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– Usted nunca ha matado a nadie, ¿verdad?

– Demasiado lo sabes.

Aquello le parecía evidente a Chen; pero, a la sazón, desconfiaba de tales evidencias. Sin embargo, le pareció, de pronto, que algo le faltaba a Gisors. Alzó los ojos. Aquél le contemplaba de arriba abajo, pareciendo más largos sus cabellos blancos a causa del movimiento de su cabeza hacia atrás, intrigado por su ausencia de ademanes. Ésta procedía de su herida, de la que Chen no le había dicho nada; no porque le doliese (un compañero enfermero se la había desinfectado y vendado), pero le molestaba. Como siempre cuando reflexionaba, Gisors daba vueltas entre sus dedos a un invisible cigarrillo.

– Quizá…

Se detuvo, con los claros ojos fijos en su máscara de templario afeitado. Chen esperaba. Gisors prosiguió, casi brutalmente:

– No creo que sea bastante el recuerdo de un crimen para que te alteres así.

«Se ve que no sabe de qué habla», intentó pensar Chen. Pero Gisors había acertado en lo justo. Chen se sentó y miró los pies.

– No -dijo-; yo no creo, tampoco, que el recuerdo baste. Hay otra cosa, esencial. Quisiera saber qué.

¿Era para saber eso, para lo que había ido?

– ¿La primera mujer con quien te acostaste fue una prostituta, como es natural? -preguntó Gisors.

– Soy chino -respondió Chen con rencor.

No -pensó Gisors-. Salvo por sexualidad, quizá, Chen no era chino. Los emigrados de todos los países, de que rebosaba Shanghai, habían enseñado a Gisors hasta qué punto el hombre se separa de su nación, de una manera nacional; pero Chen no pertenecía ya a China, ni aun por la manera como la había abandonado: una libertad total le entregaba totalmente a su idea.

– ¿Qué experimentaste después? -preguntó Gisors.

Chen crispó los dedos.

– Orgullo.

– ¿De ser un hombre?

– De no ser una mujer.

Su voz ya no expresaba rencor, sino un desprecio completo.

– Me parece que quiere usted decir -prosiguió- que he debido sentirme… separado.

Gisors se guardaba de responder.

– … Sí. Terriblemente. Y tiene usted razón para hablar de mujeres. Quizá se desprecia mucho a aquel a quien se mata. Pero menos que a los otros.

– ¿Que a los que no matan?

– Que a los que no matan: los vírgenes.

Caminaba de nuevo. Las dos últimas palabras habían caído como una carga arrojada al suelo, y el silencio se ensanchaba alrededor de ambos. Gisors comenzaba a experimentar, no sin tristeza, la separación de que Chen hablaba. Recordó, de pronto, que Chen le había dicho tener horror a la caza.

– ¿No has sentido horror ante la sangre?

– Sí; pero no solamente horror.

Pronunció aquella frase mientras se alejaba de Gisors. Se volvió, de pronto, y, contemplando el fénix, aunque tan directamente como si hubiese mirado a Gisors a los ojos, preguntó:

– ¿Entonces? Yo sé lo que se hace con las mujeres, cuando quieren continuar poseyéndonos: se vive con ellas. ¿Y la muerte, entonces?

Y más amargamente aún, pero sin cesar de contemplar al fénix:

– ¿Un concubinato?

La pendiente de la inteligencia de Gisors le inclinaba siempre a acudir en ayuda de sus interlocutores; sentía afecto hacia Chen. Pero comenzaba a ver claro: la acción en los grupos de encuentro ya no bastaba al joven; el terrorismo constituía para él una fascinación. Sin dejar de dar vueltas a su cigarrillo imaginario; con la cabeza tan inclinada hacia adelante, como si contemplase la alfombra; con la afilada nariz batida por su mechón blanco, dijo, esforzándose por dar a su voz una entonación de despego:

– Crees que ya no saldrás de eso…

Pero, ganado por los nervios, terminó tartamudeando:

– … y es contra esa… angustia, contra lo que vienes a… defenderte junto a mí.

Silencio.

– Una angustia, no -dijo, por fin, Chen entre dientes-. ¿Una fatalidad?

Nuevo silencio. Gisors comprendía que ningún gesto era posible; que no podía tomarle la mano, como hacía en otro tiempo. Se decidió, a su vez, y dijo, con desfallecimiento, como si hubiese adquirido, de pronto, el hábito de la angustia:

– Entonces, hay que pensar en ella y llevarla al extremo. Y, si quieres vivir con ella…

– Pronto me matarán.

«¿No es eso, sobre todo, lo que quiere? -se preguntó Gisors-. No aspira a ninguna gloria, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear, sino la muerte? Sin duda, pretende darle el sentido que otros dan a la vida. Morir lo más alto posible. ¿Alma de ambicioso, lo bastante lúcida, lo bastante separada de los hombres o lo bastante para despreciar todos los objetos de su ambición y hasta su ambición misma?»

– Si quieres vivir con esa… fatalidad, no hay más que un recurso: transmitirla.

– ¿Quién sería digno de ella? -preguntó Chen, también entre dientes.

El aire se hacía cada vez más pesado, como si todo lo que aquellas frases evocaban de muerte violenta estuviese allí. Gisors ya no podía decir nada: cada palabra habría tenido un sonido falso, frívolo, imbécil.

– Gracias -dijo Chen.

Se inclinó ante él, con todo el busto, a la usanza china (lo que no hacía nunca), como si prefiriese no tocarle, y salió.

Gisors volvió a sentarse y comenzó de nuevo a darle vueltas a su cigarrillo. Por primera vez, se encontraba, no frente al combate, sino ante la sangre. Y, como siempre, pensaba en Kyo. Kyo habría encontrado irrespirable aquel universo en que se movía Chen… ¿Estaba muy seguro de ello? Chen también detestaba la caza; Chen también tenía horror a la sangre -antes-. En esa profundidad, ¿qué sabía él de su hijo? Cuando su amor no podía desempeñar ningún papel; cuando no podía referirse a muchos recuerdos, sabía muy bien que dejaba de conocer a Kyo. Un intenso deseo de volver a verle le invadió -el que se siente por volver a ver a los familiares muertos-. Sabía que se había ido.

¿Adónde? La presencia de Chen animaba aún la habitación. Aquél se había arrojado en el mundo del crimen, y ya no saldría de él: con su encarnizamiento, entraba en la vida terrorista como en una cárcel. Antes de diez años, a lo sumo, sería apresado y torturado o muerto; hasta entonces, viviría como un obseso decidido, en el mundo de la decisión y de la muerte. Sus ideas le hacían vivir; ahora, iban a matarle.

Y precisamente por eso era por lo que Gisors sufría. Que Kyo impulsara a matar, estaba en su papel. Y si no, poco importaba: lo que hacía Kyo estaba bien hecho. Pero se hallaba espantado ante aquella sensación súbita, ante aquella certidumbre de la fatalidad del crimen, de una intoxicación, tan terrible, que la suya apenas lo era. Comprendía qué mal había prestado a Chen la ayuda que éste le pedía, cuan solitario es el crimen -y cuánto, con aquella angustia, Kyo se alejaba de él-. Por primera vez, la frase que había repetido con tanta frecuencia: «No existe conocimiento de los seres», se aferró en su imaginación al semblante de su hijo.

¿A Chen lo conocía? Apenas creía que los recuerdos permitiesen comprender a los hombres. Conocía la primera educación de Chen, que había sido religiosa; cuando había comenzado a interesarse por aquel adolescente huérfano -los padres habían muerto en el saqueo de Kalgan-, silenciosamente insolente. Chen procedía del colegio tísico, llegado tarde al pastorado, que se esforzaba con paciencia, a los cincuenta años, por vencer, mediante la caridad, una inquietud religiosa intensa. Obsesionado por la vergüenza del cuerpo, que atormentaba a san Agustín; del cuerpo caído en el cual hay que vivir con el Cristo -por el horror de la civilización ritual de la China que le rodeaba y le hacía más imperiosa aún la llamada de la verdadera vida religiosa-, aquel pastor había elaborado con su angustia la imagen de Lutero, del que a veces hablaba a Gisors: «No hay vida más que en Dios; porque el hombre, a causa del pecado, ha caído hasta tal punto; se ha manchado tan irremediablemente, que llegar hasta Dios es una especie de sacrilegio. De aquí el Cristo; de aquí su crucifixión eterna.» Quedaba la Gracia, es decir, el amor ilimitado o el terror, según la fuerza o la debilidad de la esperanza; y este terror era un nuevo pecado. Quedaba también la caridad; pero la caridad no siempre basta para agotar la angustia.

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