato y la institución de las cortesanas. Continuaré la publicación de mis artículos. Porque nuestros antepasados pensaron así, es por lo que existen esas bellas pinturas -mostraba con la mirada el fénix azul, sin mover el rostro, como si le hubiese guiñado el ojo-, de las que usted está orgulloso, y yo también. La mujer está sometida al hombre, como el hombre está sometido al Estado; y servir al hombre es menos duro que servir al Estado. ¿Vivimos para nosotros? No somos nada. Vivimos para el Estado, en el presente; para el orden de los muertos, a través de la duración de los siglos…»

¿Se iría por fin? Aquel hombre, aferrado a su pasado, aun hoy (las sirenas de los navíos de guerra no bastaban para llenar la noche…), frente a la China roída por la sangre como sus bronces de los sacrificios, adquiría la poesía de algunos locos. ¡El orden! Multitudes de esqueletos con túnicas bordadas, perdidos hacia el fondo del tiempo en asambleas inmóviles: enfrente, Chen, los doscientos mil obreros de las hilanderías, la multitud aplastante de los coolies. ¿La sumisión de las mujeres? Todas las noches, May refería los suicidios de las novias… El viejo salió, con el índice levantado; «¡El orden, señor Gisors!…» Después, un postrer saludo, brincándole la cabeza y los hombros.

En cuanto oyó que se había vuelto a cerrar la puerta, Gisors llamó a Chen y volvió con él al salón de los fénix.

Chen comenzó a pasear. Cada vez que pasaba por delante de él, que era con frecuencia, Gisors, sentado en uno de los divanes, recordaba a un gavilán de bronce egipcio cuya fotografía había conservado Kyo por simpatía hacia Chen, «a causa de su parecido». Era verdad, a pesar de que los gruesos labios aparentaban expresar bondad. «En definitiva, un gavilán convertido por Francisco de Asís», pensó.

Chen se detuvo delante de él.

– Yo he sido quien ha matado a Tang-Yen-Ta -dijo.

Había visto en la mirada de Gisors algo casi afectuoso. Despreciaba los afectos, y los temía. Su cabeza, empotrada entre los hombros, y que la marcha inclinaba hacia adelante, con la arista corta de la nariz, acentuaba el parecido con el gavilán, a pesar de su cuerpo rechoncho; y hasta sus ojos pequeños, casi sin pestañas, hacían pensar en un pájaro.

– ¿Era de eso de lo que querías hablarme?

– Sí.

Gisors reflexionaba. Puesto que no quería responder por medio de prejuicios, no podía hacer otra cosa que aprobarlo. Le costaba, no obstante, algún trabajo hacerlo. «He envejecido», pensó.

Chen renunció a caminar.

– Estoy extraordinariamente solo -dijo, mirando por fin, de frente a Gisors.

Éste estaba turbado. Que Chen recurriese a él, no le extrañaba: había sido, durante algunos años, su maestro, en el sentido chino de la palabra -un poco menos que su padre, más que su madre; desde que ambos habían muerto, Gisors era, sin duda, el único hombre del que tenía necesidad Chen-. Lo que no comprendía era que Chen, que sin duda había vuelto a ver a los terroristas aquella noche, puesto que él acababa de ver a Kyo, pareciese tan lejos de ellos.

– ¿Y los demás? -preguntó.

Chen volvió a verlos, en la trastienda del vendedor de discos, hundiéndolos en la sombra o sacándolos de ella el balanceo de la lámpara, mientras cantaba el grillo.

– No saben.

– ¿Que has sido tú?

– Eso, lo saben: no tiene importancia.

Calló de nuevo. Gisors se guardaba de volver a preguntar.

Chen prosiguió, al fin.

– … Que es la primera vez.

Gisors experimentó, de pronto, la impresión de comprender. Chen lo notó.

– No. Usted no comprende.

Hablaba el francés con una acentuación de garganta sobre las palabras de una sola sílaba nasal, cuya mezcla con ciertos idiotismos que había aprendido de Kyo sorprendía. Su brazo derecho, instintivamente, había caído a lo largo de la cadera: sentía de nuevo el cuerpo herido que el colchón elástico rechazaba contra el cuchillo. Aquello no significaba nada. Se encontraba dispuesto a repetirlo. Pero, sin embargo, anhelaba un refugio. Aquella afección profunda, que no tenía necesidad de explicar nada, Gisors no la atribuía más que a Kyo. Chen lo sabía. ¿Cómo explicarse?

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