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Le cogió de un brazo, con los ojos fijos en los suyos, con una mirada de hombre enamorado:

– Lloré como una mujer, como un ternero… Lloré delante de ellos. ¿Comprende usted? ¿Sí? Pues dejémoslo. Nadie perderá nada.

Aquella mirada de hombre que desea iluminó a Clappique. La confidencia no era sorprendente: no era una confidencia, era una venganza. Seguramente, relataba aquella historia -o se la relataba- cada vez que podía matar, como si aquel relato hubiera podido arañar, hasta hacer sangre, en la humillación sin límites que le torturaba.

– Amigo mío, más valdría que no me hablase demasiado de dignidad… Mi dignidad, para mí, consiste en matarlos. ¿Qué quiere usted que a mí me importe China? ¿Eh? ¡ La China, sin bromas! No estoy en el Kuomintang nada más que para mandar matar. No revivo como en otro tiempo, como un hombre, como cualquiera, como el último de los brutos que pasan por delante de esta ventana, sino cuando se mata. Pasa como a los fumadores con sus pipas. ¡Cómo! Un pingajo. ¿Venía usted a pedirme su piel? Aunque me hubiera usted salvado tres veces la vida…

Se encogió de hombros, y continuó, rabiosamente:

– ¿Sabe usted, siquiera, mi buen Toto, lo que es ver que la vida de uno adquiere un sentido, un sentido absoluto: repugnarse uno a sí mismo?

Acabó su frase entre dientes, pero sin moverse, con las manos en los bolsillos, con los cabellos sacudidos por las palabras arrancadas.

– El olvido… -dijo Clappique a media voz.

– ¡Hace más de un año que no me he acostado con una mujer! ¿Le basta eso? Y…

Se detuvo, de pronto, y continuó, más bajo:

– Pero, dígame, mi buen Toto: el joven Gisors; el joven Gisors… Hablaba usted de un error. ¿Quiere saber por qué ha sido usted condenado? Voy a decírselo: ¿fue usted el que trató el asunto de los fusiles del Shang-Tung? ¿Sabe usted a quiénes estaban destinados esos fusiles?

– No se hacen preguntas en semejante oficio. ¡Ni una palabra!

Acercó el índice a su boca, según sus más puras tradiciones. Y quedó, en seguida, cohibido.

– A los comunistas. Y como arriesgaba usted en ello su piel, hubiera podido decírselo. Y aquello era una estafa. Se sirvieron de usted para adelantar tiempo: aquella misma noche, robaron el buque. Si no me equivoco, su protegido actual fue quien le embarcó en aquel asunto.

Clappique estuvo a punto de responder: «Sin embargo, yo cobré mi comisión.» Pero la revelación que su interlocutor acababa de hacerle ponía tal satisfacción en el semblante de éste, que el barón no deseaba ya más que irse. Aunque Kyo había cumplido su promesa, le había hecho que se jugase la vida sin decírselo. ¿Se la hubiese jugado? No. Kyo se había servido de él en favor de su causa: él aprovechaba la ocasión para desinteresarse de Kyo. Tanto más, cuanto que, en realidad, no podía hacer nada. Se encogió de hombros, simplemente.

– ¿Entonces tengo cuarenta y ocho horas para largarme?

– Sí. No insista usted. Tiene usted razón. Adiós.

«Dice que hace un año que no se ha acostado con una mujer -pensaba Clappique, mientras bajaba la escalera-. ¿Impotencia? ¿O qué? Yo creía que esa clase de… dramas le harían a uno erotómano. Debe de hacer tales confidencias, de ordinario, a los que van a morir: de todas maneras, es preferible que me escape.» No se libraba del tono con que König había dicho: «Para vivir como un hombre, como cualquiera…» Continuaba aturdido, ante aquella intoxicación total, que sólo saciaba la sangre: había visto bastantes desechos de las guerras civiles de China y de Siberia para saber a qué negación del mundo conduce la humillación intensa: sólo la sangre, obstinadamente vertida, las drogas y la neurosis alimentaban tales soledades. Ahora comprendía por qué a König le había agradado su compañía, no ignorando cuánto se debilitaba a su lado toda realidad. Caminaba con lentitud, espantado de volver a encontrar a Gisors, que le esperaba al otro lado de las alambradas. ¿Qué decirle?… Demasiado tarde, impulsado por la impaciencia, Gisors, que había salido a su encuentro, acababa de destacarse en la bruma, a dos metros de él. Le miraba con la intensidad huraña de los locos.

Clappique tuvo miedo y se detuvo. Gisors le cogía ya del brazo.

– ¿No se puede hacer nada? -preguntó con voz triste, aunque no alterada.

Sin hablar, Clappique sacudió negativamente la cabeza.

– Vámonos. Voy a pedir ayuda a otro amigo. Cuando había visto a Clappique salir de la bruma, había tenido la revelación de su propia locura. Todo el diálogo que había imaginado entre ellos, al regresar el barón, era absurdo. Clappique no era un intérprete ni un mensajero: era una carta. Jugada la carta -y perdida, como lo demostraba el rostro de Clappique-, había que buscar otra. Colmado de angustia, de desesperación, se conservaba lúcido, en el fondo de su desolación. Había pensado en Ferral; pero Ferral no intervendría en un conflicto de aquel orden. Intentaría la intervención de dos amigos…

König había llamado a un secretario:

– Mañana traiga aquí al joven Gisors, en cuanto los consejos hayan terminado.

Las cinco

Por encima de los breves relámpagos de los disparos, amarillentos en el final de la noche, Katow y Hemmelrich veían, desde las ventanas del primer piso, la débil luz del alba, que nacía con reflejos plúmbeos sobre los tejados vecinos, al mismo tiempo que el perfil de las casas se hacía más claro. Con los cabellos llenos de lluvia, pálidos, cada uno comenzaba de nuevo a distinguir el semblante del otro y sabía lo que pensaba. El último día. Casi no había más municiones. Ningún movimiento popular había llegado en su socorro. Unas descargas, hacia Chapei: unos camaradas, sitiados, como ellos. Katow había explicado a Hemmelrich por qué estaban perdidos: en cualquier momento, los hombres de Chiang Kaishek llevarían los cañones de pequeño calibre de que disponía la guardia del general: en cuanto uno de los cañones pudiera ser introducido en la casa de enfrente de la Permanencia los colchones y los muros caerían como barracas de feria. La ametralladora de los comunistas dominaba aún la puerta de aquella casa; cuando ya no hubiera balas, cesaría de dominarla. Lo cual no tardaría mucho. Desde hacía una hora, disparaban rabiosamente, impulsados por una venganza anticipada: una vez condenados, matar constituía el único sentido que podían dar a sus últimas horas. Pero comenzaban a cansarse de eso, también. Los adversarios, cada vez mejor protegidos, sólo aparecían ya muy raras veces. Parecía que el combate se debilitaba con la noche -y era absurdo que aquel día naciente, que no ponía de manifiesto una sola sombra enemiga, les trajera la liberación, como la noche les había traído el encarcelamiento-. El reflejo del día, sobre los tejados, se tornaba gris pálido; por encima del combate detenido, la luz parecía aspirar grandes trozos de noche, no dejando delante de la casa más que unos rectángulos negros. Las sombras se iban encogiendo poco a poco; contemplarlas permitía no pensar en los hombres que iban a morir allí. Se contraían como todos los días, con su movimiento eterno, de una salvaje majestad aquel día, porque ellos no volverían a verlo nunca. De pronto, todas las ventanas de enfrente se iluminaron, y las balas golpearon alrededor de la puerta, como una nube de guijarros: uno de los suyos había colgado una americana del extremo de un bastón. El enemigo se contentaba con estar en acecho.

– Once, doce, trece, catorce… -dijo Hemmelrich.

Contaba los cadáveres, visibles en la calle ahora.

– Todo eso no es más que para distraerse -respondió Katow, en voz casi imperceptible-. No tienen más que esperar. El día es para ellos.

No había más que cinco heridos, tendidos en la habitación; no se quejaban: dos de ellos fumaban, mirando cómo aparecía la luz del día por entre el muro y los colchones. Más lejos, Suen y otro combatiente guardaban la segunda ventana. Ya casi no se oían descargas. ¿Esperarían en todas partes las tropas de Chiang Kaishek? El mes anterior, vencedores los comunistas, conocían sus progresos de hora en hora; a la sazón, no sabían nada, como entonces los vencidos.

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