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Tornó a encontrar la paz nocturna. Ni una sirena; sólo el ruido del agua. A lo largo de las orillas, junto a los reverberos, crepitantes de insectos, los coolies dormían en actitudes de pestíferos. Aquí y allá, sobre las aceras, pequeños carteles rojos, redondos como las placas de los sumideros. Una sola palabra figuraba en ellos: Hambre. Como le había ocurrido poco antes con Chen, comprendió que aquella misma noche, en toda la China y a través del Oeste, hasta la mitad de Europa, unos hombres vacilaban como él, desgarrados por el mismo tormento entre su disciplina y la mortandad de los suyos. Aquellos descargadores que protestaban no comprendían. Pero, aun comprendiendo, ¿cómo elegir el sacrificio, allí, en aquella ciudad de la que el Occidente esperaba el destino de cuatrocientos millones de hombres y quizá el suyo, y que dormía a la orilla del río, con un sueño inquieto de hambriento; en la impotencia, en la miseria, en el odio?

Parte Cuarta 11 de abril

12 y media

Clappique, casi solo, en el bar del hotelito Grosvenor -nogal pulido, botellas, níquel, banderas-, hacía girar un cenicero sobre su índice extendido. El conde Chpilewski, a quien esperaba, entró. Clappique arrugó un papel, en el cual acababa de hacer a cada uno de sus amigos un regalo imaginario.

– ¿Esta aldea soleada ve prosperar sus negocios, amigo mío?

– Poco. Pero irán bien a últimos de mes. Colocaré unos comestibles. Entre los europeos solamente, como es natural.

A pesar del traje blanco, muy sencillo, de Chpilewski, su nariz curva y delgada, su frente calva, sus cabellos grises echados hacia atrás y sus pómulos le daban siempre el aspecto de estar disfrazado de águila. El monóculo acentuaba la caricatura.

– Ya ve usted, querido amigo; la cuestión consistiría, naturalmente, en encontrar unos veinte mil francos. Con esta suma se puede obtener un puesto muy honroso en el ramo de la alimentación.

– ¡Un abrazo, amigo! ¿Quiere usted un puestecito, no, un puesto honroso en la alimentación? ¡Bravo!…

– No le creía a usted tan… lleno de… este… prejuicios.

Clappique miraba al águila con el rabillo del ojo: antiguo campeón de sable de Cracovia, sección de oficiales.

– ¿Yo? ¡Vuélvase bajo tierra! ¡Estallo! Figúrese que, si yo tuviese ese dinero, lo emplearía en imitar a un alto funcionario holandés de Sumatra, que se paseaba todos los años, cuando volvía a acariciar sus tulipanes, ante la costa de Arabia. Amigo mío, eso le sugirió la idea (conviene decir que esto pasaba hacia 1860) de ir a hurgar los tesoros de La Meca. Parece que son considerables, y, dorados, dorados, están en grandes cuevas oscuras, donde siempre los han escondido los peregrinos. En una de esas cuevas es donde yo quisiera vivir… Por fin, mi tulipanista tuvo una herencia y se fue a las Antillas para reclutar un equipo de piratas, a fin de conquistar La Meca por sorpresa con una porción de armas modernas: fusiles de dos caños, bayonetas de tornillo, ¡qué sé yo! Las embarca… ¡Ni una palabra!… Se las lleva para allá…

Se llevó el índice a los labios, gozando con la nerviosidad del polaco, que parecía una complicidad.

– ¡Bueno! Se sublevan; lo degüellan meticulosamente y se entregan con el barco y una piratería nada poética, en un mar cualquiera. Es una historia verdadera; y, además, moral. Pero, le decía yo, es una locura, una locura que usted cuente conmigo para encontrar los veinte mil. ¿Quiere usted que vea a algunos sujetos, o algo por el estilo? Lo haré. Por otra parte, puesto que, por cada combinación, debo pagar a su bendita policía, prefiero que sea a usted, y no a otro. Pero a esos sujetos, mientras las casas arden, les interesa más el opio y la cocaína.

Comenzó otra vez a hacer girar el cenicero.

– Le hablo a usted -dijo Chpilewski- porque, si quiero obtener éxito, como es natural, tengo que hablar a todos. Hubiera debido, al menos, esperar. Pero sólo quería hacerle un favor, cuando le rogué que viniese a ofrecerme el alcohol (es una falsificación). Es éste: abandone Shanghai mañana.

– ¡Ah, ah, ah! -exclamó Clappique, en escala ascendente. Como un eco, la bocina de un auto sonó fuera en arpegio-. ¿Por qué?

– Porque… Mi policía, como usted dice, para algo sirve. Váyase.

Clappique sabía que no podía insistir. Por un segundo se preguntó si acaso encerraría aquello una maniobra para obtener los veinte mil francos. ¡Oh, locura!

– ¿Y será preciso que me vaya mañana?

Miraba aquel bar, sus shakers, su barra niquelada, como viejas cosas amigables.

– Lo más tarde. Pero no se irá usted. Lo veo. Por lo menos, ya le habré prevenido.

Un agradecimiento vacilante (menos combatido por la desconfianza que por el carácter del consejo que se le daba, por la ignorancia de lo que le amenazaba) penetraba a Clappique.

– ¿Tendré más suerte de lo que yo creía? -continuó el polaco. Le cogió el brazo-. Váyase. Hay la historia de un barco…

– ¡Pero yo no figuro en ella para nada!

– Váyase.

– ¿Puede decirme si Gisors padre corre peligro?

– No lo creo. El hijo, más bien.

Decididamente, el polaco estaba informado. Clappique puso la mano en la suya.

– Lamento vivamente no tener ese dinero para pagarle su mercancía, amigo mío: quizá me salve usted… Pero todavía tengo algunos restos, dos o tres estatuas: lléveselas.

– No…

– ¿Por qué?

– ¡Ah!… ¡Ni una palabra! Bien. Sin embargo, me gustaría saber por qué no quiere usted llevarse mis estatuas.

Chpilewski le miró.

– Cuando se ha vivido como yo, ¿cómo podría hacerse… ese… este… oficio, si no se… compensase algunas veces?

– Dudo que existan muchos oficios que no obliguen a compensar…

– Sí. Por ejemplo, imagínese hasta qué punto están mal guardados los almacenes…

¿Qué relación? -iba a preguntar Clappique-. Pero consideraba, por experiencia, que las frases así encadenadas son siempre interesantes. Y quería favorecer, en absoluto, a su interlocutor, aunque no fuese más que dejándole hablar. Sin embargo, se sentía preocupado hasta el malestar.

– ¿Vigila usted los almacenes?

Para él la policía era una mezcla de combinaciones y de chantaje, un cuerpo encargado de cobrar impuestos clandestinos sobre el opio y las casas de juego. Los policías con los cuales tenía que vérselas (y particularmente Chpilewski) eran siempre unos adversarios semicómplices. Por el contrario, tenía repugnancia y miedo a la delación. Pero Chpilewski respondía:

– ¿Vigilar? No; ni mucho menos. Este… Lo contrario.

– ¡Calle! ¿Reparos individuales?

– Sólo para los juguetes, ¿sabe usted? No tengo bastante dinero para comprar juguetes a mi chico. Es muy lamentable. Tanto más cuanto que, a decir verdad, no quiero a ese chico más que cuando le causo… ese… placer. Y no sé producírselo de otro modo. Es muy difícil.

– Pues ya ve; llévese mis estatuas. No todas, si no quiere.

– Le ruego, le ruego… Voy a los almacenes, y digo… -Echó la cabeza hacia atrás y crispó los músculos de su frente y de su mejilla izquierda, alrededor del monóculo, sin ironía-. «Soy inventor. Inventor y constructor, naturalmente. Vengo a ver sus modelos.» Me dejan mirar. Llevo uno, nunca más de uno. A veces, se me vigila; pero pocas.

– ¿Y si fuese usted descubierto?

Sacó su cartera del bolsillo y la entreabrió ante Clappique, por donde estaba su tarjeta de policía. La volvió a cerrar e hizo con la mano un ademán de los más imprecisos.

– A veces, llevo dinero… También podrían echarme… Pero todo llega…

Muy extrañado, Clappique se manifestaba de pronto como hombre formal y de peso. Como no se consideraba nunca responsable de sí mismo, quedó sorprendido.

«Es preciso que prevenga al joven Gisors», pensó.

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